Read Sangre de tinta Online

Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Sangre de tinta (43 page)

Darius, en lugar de contestar, llenó en silencio cuatro platos con unos manjares que sin duda no le acarrearían su expulsión de la casa.

—¡Darius! —susurró Elinor apoyando una mano en su delgado hombro—. ¿Por qué no lo intentas? Aunque él siempre tiene el libro a su lado, quizá podríamos apoderarnos de él de otro modo. Quizá echando algo en la comida…

—Él siempre hace que Azúcar la cate primero.

—Sí, lo sé. Bien, entonces tendremos que probar otra cosa y después tú leerás para meternos dentro a nosotros dos, detrás de ellos. Si ese asqueroso no nos los quiere traer de regreso, los seguiremos nosotros.

Pero Darius negó con la cabeza, igual que había hecho siempre que Elinor le había sugerido la misma proposición de distintas maneras.

—No puedo hacerlo, Elinor —susurró él, y las gafas se le empañaron, ella prefería no saber si del vapor de la comida o por las lágrimas—. Nunca he leído para meter a nadie dentro de un libro, sino para sacarlo, y ya conoces los resultados.

—¡Bueno, pues trae leyendo a alguien hasta aquí, a cualquier tipo fuerte y heroico que expulse de mi casa a esos dos! ¿Qué más da que tenga una nariz deforme o que haya perdido la voz como Resa? ¡Lo principal es que sea un montón de músculos!

Como si hubiera sido un santo y seña, Azúcar asomó la cabeza por la puerta. Su cabeza, apenas más ancha que su cuello, asombraba una y otra vez a Elinor.

—Orfeo pregunta cuándo estará la comida.

—Acabo de terminar —contestó Darius poniéndole en la mano un plato de arroz humeante.

—¿Otra vez arroz? —gruñó Azúcar.

—Sí, lo siento —respondió Darius deslizándose a su lado con el plato destinado a Orfeo.

—¡Y tú encárgate de terminar el postre! —ordenó Azúcar a Elinor cuando ésta se disponía a meterse el tenedor en la boca.

No, las cosas no podían continuar así, siendo pinche de cocina en su propia casa y con un iniduo repugnante en su biblioteca que tiraba los libros al suelo y los trataba como si fueran cajas de bombones de las que picoteaba a su antojo.

«¡Hay que encontrar una salida!», pensaba Elinor mientras servía helado de nuez en dos cuencos con expresión sombría. «Hay que encontrarla.» ¿Por qué no se le ocurría nada a su estúpida mente?

LA COMITIVA DE LOS PRISIONEROS

«¿Entonces no cree usted que él haya muerto?» Se puso el sombrero. «Por supuesto puedo equivocarme, pero creo que sigue con vida. Todos los indicios apuntan a ello. Ve, míralo, y a mi vuelta decidiremos juntos.»

Harper Lee
,
Matar a un ruiseñor

Hacía rato que había caído la noche cuando Meggie y Farid se dispusieron a seguir a Dedo Polvoriento. Hacia el sur, siempre hacia el sur, les había recomendado Bailanubes, pero ¿cómo saber si se dirigían al sur si no había sol por el que orientarse, ni estrellas que brillaran a través de las hojas negras? La oscuridad parecía haberlo devorado todo, los árboles e incluso el suelo a sus pies. Las mariposas nocturnas revoloteaban hacia sus rostros, sobresaltadas por el diminuto fuego que Farid protegía entre sus dedos como un animalito. Los árboles parecían tener ojos y manos, y el viento arrastraba voces quedas hasta sus oídos que susurraban a Meggie palabras incomprensibles. En cualquier otra noche ella se habría detenido tarde o temprano o habría retrocedido corriendo hasta el lugar donde Bailanubes y Ortiga quizá continuasen sentados junto al fuego, pero esa noche sabía que tenía que encontrar a Dedo Polvoriento y a sus padres, porque ni la noche ni el bosque podían depararle mayor eto que el que anidaba en su corazón desde que había visto la sangre de Mo sobre la paja.

Al principio Farid, con ayuda del fuego, halló la impronta de una bota de Dedo Polvoriento, una rama partida, una huella de marta, pero en cierto momento se paró desconcertado sin saber hacia dónde dirigirse. Los árboles se alineaban a la pálida luz de la luna en todas direcciones, tan juntos que no se distinguía senda alguna entre sus troncos, y Meggie veía ojos por encima, por detrás y frente a ella…, unos ojos hambrientos y furiosos, tantos que deseó que la luna brillase con menos claridad a través de las hojas.

—Farid —susurró—. Subamos a un árbol y aguardemos la salida del sol. Si seguimos andando, jamás volveremos a encontrar el rastro de Dedo Polvoriento.

—Yo opino lo mismo —Dedo Polvoriento apareció sigiloso entre los árboles, como si llevara un buen rato allí—. Hace una hora que os oigo hozar por el bosque detrás de mi igual que un hatajo de jabalíes —dijo mientras Furtivo deslizaba la cabeza entre sus piernas—. Este es un rincón del Bosque Impenetrable, y no uno de los más gratos. Alegraos de que haya conseguido convencer a los elfos arbóreos de esos fresnos de ahí de que no habéis roto sus ramas a propósito. ¿Y los íncubos? ¿Creéis que no os huelen? Si no los hubiera ahuyentado, seguramente yaceríais más tiesos que un tronco muerto entre los árboles, enredados en sueños horribles como dos moscas en una telaraña.

—¿Íncubos? —susurró Farid mientras las chispas de las yemas de sus dedos se apagaban.

Íncubos. Meggie se le acercó más. Recordó una historia que le había relatado Resa. Menos mal que no se había acordado antes…

—Sí, ¿no te he hablado de ellos? —Furtivo saltó hacia Dedo Polvoriento cuando éste fue hacia ellos, y saludó a Gwin con un chillido alegre—. A lo mejor no te comen vivo como esos espíritus del desierto de los que siempre me hablabas, pero tampoco son precisamente amistosos.

—No pienso volver —repuso Meggie mirándolo con firmeza—. No pienso volver, digas lo que digas.

Dedo Polvoriento la miró.

—No, ya lo sé —replicó—. Eres igual que tu madre.

Durante toda la noche y el día posterior siguieron el amplio rastro que los soldados de la Hueste de Hierro habían abierto a través del bosque. De vez en cuando, al comprobar que Meggie se tambaleaba de cansancio, Dedo Polvoriento les permitía descansar un ratito. Cuando el sol volvió a estar tan bajo que rozaba las copas de los árboles, alcanzaron la cumbre de una colina, y Meggie descubrió a sus pies la cinta oscura de un camino en medio del verdor del bosque. Un conjunto de edificios se
alzaba,
a su lado: una casa muy alargada y establos alrededor de un patio.

—La única posada cerca de la frontera —les informó en voz baja Dedo Polvoriento—. Seguramente cobijan allí a sus caballos. En el bosque se avanza mucho más deprisa a pie que a caballo. Todos los que se dirigen al sur y hacia el mar se detienen ahí: correos, comerciantes, incluso algunos titiriteros, a pesar de que todo el mundo sabe que el posadero es un espía de Cabeza de Víbora. Con un poco de suerte, llegaremos antes que aquellos a quienes seguimos, porque con el carro y los prisioneros es imposible descender por las laderas. Tendrán que dar un rodeo, pero nosotros podemos bajar por aquí y esperarlos junto a la posada.

—Y después, ¿qué?

Por un momento Meggie creyó vislumbrar en sus ojos la misma preocupación que la había impulsado a ella a internarse en el bosque durante la noche. Pero ¿quién le preocupaba? ¿El Príncipe Negro, los demás titiriteros…, su madre? Aún recordaba el día en la cripta de Capricornio cuando había suplicado a Resa que huyera con él, abandonando a su hija…

A lo mejor también Dedo Polvoriento lo había recordado.

—¿Por qué me miras así? —preguntó él.

—Por nada, por nada —murmuró ella agachando la cabeza—. Es que estoy preocupada.

—Bueno, motivos te sobran, desde luego —reconoció él dándole la espalda.

—¿Qué haremos cuando los hayamos alcanzado? —Farid lo seguía a toda prisa dando trompicones.

—No lo sé —se limitó a responder Dedo Polvoriento mientras comenzaba a buscar un sendero pendiente abajo, siempre bajo la protección de los árboles—. Yo creía que se os habría ocurrido alguna idea, pues quisisteis acompañarme a toda costa.

El sendero que tomó descendía tan empinado que Meggie apenas lograba seguirlo, pero de pronto isó el camino pedregoso y atravesado por arroyuelos que habían fluido de las colinas. Al otro lado se levantaban los establos y la casa que había visto desde la cumbre de la colina. Dedo Polvoriento le indicó por señas que se encaminaran al borde del camino donde la maleza los protegería de miradas indiscretas.

—¡Por lo visto, aún no han llegado, pero no tardarán! —musitó—. A lo mejor hasta se quedan a pasar la noche, atiborrándose la panza y emborrachándose para olvidar el miedo que han pasado en el bosque. No puedo pasear mi rostro por ahí enfrente mientras haya luz. Teniendo en cuenta mi buena suerte, seguro que me tropezaría con uno de los incendiarios que ahora trabajan para Cabeza de Víbora. Pero tú —dijo poniendo la mano sobre el hombro de Farid—, tú sí puedes deslizarte hasta allí. Si alguien te pregunta de dónde vienes, respóndele que tu señor está emborrachándose en la posada. Y en cuanto lleguen, cuenta los soldados, los prisioneros y los niños que los acompañan. ¿Entendido? Mientras tanto subiré por el camino a echar un vistazo, se me ha ocurrido una idea.

Farid asintió y llamó a Gwin para que acudiera a su lado.

—Yo voy con él —Meggie esperaba que Dedo Polvoriento se enfadase, que se lo prohibiera, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Como quieras. No veo el modo de retenerte. Sólo espero que tu madre no se delate si te reconoce. ¡Una cosa más! —agarró el brazo de Meggie cuando se disponía a seguir a Farid—. Que no se te meta en la cabeza que podemos hacer algo por tus padres. A lo mejor liberamos a los niños, quizá incluso a algunos más, si corren lo suficiente. Pero tu padre no podrá correr y tu madre se quedará con él. No lo dejará solo, igual que hizo contigo en su día. Los dos nos acordamos de eso, ¿verdad?

Meggie asintió y apartó la cara para que él no viera sus lágrimas, pero Dedo Polvoriento la giró con suavidad y le enjugó las lágrimas de las mejillas.

—La verdad es que te pareces mucho a tu madre —murmuró—. Ella tampoco quiso nunca que la viesen llorar… ni siquiera cuando le sobraban motivos —su rostro estaba serio cuando volvió a examinarlos a ambos—. Adelante. Estáis bastante sucios —afirmó—. Cualquiera os tomará por un mozo de cuadra y una criada. Nos reuniremos detrás de los establos en cuanto oscurezca. Y ahora, marchaos.

* * *

No tuvieron que esperar mucho.

Meggie apenas llevaba una hora con Farid entre los establos, cuando vieron bajar por el camino la comitiva de prisioneros, mujeres, niños, ancianos, las manos atadas a la espalda, flanqueados por los soldados. Estos no portaban armadura, ni los cascos ocultaban sus rostros malhumorados. Todos ellos, sin embargo, lucían en el pecho la serpiente de su señor, mantos de color gris plata y espada al cinto. Meggie reconoció en el acto a su jefe. Era Zorro Incendiario, y a juzgar por su expresión no le agradaba demasiado ir a pie.

—¡No los mires así! —susurró Farid cuando Meggie se quedó como clavada al suelo, y la arrastró detrás de uno de los carros apartados en el patio—. Tu madre está ilesa. ¿La has visto?

Meggie asintió. Sí, Resa caminaba entre otras dos mujeres, una de ellas embarazada. Pero ¿dónde estaba Mo?

—¡Eh! —gritó Zorro Incendiario, mientras sus hombres conducían a los prisioneros al patio—. ¿A quién pertenecen esos carros? ¡Necesitamos más sitio!

Los soldados empujaron los carros a un lado, con tal rudeza que uno de ellos volcó, derramando los sacos con los que estaba cargado. Un hombre salió como una tromba de la posada, a buen seguro el dueño, con la protesta ya en los labios, pero al ver a los soldados, se contuvo y llamó a voces a los criados que volvieron a levantar apresuradamente el carro. Comerciantes, campesinos, criados… Cada vez más personas salían de los establos y del edificio principal para comprobar la causa del estrépito en el patio. Un hombre gordo y sudoroso, abriéndose paso a través del tumulto, se detuvo ante Zorro Incendiario y le dedicó un torrente de denuestos.

—¡Vale, vale! —gruñó Zorro Incendiario—. Pero necesitamos sitio. ¿No ves que traemos prisioneros? ¿O prefieres que los metamos en tus establos!

—¡Sí, usad uno de mis establos! —exclamó, aliviado, el hombre gordo e hizo señas de que se acercaran a unos criados suyos que contemplaban a los prisioneros. Algunos se habían arrodillado en el mismo sitio, los rostros pálidos de agotamiento y miedo.

—¡Ven! —susurró Farid a Meggie, y se deslizaron codo con codo entre los campesinos y comerciantes furiosos, entre los criados que continuaban retirando del patio los sacos reventados, y los soldados que lanzaban miradas de avidez hacia la posada. Nadie parecía vigilar a los prisioneros, pero tampoco era preciso. Ninguno de ellos parecía tener fuerzas para huir. Hasta los niños, cuyas piernas quizá fueran lo bastante rápidas, se limitaban a aferrarse absortos a las faldas de sus madres o a clavar los ojos, aterrorizados, en los hombres armados que los habían traído hasta allí. Resa sostenía a la mujer embarazada. Sí, su madre estaba ilesa, comprobó Meggie, pese a que evitó acercarse demasiado a ella por miedo a que Dedo Polvoriento tuviera razón y su madre se delatase al verla. Con qué desesperación acechaba a su alrededor. Agarró por el brazo a un soldado, parecía un crío por su rostro barbilampiño, y de repente…

—Farid —Meggie no daba crédito a sus ojos.

Resa hablaba. No con las manos, sino con la boca. Su voz apenas se oía en medio de aquel barullo, pero era la suya. ¿Cómo era posible? El soldado la rechazó de un empujón brutal sin prestarle atención, y Resa se volvió. El Príncipe Negro y su oso arrastraban un carro hacia el patio. Habían uncido a ambos al carro como si fueran bueyes. Una cadena rodeaba el hocico negro del oso, otra su cuello y su pecho. Pero Resa no miraba al oso ni al príncipe… sino al carro… y Meggie comprendió en el acto lo que eso significaba.

Echó a correr sin decir palabra.

—Meggie —le gritó Farid, pero ella no le escuchó.

Nadie la detuvo. El carro era un trasto ruinoso. Primero sólo vio al juglar con la pierna herida y al niño en su regazo. Después, a Mo.

Su corazón se negaba a latir. Aunque yacía con los ojos cerrados debajo de una manta mugrienta, Meggie vio la sangre. Su camisa estaba ensangrentada, la camisa que tanto le gustaba ponerse a pesar de las mangas raídas. Meggie se olvidó de todo: de Farid, de los soldados, de la advertencia de Dedo Polvoriento, de dónde y por qué estaba allí… Sólo clavaba los ojos en su padre y su cara inmóvil. El mundo se había convertido de repente en un lugar vacío y su corazón en algo gélido, muerto.

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