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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Scorpius (19 page)

Se produjo un largo silencio.

—El padre Valentine, Joseph —insistió Bond—. ¿Cuál es su nombre de muerte?

—El nombre de muerte de nuestro padre Valentine es el único que cambia con el sol y con la luna. Es una palabra que no podemos repetir ni siquiera entre nosotros.

—Pero ¿vendrá aquí?

El hombre tendido en la cama sonrió como sumido en un éxtasis.

—Vendrá o mandará a alguien para llevarme con él. Sé que lo hará pronto.

—¿Y cuando venga te encargarán una tarea que le conduzca a la muerte?

—Soy padre de un hijo, de modo que figuro entre los escogidos. Se me ha confiado una tarea de muerte y la gloria será para mí, mi mujer y nuestro hijo. Sí; la próxima tarea será una misión de muerte.

—¿Sabes dónde está ahora el padre Valentine?

—Andamos todos desparramados, pero como el Dios de los cristianos, nuestro padre Valentine sabe cuál es el paradero de cada uno en cualquier momento. Puede alargar la mano y arrancarnos de donde estemos para ordenarnos una nueva labor.

Bond notó cómo se le erizaba el pelo de la nuca y una vez más sintió una enojosa y fría sensación de horror recorriéndole la piel. Si su razonamiento era correcto, aquello era peor de lo que había imaginado.

—Dejemos que nuestro padre Valentine venga a por ti o mande a alguien para que te lleve consigo. Eso está bien, Joseph. Y ahora descansa.

Hizo una seña a sir James para que volviera al paciente a un pacífico sueño y borrase de su memoria todo rastro de la conversación que acababan de sostener.

Una vez en el pasillo, Harriett jadeó al tiempo que preguntaba:

—¿Qué ha significado todo eso?

—Ese tipo es un chiflado, jefe —comentó Pearly riendo—. ¡Vaya cuento con eso de los nombres de muerte y las tareas de muerte y lo de nuestro padre Valentine sabiendo dónde se encuentra todo el mundo!

—Piense un poco, Pearly —le reprochó Bond con aspecto ceñudo—. Piensen los dos sobre las implicaciones de lo que ese hombre ha dicho. Piensen en lo que ocurrió en Glastonbury la tarde pasada y traten de relacionarlo. Seguro que dejan de sonreír.

Molony se unió a ellos en el corredor.

—He enviado a buscar a una enfermera, James. Me figuro que después de esto habrá que doblar la vigilancia.

Su cara tenía un aspecto tan grave como la de Bond.

—Pero ¿qué…? —empezó Harriett.

—Es posible que tengamos que mudarlo de sitio una vez más —comentó Bond interrumpiendo a la muchacha. Y luego se concentró en los dos para preguntarles—: ¿No empiezan a comprender? El hombre que acabamos de ver realmente cree que el padre Valentine es una especie de Dios omnisciente. Pero nosotros sabemos bien de quien se trata. Valentine es Vladimir Scorpius, un individuo sumamente peligroso cuando traficaba con armas para más de la mitad de las organizaciones terroristas del mundo. Ese hombre —señaló con el pulgar hacia la puerta— y cientos como él miembros de la Sociedad de los Humildes se han tragado todas las patrañas que han querido contarles. Tanto él como los otros lo creen todo a pie juntillas.

—¿En qué creen? ¿En nombres de muerte? ¿En misiones? ¿En qué creen, jefe?

—Es raro que no lo comprenda, Pearly. ¿O es hace el tonto conmigo? —Se encogió de hombros al tiempo que exhalaba una especie de irritado suspiro—. Bueno. Tengo que volver arriba. Quiero echar una mirada al otro paciente de sir James y a sus visitantes. Espérenme en el coche. Estaré ahí en un momento.

Arrojó las llaves del vehículo a Pearly, consciente del azar que estaba corriendo, pero dispuesto a arriesgarse a que Harry o Pearly o quizá los dos a la vez decidieran darle esquinazo. Seguía pareciéndole en extremo difícil de entender que ninguno de los dos se hubiera hecho cargo de la malvada lógica de aquel hombre que se hacía llamar Ahmed el Kadar, pero cuyo nombre de muerte era Joseph. En cambio, él había demostrado frente a Harriett y a Pearly su conocimiento absoluto de la terrible y malvada base sobre la que se asentaba la Sociedad de los Humildes.

Pearly atrapó las llaves en el aire.

—Me es imposible entenderlo, jefe —sonrió—. A menos de que, según usted, esa gente se sienta motivada por algún fervor religioso que los hace actuar como asesinos de alquiler.

—Eso es exactamente lo que digo, Pearly, y usted lo sabe bien. Lo mismo que sabe que esa gente no son sólo eso; simples asesinos a sueldo. Los Humildes anhelan morir por las creencias que Scorpius les ha inculcado. Cualquiera sabe cómo se las compuso…, pero no creo que se limitara a escoger prosélitos tontos. Estaré con ustedes en un minuto.

Harriett seguía mostrando un aire irritado, mientras que Pearly era la verdadera imagen de la incredulidad. Los dos hicieron una señal de asentimiento y siguieron pasillo adelante para subir la escalera que los llevaría a la zona de recepción de la clínica.

—Una imagen terrible —comentó sir James Molony casi en un suspiro—. Dígame si lo enfoco bien. Ese hombre es un miembro de la Sociedad de los Humildes. Cree todo cuanto le ha contado de Valentine. Está convencido de que el mundo ha de cambiar gracias a una revolución. De que aquellos que han sido elegidos para ello darán su vida alegremente por la causa porque así alcanzarán una especie de paraíso.

Bond hizo una señal de asentimiento. De pronto se sentía muy cansado.

—Sí. Así es como yo lo veo. Creen eso y mucho más. Como usted sabe bien, sir James, lo mismo ocurre en algunas religiones. Si lo miramos de un modo realista, Valentine, o mejor dicho Scorpius, ha logrado convertir a esa gente en un pequeño ejército de
kamikazes
. Personas dispuestas a morir con sólo que él se lo ordene. Es algo así como una máquina de matar que se autorreproduce. Al considerar la actividad anterior de ese hombre, me pregunto si todo esto no será más que una horrible extensión de la misma. Desencadenar el terror. Perpetrar asesinatos en masa. No sólo proporciona las armas, sino todo lo demás. Tanto si se desea un determinado tipo de campaña terrorista o un acto de violencia aislado, Scorpius se lo servirá completo, envuelto como para un regalo, siempre y cuando se le pague la cantidad adecuada.

Molony puso una mano sobre el hombro de Bond.

—Esa idea es horrible. Se la pasaré a M. Habrá que doblar el servicio de seguridad.

—Voy a decirle otra cosa —añadió Bond bajando la voz—. Hay algo impreciso que me ronda por el cerebro y que se refiere al hermano de Trilby Shrivenham. Me gustaría verle y también a sus tíos.

Estuvo a punto de expresar así mismo la preocupación que le originaban Harriett y Pearly; pero aquello era ya suficiente para provocar la ansiedad del especialista.

Con el fin de proporcionar el máximo de seguridad a aquel hombre que se llamaba a sí mismo Ahmed el Kadar, le habían puesto en una habitación situada en el sector más profundo de la clínica. Luego de pasar ante los ascensores, recorrieron dos tramos de escalera hasta llegar al segundo piso bajo el nivel del suelo, donde se encontraba Trilby Shrivenham.

No había nadie de servicio ante su puerta, ni guardianes en el pasillo. Bond notó cómo se le revolvía el estómago y empezó a caminar con paso más rápido, que convirtió casi en un trote, obligando al ya maduro y preocupado Molony a seguirle resoplando para no perder contacto.

Bond abrió la puerta y se detuvo unos segundos mirando ante sí horrorizado. La enfermera que había estado de guardia se hallaba tendida en el suelo con la cabeza torcida en un ángulo muy poco natural. La habitación estaba revuelta y Trilby Shrivenham permanecía medio fuera de la cama, terriblemente inmóvil, con el largo pelo colgándole como una cascada cuyo borde rozaba el suelo. Le habían arrancado el gota a gota y lo habían roto.

—¡Maldita sea! Ha sido culpa mía —jadeó Bond al tiempo que Molony le empujaba para entrar también—. No debí permitir que nadie entrara aquí.

Se metió rápidamente la mano en la chaqueta y, empuñando su pistola, se volvió dispuesto a subir la escalera a toda prisa.

Oyó cómo Molony, que se había acercado a la chica, le decía que estaba todavía viva, al tiempo que oprimía el timbre para pedir auxilio.

—Haré que venga alguien —afirmó Bond, subiendo los escalones de dos en dos. En aquel preciso instante una enfermera uniformada apareció en el rellano superior—. ¡Baje enseguida! —le gritó Bond—. ¡Vaya al cuarto de la señorita Shrivenham! ¡Sir James la necesita!

Pero conforme la enfermera bajaba a toda prisa, Bond pudo ver que tenía la cara gris y los ojos vidriosos, como si sufriera los efectos de una impresión terrible.

—¡Arriba!… —exclamó, deteniéndose cuando los dos se cruzaban. Y con una voz que era la imagen viva del terror añadió—: ¡Arriba! ¡Los agentes de seguridad! Creo que todos están…, que todos están muertos. Por favor, actúe con rapidez. ¡Uno de ellos es mi marido!

—Baje hasta donde está sir James —le ordenó Bond—. Yo me ocuparé de lo demás —y se lanzó de nuevo hacia arriba.

Con la pistola dispuesta, Bond alcanzó el pasillo donde se encontraba el recinto ocupado por los agentes de seguridad. La puerta de acero deslizante había sido abierta. Se detuvo un momento para abarcar la escena de una ojeada. Los dos guardianes estaban muertos. Era una pequeña habitación y su primera idea fue la de que no había visto tanta sangre en un espacio tan reducido.

Nada podía hacer por los dos hombres, así que continuó hasta la planta baja, apoyó la espalda contra la pared y miró hacia el departamento de recepción. La carnicería era allí impresionante. Se preguntó cómo se las habrían compuesto para no hacer ruido.

Siguió hacia adelante con la pistola empuñada. De repente recordó el dato que le rondaba por el cerebro. Trilby Shrivenham tenía un hermano. O mejor dicho, lo tuvo. Porque el honorable Marcus Shrivenham había muerto cinco años atrás en un accidente de alpinismo en Suiza. En el Mont Blanc puntualizó como si aquello importara mucho.

13. Dispersión

El antiguo miembro del Comando 42 de los marinos reales parecía haber recibido en plena cara el impacto de una bala de grueso calibre. Bond sólo pudo reconocerle por su corpulencia y por el uniforme. Igual que en el pequeño recinto del Departamento de Seguridad, parecía haber sangre por todas partes. Y ésta no podía proceder solamente del agente.

Luego vio los otros horrores: las dos enfermeras, una de espaldas y la otra con las piernas y los brazos extendidos como si hubiera sido arrojada contra la pared y luego echada al suelo sin contemplaciones ni consideración alguna, porque la falda se había arremangado dejándola casi desnuda.

Las dos muchachas habían sido abatidas a tiros, lo que resultaba sorprendente porque no hubo ruido de disparos. Las balas habían seccionado varias arterias, y cuando esto ocurre, la sangre puede proyectarse hasta distancias considerables.

Lo que obsesionaba a Bond era enterarse de si Pearly y Harriett habían contribuido a todo aquello. Quienes simularon ser el hermano y los tíos de Trilby eran seguramente los asesinos. Pero ¿habría ayudado también al crimen el hombre del SAS o la muchacha norteamericana de la Oficina de Impuestos?

Luego vio el otro cadáver boca abajo en la escalera de la clínica y los rojos riachuelos de sangre que se formaban sobre la piedra de los peldaños. Se trataba de un hombre corpulento, de pelo oscuro y bien vestido con un traje convencional negro rayado. ¿Sería uno de los «tíos»? ¿O quizá el «hermano» de Trilby? Pero desde luego no era Pearly.

Desde allí podía ver la caseta de vigilancia y el puesto de comprobación, con la barrera pintada a franjas. Estaba levantada y los cristales de la caseta hechos añicos.

Con la automática aún en la diestra, Bond bajó a toda prisa los escalones que todavía quedaban y, cruzando el patio, se dirigió hacia la garita. Nada podía hacer ya por sus ocupantes. Los dos estaban muertos, uno de ellos todavía sentado detrás de los cristales de la ventanilla, con la delantera del uniforme llena de manchas oscuras. En su cara se pintaba una expresión de terrible sorpresa.

Volviéndose, Bond empezó a retroceder hacia la clínica. Eran varias las cosas que tenía que hacer sin pérdida de tiempo. Conforme caminaba, pudo ver casi sin creerlo el coche de carreras verde Mulsanne Turbo en el mismo lugar en el que lo había estacionado. Sólo la ambulancia se había ido.

Una vez dentro del edificio, limpió un poco la sangre de uno de los teléfonos de la recepción y marcó el número de emergencias. En todas las secciones del servicio había un sistema para casos de apuro, igual que el 999 que sirve para las ambulancias, la policía o los bomberos. El timbre sonaría en la oficina más próxima relacionada con el Servicio de Inteligencia Secreto. Quizá una subestación de la Sección Especial o del Servicio de Inteligencia Militar en alguna base del ejército, la marina o las fuerzas aéreas. En el caso presente fue en una de estas últimas: en las oficinas de la Inteligencia de las Fuerzas Aéreas en Farnborough, escenario de las exhibiciones con aparatos procedentes de todo el mundo y donde tenían lugar también otras actividades como la investigación de accidentes o la prueba de nuevos prototipos. La Royal Air Force está siempre presente en Farnborough y naturalmente hay allí una oficina del Servicio Secreto.

Bond se identificó dando su nombre cifrado; es decir, Depredador. Y añadió la clave para la clínica, que era Hospice, y la señal «Flash Red» indicando que se trataba de una emergencia de alto nivel. De este modo se aseguraba de que al poco rato aparecerían en la clínica una unidad de ayuda y fuertes elementos de seguridad.

Aquello libraba a Bond de toda responsabilidad. No tenía por qué permanecer más tiempo allí. En el breve espacio que tardó en ir desde el teléfono hasta la puerta principal, Londres quedaba informado. Al salir de la cabina telefónica miró los cuerpos tendidos sobre los escalones. A pocos pasos de distancia había una pistola y pudo ver sin necesidad de recogerla que se trataba de una Walther P4; o sea, una Walther P1 normal a la que se había añadido un largo silenciador, consistente en un grueso cilindro que se proyectaba desde el cañón haciendo que la pistola tuviera una longitud tres veces mayor que la normal.

Era una arma eficaz, y aquello explicaba el silencio con el que se había llevado a cabo el ataque. Pensando que lo mejor sería hablar con sir James antes de marcharse, Bond volvió a entrar rápidamente en el edificio. Como el coche seguía allí, podía irse cuando quisiera porque un juego de llaves siempre quedaba en el vehículo dentro de una caja magnética pegada a la trasera bajo el chasis. Aparte de eso, siempre podría recurrir al control remoto.

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