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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (11 page)

Y no me resisto a recordar aquí aquel chiste de patio de colegio que corría por el mío a mediados de los setenta: ¿en qué se parecen Perú, Sofía Loren y la mujer de Franco? Pues que en Perú está el Machu Picchu, Sofía Loren tiene mucho pecho y la mujer de Franco, un macho pocho. Lamentable, lo sé…

Cardiff y el gigante de pacotilla

A veces, los humanos somos tan tontos, tan crédulos, que merecemos lo que nos pasa. Ahora bien, para que se demuestre que somos tontos tiene que haber un listo que nos engañe. El 15 de octubre de 1869 el mundo se quedó boquiabierto ante la aparición de un humano gigantesco, de tres metros de altura, sepultado y petrificado desde hacía, se supone, milenios. Apareció en Cardiff, en el estado de Nueva York, y todos los periódicos, primero de Estados Unidos y luego del mundo, recogieron la noticia como el hallazgo más sorprendente de todos los tiempos. Sobre todo porque se confirmaba con este descubrimiento que la Biblia tenía razón.

El Génesis, en su capítulo 6, versículo 4, dice: «Por entonces, cuando los hijos de Dios cohabitaban con las hijas de los hombres y estas tuvieron hijos, aparecieron en la Tierra los gigantes. Estos son los esforzados varones de los tiempos primeros». Y si la Biblia decía esto, iba a misa.

La aparición del gigante de Cardiff era la prueba. En realidad era la prueba de la mayor estafa del mundo mundial, tramada por un granjero para sacar unos cuantos dólares que nunca imaginó que llegarían a ser miles. Hizo lo siguiente: construyó una estatua de yeso a la que dio aspecto de humano petrificado con técnicas de lo más variadas. La enterró luego en su granja y allí la dejó un año para que el tiempo hiciera el resto. Pasados doce meses, encargó a unos obreros que le hicieran un pozo justo en el sitio donde había enterrado al gigante de pacotilla.

La estatua apareció y, como dio la maldita casualidad de que meses antes habían hallado por allí cerca fósiles auténticos, la trampa quedó servida. La prensa no soltaba el asunto, los curiosos no paraban de pagar por ver al gigante bíblico y, mientras, los científicos discutían en sus sociedades sobre la fosilización humana.

El espabilado granjero recaudó miles de dólares y solo cuatro meses después se descubrió la estafa. Lo más gracioso es que dio igual. La gente siguió pagando por verlo y hasta se organizó una gira por Estados Unidos. Es más, aún pagan por verlo, porque el gigante de Cardiff está en el Museo de los Agricultores de Cooperstown, en Nueva York. Retiro lo de tontos y lo aumento a imbéciles.

Los huevos de Chapman

Los dinosaurios ponían huevos, unos pedazos de huevos. Casi todos lo sabemos porque casi todos hemos visto Parque Jurásico. Pero esta confirmación es muy reciente, porque dado el tamaño descomunal de algunos de estos bichos uno no se los imagina poniendo huevecitos, por muy grandes que sean. Y fue el 13 de julio de 1923 cuando el aventurero Roy Chapman encontró en el desierto del Gobi, en el centro de Asia, los primeros huevos fosilizados de dinosaurio. Fue la revolución de la paleontología la prueba casi definitiva de que estos bicharracos no se extinguieron del todo: evolucionaron y ahora son lindos pajarillos.

Y si Parque Jurásico nos acercó un mundo dominado por los dinosaurios, en cuanto les presente al descubridor de los huevos, a Roy Chapman, les vendrá a la cabeza otra película. Era estadounidense, con sombrero tipo boy scout, morral cruzado y revólver en el cinto. Clavadito a Indiana Jones, porque fueron las peripecias de Chapman y su estética de explorador las que inspiraron el personaje a Steven Spielberg.

Entre las aventuras que Chapman acometió estuvo la de encontrar el origen de la humanidad en Asia, en el desierto del Gobi. Allí pretendía dar con restos humanos de millones de años atrás, pero cada vez que miraba al suelo se encontraba, o con un fémur de dos metros o con una tibia de metro y medio. Si alguna vez hubo humanos por allí, se los merendaron los dinosaurios.

Y entre tanto y tan variado fósil, Chapman encontró los famosos huevos fosilizados, una noticia de órdago porque hasta entonces no se habían conseguido pruebas sobre la reproducción de los saurios. Chapman encontró los huevos al lado del esqueleto de un bicho, y como no imaginó que los huevos fueran suyos, bautizó al dinosaurio como oviraptor, «ladrón de huevos».

Tuvo que acabarse casi el siglo XX para que los expertos descubrieran un fósil de oviraptor incubando huevos en su nido. ¡Ahí va! Resulta que el bicho que descubrió Chapman junto a los huevos no era un ladrón, sino el padre de los huevos. En España hubo oportunidad de verlos en el Museo de la Ciencia de Alcobendas (Madrid). Allí estuvieron en 2010 los huevos de Chapman. Entiéndase, los que descubrió Chapman, pero que eran de un oviraptor.

Orellana y el río que no se acababa nunca

Te vas a buscar oro y descubres un río. No está mal. El 2 de febrero de 1542 el extremeño Francisco de Orellana comenzó a navegar, sin saberlo, un pedazo de río que no se acababa nunca. Era el Amazonas, pero aún no se llamaba así. Se lo puso siete meses después, cuando logró salir al Atlántico.

Como en el camino les atacaron (dicen ellos) unas señoras con malas pulgas que les recordaron a las mitológicas amazonas, aquellas guerreras griegas que se cortaban la teta derecha para manejar mejor el arco, Orellana bautizó al río como Amazonas. Otros dicen que no eran chicas, que eran señores con pelo largo. Vaya usted a saber.

Orellana acabó descubriendo el Amazonas porque le pasó lo mismo que al del chiste. Se lio, se lio… El conquistador había quedado con Gonzalo Pizarro para buscar El Dorado, ese lugar donde se supone que había oro para dar y tomar. Y llegaron los dos hasta un punto navegando primero un río, luego otro… hasta que se quedaron sin provisiones.

Pizarro le dijo a Orellana: «Verás, compañero, yo creo que mejor tú sigues con tu barco, buscas víveres y luego vuelves a por mí y mis chicos». «Pues vale», dijo Orellana, pero entre que la navegación no era fácil, entre que sus hombres se negaron a volver doscientas leguas atrás a recoger al otro, y que el propio Orellana empezó a ver la fama que se le avecinaba si conseguía alcanzar el mar navegando aquel río, pues resulta que acabó dejando tirado a Pizarro. Aquello se conoció como «la traición de Orellana».

El 2 de febrero partieron de la actual ciudad de Leticia, justo en la frontera de Brasil, Colombia y Perú, y ya no dieron marcha atrás. Comenzaron a navegar, sin tener puñetera idea de por dónde iban, la red principal de un río que ahora está en las enciclopedias como el más caudaloso del mundo, que esconde tribus aún desconocidas y con mosquitos que no pican, empujan.

Pero salieron más o menos bien del trance descubridor, si no hubiera sido por unas chicas muy guerreras que se supone que atacaron la expedición. Puede que fuera una alucinación, porque llevaban siete meses sin ver una fémina y ya iban mareados perdidos, pero lo sucedido sirvió al menos para poner nombre al río.

Si no llegan a aparecer ellas, a saber qué nombre hubiera caído.

Bendita aspirina

Las marcas de medicamentos tienen nombres rarísimos, y salvo los médicos y quienes tienen que consumir los fármacos, a los demás humanos nos resulta imposible saber para lo que sirven solo con el nombre.

Agradezcamos, pues, a los alemanes de los laboratorios Bayer que el 1 de febrero de 1899 registraran oficialmente con nombre que suena a español una tableta que te quita el dolor de cabeza. La podrían haber llamado Catarrostrujem, pero la llamaron Aspirin. Nosotros le añadimos la «a» y nos salió la Aspirina. Porque no es lo mismo pedir una caja de Catarrostrujem que una de aspirinas. No lo hicieron pensando en nosotros, pero nos vino de perlas.

Los laboratorios Bayer no inventaron la aspirina, pero uno de sus químicos puso la guinda al pastel perfeccionando lo que ya existía y registraron el nombre. Hipócrates, esa antigüedad de médico que habitó hace dos mil cuatrocientos años, ya sabía que un brebaje a base de hojas y corteza de sauce aliviaba los dolores. De dónde si no creen que viene el nombre de salicílico, pues de las salicáceas, la familia de los sauces.

Médicos y químicos durante más de dos siglos intentaron hallar el compuesto que tenían esos vulgares árboles para aliviar el malestar. Primero se descubrió la salicilina, luego se manipuló hasta llegar al ácido acetilsalicílico y después se alcanzó la pastillita curalotodo.

Pero había contrapartidas, también conocidas como efectos secundarios: dejaba el estómago hecho polvo. Uno de los que padecía las consecuencias no deseadas era el padre del químico alemán Félix Hoffmann, que empleó sus esfuerzos en mejorar la pastillita en beneficio de su progenitor. Hasta que lo consiguió, aunque hay controversia sobre si fue él o si anteriormente lo hizo otro. Ya se sabe, las broncas habituales entre descubridores.

La palabra aspirina es un término tan cotidiano que, aunque sea el nombre de una marca, está recogido en la mayoría de los diccionarios del mundo. Y en todas las farmacias del planeta, incluidas las de Japón, te entienden si pides una aspirina.

Una pastillita universal que viajó a la luna, ya que Armstrong, Aldrin y Collins la llevaban en el botiquín porque la ausencia de gravedad provoca muchos dolores de cabeza.

La bombilla de Edison…

En lugar de quejarse por la subida de la luz, acuérdense del padre del que puso la bombilla en el mundo. Él es el culpable. El 27 de enero de 1880, Thomas Alva Edison, aquel que lo inventó casi todo, hasta lo que ya estaba inventado, logró la patente de su lámpara incandescente. O sea, la bombilla.

Quede claro que aquí no se está diciendo que él la inventara; se dice que le dieron la patente en Estados Unidos como si la hubiera inventado. La bombilla ya estaba patentada en Inglaterra desde un año antes, pero Edison la copió haciendo algún retoque y aprovechando el artilugio para dar un golpe de efecto: fue el primero en iluminar una calle del mundo.

Treinta inventores antes que Edison, que se fue a la tumba con más de mil patentes en el bolsillo, ya llevaban dándole vueltas a la bombilla desde años atrás. ¿Han oído aquello de que unos cardan la lana y otros se llevan la fama? Pues eso. Pero es que Edison no solo era un ratón de laboratorio, también sabía vender sus inventos.

En aquellos finales del siglo XIX, en pleno avance industrial, era absurdo que los países más avanzados aún siguieran alumbrándose con lámparas de gas que daban una luz muy pobretona y con explosiones cada dos por tres por culpa de los escapes. Edison ya había inventado cómo llevar energía eléctrica de un lado a otro utilizando la corriente continua, pero, claro, al final del cable tenía que haber algo que se encendiera y diera luz. Y ese algo fue la bombilla.

Digamos que él unió las dos cosas, electricidad y bombilla, y por eso se llevó el gato al agua. Perfeccionó la bombilla, pero no la inventó; la patentó y a partir de ahí montó su negocio de distribución eléctrica. Edison, es cierto, fue un genio, pero en esto de la electricidad no fue ni el mejor ni el más honesto. Lo superó su mayor enemigo, Nikola Tesla, un hombre al que Edison maltrató y al que la historia aún no ha dado su sitio.

Tesla descubrió la corriente alterna, pero Edison le puso el pie en el cuello todo lo que pudo para que no le reventara el negocio. Tesla, tan buen o mejor inventor que Edison, asumió el poderío de su contrincante y dijo aquello de: «El presente es suyo, pero el futuro es mío». Y así fue. La corriente continua de Edison iluminó el mundo, pero es la corriente alterna de Tesla la que lo ilumina hoy.

… y la pila de Volta

¿De dónde sacaba tiempo Napoleón para acabar siendo el perejil de todas las salsas? En las líneas precedentes, tan pronto estaba dando guerra como ideando arcos triunfales, y en las que siguen, aparecerá firmando tratados, cargándose a algún opositor o protagonizando coronaciones.

El colmo fue cuando el físico Alessandro Volta presentó, el 18 de noviembre de 1801, los estudios de su famosa pila en la Academia de Ciencias de París… y Napoleón también estaba allí, muy atento a ver en qué consistía ese nuevo invento. Demos una volta por la pila de Volta.

Porque voltio y voltaje vienen de Volta… de la pila de Volta. No se trata aquí de contar cómo funciona, porque todos sabemos que lo importante es que pones un par de pilas en cualquier aparatejo y, lo que sea, funciona. Y lo más grande es que en doscientos años se han construido infinidad de modelos de pilas, pero todas se basan en la que inventó Alessandro Volta.

El físico ya había dado a conocer su chisme en Londres, pero Napoleón, que por aquel entonces solo era primer cónsul, estaba empeñado en poner a Francia en la picota de las naciones como difusora del Arte, las Letras y las Ciencias. Eso se llama ahora apoyar el I+D+i. Lo que pasa es que, conociendo al Bonaparte, seguro que tendría un interés más allá del puramente científico. Lo mismo pretendía construir cañones a pilas para invadir más y mejor.

Pero ni se imaginan quiénes fueron las que más ganaron con el invento de la pila: las ranas. Porque resulta que Volta empezó a inspirarse para su proyecto gracias a un experimento de su amigo Luigi Galvani, que estaba empeñado en que los músculos de las ranas generaban electricidad. O sea, que el contacto de dos metales diferentes con el músculo de una rana provocaba corriente eléctrica y la rana saltaba pese a estar muerta. A eso se le llamó «electricidad animal». Pero Volta, más listo que Galvani, se fijó y dijo: «¡Pero qué rana ni qué niño muerto!». No hacía falta ningún bicho para generar electricidad. Y entonces fue e inventó la pila. Porque lo que generaba electricidad no era la rana, sino que era el contacto de los dos metales el que hacía contraerse al anfibio.

Menos mal, porque no es lo mismo meter un par de pilas en el mando a distancia, que un par de ranas.

Vacuna viene de vaca

Antes de la historieta virulenta, una curiosidad. ¿De dónde viene la palabra «vacuna»? De vaca, del ganado vacuno. Y como la primera enfermedad para la que se encontró remedio se descubrió gracias a un virus de las vacas, con «vacuna» se quedó.

Aquella enfermedad para la que se creó la primera vacuna fue la viruela, y el día 2 de junio de 1800 el científico inglés Edward Jenner realizó otro de sus experimentos con unos marineros ingleses, todos dispuestos a correr el riesgo de ser inoculados con el virus de una vaca antes que caer en las garras de la mortal viruela. Mejor mugir que morir.

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