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Authors: Nieves Concostrina

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Se armó la de San Quintín (3 page)

Este asunto tuvo sus antecedentes. Estados Unidos siempre ha sabido dónde poner el ojo comercial y militar, y a mediados del siglo XIX lo puso en la zona donde ahora está Panamá. Por entonces no era un país, sino un departamento, y formaba parte de una nación llamada República de Nueva Granada. Es decir, la Nueva Granada de entonces era lo que es ahora Colombia y Panamá.

Estados Unidos estaba interesado, interesadísimo, en llevarse muy bien con el departamento de Panamá, porque por entonces no existía el Canal, pero manteniendo buenas relaciones sí había posibilidad de atravesar esa estrecha franja de terreno, de tal forma que se descargaban las mercancías en el Atlántico, se trasladaban por tierra hacia el otro lado, hasta el Pacífico, y allí se volvían a embarcar. Esto que parece muy trabajoso, en realidad les evitaba dar la vuelta a toda América y la caminata les traía cuenta.

El caso es que Estados Unidos —por el interés te quiero, Andrés— alcanzó un acuerdo de amistad y cooperación comercial con Panamá. Un tratado que beneficiaba de forma exagerada a los estadounidenses a cambio de muy poco. Y ocurrió que los yanquis acabaron subiéndose a la parra, y los panameños se hartaron del tratamiento preferencial que tenían y exigían los yanquis. El incidente de la tajada de sandía fue la excusa para liarse, porque no se podían ver, pero también fue el pretexto de Estados Unidos para mandar a sus tropas y tomar la zona.

Fue la primera intervención armada en Panamá. Luego vinieron trece más, pero la primera fue por culpa de un yanqui que no pagó una raja de sandía.

Francis Drake ataca Cádiz

Francis Drake, ese pirata inglés con fachada de caballero, cada vez que se hacía a la mar era para hacernos un estropicio a los españoles. Y el 29 de abril de 1587 nos hizo uno muy gordo: atacó Cádiz, nos destruyó veintitrés barcos en apenas treinta y seis horas y se llevó otros cuatro llenos de provisiones. El descalabro fue gordo, porque Felipe II estaba preparando su gran Armada, esa a la que los ingleses llamaron chuscamente la Invencible, y sus planes se vieron retrasados un año. Aunque, dado el resultado conocido, ya los podría haber pospuesto por los siglos de los siglos.

Inglaterra y España estaban enfrascadas en una guerra naval no declarada. Felipe II e Isabel I no se soportaban y en el fondo lo que subyacía, más allá del dominio del mar y de los intereses territoriales en el Nuevo Mundo, era una guerra a muerte con la religión por bandera. Felipe, empeñado en que Inglaterra fuera católica, e Isabel I, dispuesta a acabar con todo católico que le tocara la corona.

Cuando fue ejecutada María Estuardo en Inglaterra, a Felipe II se le fue toda esperanza de imponer allí el catolicismo y ya solo vio la posibilidad de batallar cara a cara. Por eso comenzó a preparar la Gran Armada para atacar, y parte de esa Armada estaba en Cádiz a la espera de su traslado a Lisboa.

La reina de Inglaterra no tenía un pelo de tonta, y envió a su fiel corsario Francis Drake a que se diera un garbeo y echara una ojeada por los puertos españoles. Y de camino a España, Francis Drake se cruzó con unos holandeses chivatos que le advirtieron que en Cádiz había una enorme concentración de barcos de guerra. El pirata enfiló el Atlántico, entró por sorpresa en la bahía de Cádiz y organizó tremendo desbarajuste. Y mira que le vieron venir, pero pensaron que Drake iba camino de las Indias, y hasta que no lo tuvieron encima no se percataron de las intenciones.

Pero el corsario no paró ahí. En los días siguientes continuó atacando todo barco español que se encontró entre las costas de Cádiz y Lisboa. En total, cien naves españolas al garete. Qué desastre.

El paseo de los invasores musulmanes

Nos han machacado mucho en la escuela con ello. El año 711 lo tenemos grabado a fuego en nuestra memoria histórica, porque el 28 de abril de aquel 711 comenzó la conquista de la península Ibérica por los musulmanes. Otras fuentes sitúan el hecho el día 25, pero qué más da día arriba o abajo, si el caso es que vinieron y se quedaron. Fue una conquista relámpago, poquito a poco, con prisa y sin pausa, aprovechando que el reino visigodo estaba patas arriba debido a las luchas internas. Ya conocen ese refrán que dice: «A río revuelto…».

Para entender por qué los musulmanes tuvieron tan fácil la conquista, hay que saber lo que se cocía en ese momento por estos lares. Reinaba en estas tierras un rey llamado Rodrigo, que no podía presumir de tener un reino en calma. Resulta que inicialmente el reinado visigótico no siempre era hereditario; es decir, un rey no tenía por qué ser hijo del rey anterior. Al monarca lo elegían los nobles, y como ese rey llegara al poder sin la mayoría de los beneplácitos, la guerra ya estaba liada.

Está claro, pues, que en la España visigoda mandaba la poderosa nobleza y que la monarquía estaba vendida a los intereses de unos y otros. El resumen de todo esto es que Rodrigo regía en aquel 711 un territorio repleto de conjuras, con guerras cada dos por tres, con una población diezmada por culpa de la peste, con los judíos muy cabreados por las leyes que se habían promulgado contra ellos, con hambre por las malas cosechas… o sea, con todo el mundo a la greña.

Y en estas llegaron unos bereberes desde el norte de África que desembarcaron en Gibraltar. Algunas fuentes creen que al principio no tenían intención de conquistar nada, sino de saquear un poco aquí y otro poco allí. Pero entre que no encontraron mucha resistencia, que el reino estaba dividido y cada uno a lo suyo, y que aquí la traición estaba a la orden del día, los musulmanes llegaron y besaron el santo. Batalla en la que se metían, la ganaban, y así, pasito a paso, se fueron instalando en su nuevo hogar.

¿Que nos invadieron? Pues sí, pero se lo pusimos en bandeja. La buena noticia es que el rey Rodrigo puso fin a la aburrida lista de los reyes godos.

El héroe abanderado de Toro

Muy tempranito, un invernal día de hace más de cinco siglos, había una buena liada en los campos de Toro, en Zamora. Se produjo una de esas batallas épicas que para los más fervorosos supuso el primer paso para la formación de la gran nación española. Si se mira sin pasión, aquella refriega solo fue lo que eran todas, una bronca más entre reyes por lograr más territorio, más súbditos y más poder. España les traía al pairo. El 1 de marzo de 1476 se produjo la famosa batalla de Toro, la que ganó Fernando el Católico, porque si llega a ganar su enemigo, a estas alturas, en lugar de copla cantaríamos fado.

Cuando Enrique IV reinaba en Castilla, la heredera era su hija Juana la Beltraneja. Como unos decían que la niña no era suya, que su mujer se la había pegado, que no era legítima, después de muchos dimes y diretes el rey acabó tragando con quitarle la corona a su hija para dársela a su hermana Isabel. Pero con una condición: Enrique IV decidiría con quién se casaría su hermana.

Y en estas Isabel fue y se casó a escondidas con Fernando, con lo cual se rompió el pacto y Enrique IV decidió que su hija Juana recuperara su derecho a heredar la corona de Castilla. Como ella sola no podía pegarse con su tía Isabel, se casó con el rey de Portugal, Alfonso V, y así llegamos a la batalla de Toro.

En una parte del campo, las tropas portuguesas. Si ganaban ellas, los destinos de Castilla quedarían unidos a los de Portugal. Y en la otra esquina del ring, Fernando de Aragón, defendiendo los intereses de su señora esposa Isabel de Castilla. Si ganaba él, los portugueses se volverían por donde habían venido, Juana la Beltraneja se quedaría sin corona y Aragón y Castilla formarían el embrión de España.

No se trata de contar a estas alturas quién ganó, pero sí les digo que la guinda heroica a la ofensiva la puso un alférez portugués: una batalla no estaba perdida hasta que se le arrebataba el estandarte al enemigo, y el abanderado portugués no estaba dispuesto a soltarlo. Le cortaron el brazo derecho, pero volvió a levantar el estandarte con el izquierdo. Le cortaron el izquierdo de un espadazo, pero el alférez volvió a cogerlo, esta vez con los dientes. Hasta que debió de llegar un adversario y le dijo: «Anda, déjalo, que te vas a hacer daño…».

La guerra del fútbol

¿Puede un partido de fútbol desencadenar una guerra entre dos países? Poder, puede, siempre y cuando el ambiente esté políticamente caldeado previamente y los goles solo den la excusa para que los ánimos revienten. El 27 de junio de 1969 Honduras y El Salvador jugaron el partido que daría el pase a uno de ellos a la Copa Mundial de Fútbol de 1970. Ganó El Salvador por tres goles a dos, Honduras aprovechó la derrota para expulsar del país a cientos de miles de inmigrantes salvadoreños, y se armó la marimorena. Fue la mal llamada guerra del fútbol o, más exactamente, la guerra de las cien horas.

Honduras y El Salvador ya estaban a la greña desde hacía años, pero sus gobernantes merecen el peor lugar en la historia porque jugaron sucio con sus ciudadanos. Los dos gobiernos eran dictatoriales. No autoritarios, dictatoriales, y los dos se instalaron a base de golpes de Estado. Tenían, además, gravísimas crisis internas, y lo mejor para distraer al personal y que no miraran hacia dentro era poner el foco fuera y alentar el odio.

Desde muchos años antes a la guerra de la que hablamos, casi todas las tierras de El Salvador estaban en manos de grandes hacendados, y eso provocó una emigración masiva de campesinos sin tierra hacia Honduras. Pero llegó el día en que Honduras hizo una reforma agraria y comenzó a tratar con antipatía a los inmigrantes salvadoreños.

En mitad de esta bronca política y este drama social, se jugaron los partidos clasificatorios para los Mundiales de México de 1970. El primer partido se jugó en Honduras y ganaron los hondureños; el segundo se jugó en El Salvador y ganaron los salvadoreños. En ambos encuentros hubo muertos y heridos entre los aficionados porque les salió la patria con la excusa del fútbol, así que el partido del desempate se jugó en Ciudad de México, a ver si así se calmaban los ánimos.

Dio igual, siguieron a tortas. Más muertos y más heridos. Se clasificó El Salvador y Honduras dijo: «Esta es la mía»: inició la deportación de trescientos mil campesinos salvadoreños. Días después se lio la guerra, a la que llamaron la del fútbol por echarle la culpa a algo, pero a la que es más correcto llamar la de las cien horas, porque ese fue el tiempo que duró. Fue corta, pero trágica. Entre tres y seis mil muertos, porque ni siquiera en esto estuvieron de acuerdo.

La rendición de Breda

Si alguien dice: «¡La rendición de Breda!», seguro que otro alguien replica: «¡Velázquez! ¡El cuadro de las lanzas!». Que noooo… que no eran lanzas, sino picas. Y fue el 2 de junio de 1625, después de nueve meses de acoso español, cuando se produjo la rendición de la ciudad flamenca de Breda. Un asedio tan famoso que hasta se cruzaron apuestas por Europa para ver quién iba a ganar. Un bloqueo tan genialmente organizado, que atrajo hasta turistas para comprobar la que allí había montada. Luego llegó Velázquez y lo pintó.

Conseguir la rendición de Breda fue toda una obra de ingeniería militar, y su ingeniero mayor fue el general Spínola, un genial genovés al mando de las tropas españolas. Ya nos sabemos todos que España se puso muy pesada con Flandes. Sesenta años estuvimos dando la vara a los flamencos, y ciudad protestante que veíamos, ciudad que atacábamos para convertirla en católica. Hasta que le llegó el turno a Breda, una ciudad muy rica y muy poblada, pero también inexpugnable.

El general Spínola, antes de atacar a lo loco, organizó el asedio al milímetro. Fortificó los alrededores de la ciudad, la rodeó con un círculo de trincheras, fortines y baterías. Porque al general no le importaban tanto los que estaban dentro de Breda como las ayudas que pudieran venir desde el exterior. Dicen que la estrategia era tan genial que algunos políticos europeos se acercaron por allí para tomar apuntes.

Los sitiados, mientras, hacían pedorretas desde las murallas de Breda convencidos de que los españoles no podrían salvarlas. Pero nosotros, dale que te pego, pum, pum y más pum… día y noche, durante meses… y las defensas fueron cayendo.

Entre que los de Breda se confiaron y que nadie venía del exterior a echar una mano porque las tropas españolas estaban preparadas para repeler cualquier ataque, todo era cuestión de tiempo. Aquel 2 de junio, Breda, sin víveres, sin ayuda y comida por la enfermedad, se rindió.

Velázquez reflejó en su pintura lo que se produjo tres días después: la entrega de las llaves de la ciudad. Cuando vuelvan a mirar el cuadro, fíjense en el personaje de la derecha. Es el general Spínola, el mejor estratega de Europa. Cinco años después de aquel triunfo, España lo dejó morir arrinconado y sin honor. Cría cuervos.

Rebelión en las Alpujarras

Vaya fechas que eligieron los granadinos de las Alpujarras para levantarse contra el malas pulgas de Felipe II. El 24 de diciembre de 1568 los moriscos se tomaron venganza contra los cristianos por haber sido obligados a convertirse masivamente, por los impuestos abusivos de la corona y por el acorralamiento de sus costumbres. Fue la famosa rebelión de las Alpujarras, en la que se pasaron de vueltas los moriscos y se pasó también Felipe II con la represión. Pero es que con las guerras de religión se pasa todo el mundo porque la razón desaparece.

Lo de las Alpujarras se veía venir desde que los Reyes Católicos plantaron sus reales en Granada. Pese a que los acuerdos iniciales hablaban del respeto a las tradiciones, esto, evidentemente, quedó en agua de borrajas en el siglo siguiente. El bisnieto de los Católicos, Felipe II, endureció las normas y no se le ocurrió otra que lanzar un decreto prohibiendo la lengua, la vestimenta, los bailes y hasta los instrumentos musicales árabes.

Impidió a los moriscos exportar seda y les subió los impuestos, y hasta les prohibió que se lavaran tanto porque eso era un signo islámico. Y claro, se armó. El virrey de Granada, el marqués de Mondéjar, un cristiano intachable y más que razonable, intentó decirle a Felipe II que se estuviera quieto, que no era momento, que en las Alpujarras se estaba pasando mucha hambre como para que les apretaran más las tuercas. Pero el rey, ni caso, a lo suyo, a cristianizar.

Aquella Nochebuena de hace cuatro siglos y medio saltó todo por los aires. Los moriscos acorralaron a unos oficiales de la corona y se los cargaron. La rebelión se extendió por todas las Alpujarras y tomó el mando Fernando de Córdoba y Válor, que aunque suene a cristiano decidió renunciar al bautismo y tomar el nombre de Abén Humeya.

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