Sefarad (26 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Salíamos del hotel por una vereda entre palmeras y setos y estábamos enseguida frente al Atlántico, aturdidos por la luz, por la amplitud y la hondura del horizonte, que no terminaba en el mar, sino más allá, en una línea de montañas azules que era el norte de África. De noche veíamos temblar entre la niebla marítima las luces de Tánger. Yo estuve en Tánger una vez, hace muchos años, como en otra vida. El médico aprieta la curvatura de la concha y está apretando hace dos veranos la mano de su hijo. Su mujer se abraza a su otro costado, se adhiere a él para defenderse del viento de poniente que viene del mar, de donde están las formas oscuras de África y las luces de Tánger, el viento que huele a humedad y a algas. Cada noche, en algún lugar de esa playa inmensa, desembarca al amparo de la oscuridad un grupo de emigrantes clandestinos, o se descargan sigilosamente cajas de tabaco de contrabando y balas prietas de hachis. Algunas veces las poderosas mareas del Atlántico traen cadáveres de marroquíes o de negros hinchados por el agua y mordidos por los peces y despojos de las barcas viejas de metal oxidado o madera podrida en las que naufragaron.

Sólo al llegar a la playa, la primera tarde, se dieron cuenta los dos del cansancio que traían, tan ligeros de pronto al librarse de él como cuando dejaron en la habitación el equipaje y la ropa ya sudada con la que habían salido esa mañana de Madrid. Tantos meses encerrado en ese cuarto en penumbra, esperando visitas, resultados de análisis, viendo caras de hombres y mujeres señalados invisiblemente por la enfermedad, elegidos por el sarcasmo cruento del azar. El niño corría por delante, con la impaciencia de llegar a la orilla, dando patadas en la arena a la gran pelota de gajos blancos y azules que el viento alejaba ingrávidamente de él. Aún hacía sol, pero no quedaba mucha gente en la playa, o era su amplitud lo que la hacía parecer tan despejada, casi desierta, ofrecida a ellos solos. Le dio algo de pudor quitarse luego la camisa, tan pálido y flaco en aquella luz dorada, tan refractario a ella, a diferencia de su mujer y de su hijo, que tenían los dos la misma tonalidad canela en la piel, uno de los rasgos primarios que había transmitido de la una al otro la herencia genética. Qué habrás heredado tú de mí, hijo de mi alma, saltando intrépidamente esa tarde hacia la primera ola alta y coronada de espuma del verano, derribado por ella, saliendo jubilosamente del mar, con todo el brillo del agua y del sol en tu piel no maltratada todavía por el tiempo, en tu cuerpo que aquel verano no había empezado todavía a perder las redondeces infantiles.

Al tumbarme boca abajo en la arena sentía como una plenitud física la consistencia insondable, la curvatura del mundo. Hay unos versos exactos de Jorge Guillén: Y el pie caminante pisa /la redondez del planeta. Miraba muy de cerca los granos minúsculos, los infinitesimales fragmentos de rocas y de conchas, de vidrio, de ánforas rotas, gastadas y pulverizadas durante un tiempo de duraciones geológicas por la fuerza monótona del mar, que actuaba ahora mismo, que resonaba como un tambor cerca de mi oído, en mi cuerpo entero deshecho por la fatiga, carcomido por meses de trabajo y angustia, de insomnios, de urgencias, de remordimientos, de presenciar en otros el dolor y la enfermedad, el pánico, el progreso de la muerte. Tomaba un puñado de arena en la mano y juego la abría para que la arena fuese cayendo poco a poco, en un hilo tenue, en la fugacidad de unos segundos. Primero era algo sólido en el interior de mi puño apretado, cerrado como las valvas de un molusco para los dedos pequeños de mi hijo, que intentaba abrirlo y no podía, si acaso lograba desprender un dedo respirando muy fuerte, pero el dedo volvía a su lugar y el puño continuaba cerrado. Se abre luego despacio, y la arena tan compacta se disuelve en nada, no quedan más que unos granos mínimos en la ancha palma abierta, puntas minerales heridas por la luz. A los once años el niño seguía disfrutando de ese juego, seguía desafiando en vano a su padre y se esforzaba y jadeaba queriendo abrirle el puño, en el que a veces había un caramelo o una moneda. Buscaba una fisura entre los dedos, escarbaba, siempre en vano, pero lo hacía con tal cuidado que nunca le hincaba las uñas. Derrotado, se echaba sobre él, abrazándose a él con todo su vigor, con una ternura brusca y entregada, y le pasaba la mano a contrapelo por la mejilla, para sentir los pinchazos de la barba. A él le bastaba presionarle con dos dedos en el costado, justo debajo de las costillas, para que el niño se tirara a la arena riendo a carcajadas, dando patadas en el aire.

«Hay que ver qué pesados, con lo grandes que sois ya los dos»; tendida junto a ellos, los ojos ocultos tras las gafas de sol, su mujer limpiaba la arena que el niño había echado al patalear y revoleado sobre la revista que estaba leyendo. Tan poco tiempo al sol y su piel ya tenía una suave tonalidad morena. El descanso, el sueño profundo, las horas de indolencia en la playa y en la piscina del hotel, las siestas en la penumbra fresca de la habitación, le habían limpiado de la cara todo rastro de fatiga, y tenía la misma sonrisa ancha de felicidad que me había deslumbrado las primeras veces que nos vimos. Tan deseable y joven como si no hubieran pasado doce años, como si no fuera suyo el chico que ahora se había sentado junto a ella y le iba enterrando poco a poco los pies con las uñas pintadas de rojo, vertiendo sobre ellos desde el puño entreabierto un hilo de arena que se deslizaba por el empeine y entre los dedos como una caricia.

Pero no quería negar el tiempo, estaba bien que hubiera pasado, porque nos había traído tantos dones, tantas cosas que yo veía tangibles y sagradas ante mí esos días de julio. El cuerpo de mi mujer me gustaba más porque ya llevaba doce años acariciándolo y conociéndolo, deseándolo con la hondura que sólo da el conocimiento, y también porque había albergado y parido a mi hijo, había sido ensanchado, ungido por una hermosa maternidad, nutrido de ricos flujos hormonales, de hilos de leche que se le derramaban en gruesas gotas de los pezones cuando el niño se había saciado de mamar. La misma mano que palpa el abdomen del paciente tendido en la camilla buscando los signos de una enfermedad acariciaba hace doce años ese vientre tenso y redondo, surcado de poderosas corrientes, estremecido por el corazón del niño a punto de nacer, percibía en las yemas de los dedos su curva planetaria. Quién sabe si un médico puede olvidarse de que lo es, si puede dejar atrás su oficio como deja su bata en la consulta en penumbra y camina hacia la salida pisando sonoramente el parquet muy bruñido, con ese lustre de las cosas bien usadas a lo largo de mucho tiempo, y al llegar la calle lo deslumbra la claridad todavía veraniega del sol, forzándole a ponerse las gafas oscuras, acordarse tal vez de que su mujer se las compró hace dos años, hace dos veranos, en la misma tienda del hotel donde hicieron nada más llegar todas las compras urgentes para los días de playa, bañadores y chanclas, crema solar de protección máxima, una gorra para el niño con el emblema del Zorro, un gran balón hinchable, tan liviano que la brisa del mar se lo llevaba siempre, unas gafas de bucear y unas aletas de hombre rana, porque el niño había decidido fantasiosamente que iba a poner en práctica unos conocimientos exhaustivos, aunque imaginarios, de pesca submarina, adquiridos en un documental de la televisión.

Ahora en la media luz de la consulta emerge algo más que hasta ahora yo no había visto, no sobre la mesa, sino en la estantería donde está el equipo de música, la foto de un chico todavía en la infancia, aunque casi al final de ella, en el umbral de un tránsito, de pelo revuelto y rasgos delicados, unas gafas de bucear en la frente, riéndose con ojos guiñados, con rastros de arena en la nariz y en el flequillo negro.

Hacia el oeste la playa se prolongaba en una horizontal indefinida, que concluía en la vaga mancha blanca de las casas del pueblo, disuelta en una bruma luminosa que borraba contornos y confundía la cal y la arena en un mismo relumbre solar. Sólo con la primera luz del día o a la caída de la tarde tenían plena nitidez los colores y se deslindaban las formas de las cosas. Hacia levante un cerro agreste y cortado a pico sobre el mar delimitaba la bahía. Con el sol de poniente relumbraban las cristaleras de los chalets de lujo medio escondidos entre el verde oscuro de los setos y de las palmeras, con altas tapias blancas sobre las que se derramaba el violeta fuerte de las buganvillas. Nos dijeron que en esas casas veraneaban multimillonarios, alemanes sobre todo. Al pie del acantilado, sobre una gran roca que se quedaba aislada cuando subía la marea, había un bloque cúbico de hormigón, un bunker que tenía algo de organismo equivocado y monstruoso, de cáncer mineral del paisaje, tan resistente a las embestidas del mar como la roca en la que lo habían cimentado. Pero al cabo de unos miles de años el hormigón también se habrá pulverizado, habrá ínfimos granos grises mezclados con los granos de arena, o serán parte de ella, igual que las esquirlas diminutas de vidrio de botella, que los fragmentos de conchas o de rocas. Para el niño fue una aventura memorable trepar hacia el búnker sujetándose a la mano fuerte de su padre y llegar por un pasadizo con el suelo de arena hacia la cámara interior, iluminada por un rayo polvoriento y oblicuo de sol que bajaba desde las saeteras alargadas por las que debieron de asomarse los binoculares de los soldados de guardia y los cañones de las ametralladoras. A través de la ranura se veía con exactitud, en la mañana despejada, la línea de la costa de África. Disfrutaba explicándole cosas a su hijo con detallada claridad, observando el gesto concentrado y dócil del niño, complacido en su interés por todo, en la cortesía atenta con que sabía escuchar, y que no era incompatible con una imaginación muchas veces propensa al ensimismamiento. En 1943 los Aliados habían vencido definitivamente a los alemanes y a los italianos en el norte de África, y se disponían a la invasión del sur de Europa: fíjate lo cerca que estaban si hubieran querido desembarcar en esta playa, en vez de en Sicilia, imagínate a los pobres soldados españoles de entonces encerrados en este bunker, esperando a que aparecieran los barcos de guerra americanos.

Volvieron y ya empezaba a subir la marea. Alevines transparentes de peces huían entre sus pies que chapoteaban en el agua limpia, pisando ahora una extensión lisa de roca que afloraba de la arena, y que estaba a trechos resbaladiza de algas adheridas, y otras veces cubierta por un musgo oscuro y poroso, mullido para las plantas de los pies. Retrocedía una ola y quedaba en una concavidad de la roca una charca en la que se agitaban criaturas diminutas, y el padre y el hijo se arrodillaban para mirarlas de cerca, trasladándose del tiempo inmediato de los hechos humanos a las inconcebibles lentitudes de la historia natural. Organismos primarios arrastrándose del mar a la tierra, bullendo en charcas, en el limo denso y fértil de las marismas, acorazándose para sobrevivir, a lo largo de millones de años, desarrollando valvas y conchas, caparazones calizos, patas y pinzas que dejan un rastro delgado en la arena, no más fugaz que el de nuestras pisadas, que el de nuestras vidas, pensaba sin dramatismo, sin melancolía, un hombre de cuarenta y tantos años que pasea por una playa llevando de la mano a su hijo, en un estado de perfecta y tranquila felicidad, de gratitud, de misteriosa concordia con el mundo, en uno de esos largos atardeceres de principios de julio, cuando el calor aún no agobia y el verano es todavía para el niño un regalo intacto.

Se soltó de su mano para tirarse de cabeza a las olas y él se apartó de la orilla y caminó por la arena más cálida hacia donde estaba su mujer, de la que también habrá una foto en la consulta en penumbra: la sonrisa ancha y los labios finos, siempre recién pintados de rojo, incluso esa tarde, en la playa, las gafas de sol como las que llevaban las actrices en las fotos en color de los años cuarenta. Me gustaba pensar que ella nos había estado viendo desde lejos, al niño y a mí, fáciles de distinguir en la playa casi despoblada a esa hora tardía pero aún cálida y luminosa, cuando ya hay breves pozas de sombra en las huellas de las pisadas y en los costados de las dunas: los dos en cuclillas, las cabezas juntas, observando algo en una lámina brillante de agua que ha dejado una ola al retirarse, viniendo luego de la mano por la orilla, el hombre flaco y blanco y el niño redondeado, moreno, con un rescoldo de sol tardío en la piel mojada, con un poco de barriga infantil sobre la goma del bañador tan distintos entre sí, separados por más de treinta años, y sin embargo asombrosamente iguales en algunos gestos, idénticos en la complicidad de los andares y de las cabezas bajas, aunque el niño, de cerca, a quien más se parece es a su madre, no sólo en el tono de la piel sino en la manera en que guiña los ojos al reírse, en la firmeza de la mejilla, en las manos, en el pelo rizado y revuelto en el aire húmedo del mar.

Hay un sabor salado en su boca y una consistencia más carnal en sus besos, una cualidad más densa en su piel cuando la acaricia bajo la tela ligeramente húmeda del bikini, en la penumbra la siesta, tras las cortinas echadas. Los pechos y vientre son dos manchas blancas en la piel ya morena. Posa una mano en el vello oscuro entre sus muslos y se acuerda de ese musgo empapado en el que hundía los dedos hasta tocar la superficie lisa de la roca en la orilla. Todo sucede muy despacio, el deseo ascendiendo con una lentitud de marea, los dos cuerpos usados y gastados por el amor, tan rozados el uno contra el otro, brillando en la penumbra.

De joven había creído como el fanático de una religión en el prestigio del sufrimiento y el fracaso, en la clarividencia del alcohol y en el romanticismo del adulterio. Ahora no era capaz de concebir para sí mismo una pasión más honda que la que sentía hacia su mujer y su hijo, la que notaba que los envolvía a los tres como una atmósfera más hospitalaria y cálida que el aire exterior, tan objetivamente perceptible como un campo magnético. Flujos compartidos, cromosomas mezclados en una gran célula primigenia, el óvulo recién fecundado, saliva del uno asimilada por el aparato digestivo del otro, saliva y secreciones vaginales, saliva y semen brillando algunas veces en los labios de ella, desleídos en la corriente nutritiva de su sangre, olores y sudores mezclados, impregnando la piel, el aire, las sábanas sobre las que luego se quedaban dormidos, apaciguados, mientras del otro lado de las cortinas echadas venían el chapoteo y los gritos de los niños en la piscina del hotel, y desde más lejos, si prestaban mucha atención, el ruido poderoso del mar, el viento que azotaba las copas de las palmeras.

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