Sefarad (41 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Venció la tentación esa noche y unas cuantas más, pero según iba recuperándose de la debilidad con que había vuelto del hospital se le despertaron de nuevo los antiguos instintos, apaciguados un tiempo no por la penitencia, sino por la flojera física, y otra noche se vio, contra su voluntad, rondando la plaza de Santa María, tan excitado que le costaba trabajo caminar con naturalidad, emborricado, como él decía brutalmente, usando una de esas palabras sabrosas de nuestra tierra que ya están casi perdidas, nuestro rico acervo popular. Iba desatado esa noche, como un mihura, como un macho cabrío, dispuesto a todo, a comérmela viva y a no volver luego nunca más. La luz se encendió en el torreón, y con la sangre hirviendo y el corazón desbocado él fue hacia la puertecilla y la empujó con menos cuidado que otras veces, pero estaba cerrada, y le costó contenerse para no golpear con los puños. Se apartó del edificio, volvió al lugar desde donde podía ver la ventana del torreón. La luz se encendió de nuevo en ella, pero ahora que estaba más cerca vio o creyó ver que sor María del Gólgota le sonreía y se levantaba el sayal, y le mostraba con desafío y sarcasmo sus tetas desnudas, haciéndole una seña, indicándole tal vez que volviera a empujar la puerta.

La empujó otra vez, pero seguía cerrada, y ya no estuvo abierta para él nunca más, ni vio la luz encendida en la torre ninguna de las noches que estuvo rondando por la plaza.

—¿Y ya no supo nada más de ella, ni volvió a verla?

Uno siempre quiere que las historias terminen, bien o mal, que tengan un final tan claro como su principio, una apariencia de sentido y de simetría. Pero en la realidad muy pocas cosas se cierran del todo, a no ser por el azar o por la muerte, y otras no llegan a suceder, o se interrumpen cuando estaban empezando, y no queda nada de ellas, ni en la memoria distraída o desleal de quien las ha vivido. Pasan los años, y nuestro amigo llega a esa edad con la que nosotros lo conocimos, cada vez tiene más carteles de toros y de Semana Santa en su portal diminuto, y cuando le falta espacio pega unos encima de otros. Asciende a presidente de su cofradía, lo nombran asesor oficial para las corridas de toros, lo entrevistan en el periódico de la provincia como una gloria de nuestra menuda vida local y él pega el recorte en uno de los cristales de su puerta, de modo que puedan verlo quienes pasan por la calle. El recorte va poniéndose amarillo, algunas tiendas de la vecindad empiezan a cerrar, incluso la barbería de al lado, y el negocio de remendar zapatos parece que va teniendo tan poco porvenir como el de cortar el pelo, porque la gente tira los zapatos usados y se compra otros nuevos en zapaterías modernas que se han abierto en otras zonas más populosas de la ciudad. Pero él tiene sus ahorros, se ha ido asegurando la vejez tan cautelosamente como la satisfacción regular de sus necesidades sexuales, y ha decidido además que le conviene casarse, porque está llegando a una edad en la que un hombre ya no es lo que era, si bien todavía conserva el porte necesario para atraer a una esposa madura y servicial que será la que le cuide cuando de verdad empiece a perder sus facultades, momento en el cual, si ha tenido la imprudencia de no casarse antes, no le quedará más salida que la decrepitud solitaria o el asilo. El tipo de mujer que le interesa, el perfil, para ser exactos, lo tiene también muy claro: viuda, con una paga aceptable, con alguna propiedad, un piso libre de cargas, por ejemplo, y sin hijos. Consideró un tiempo como candidata a la subtenienta de Intendencia, viuda ya del subteniente, y con pensión sólida y vivienda en propiedad, pero la encontró demasiado vieja para sus propósitos, no por razones carnales, sino porque lo que tampoco le convenía era cargar con alguien que duplicara los inconvenientes de la edad en vez de remediarlos. Inopinadamente, una mañana, en la cola de la Caja de Ahorros, adonde había ido a poner al día su preciada cartilla, conoció a una mujer perfecta, que sobrepasaba de lejos sus expectativas más audaces: una maestra, soltera, de buen ver, con el pelo teñido y la pechera opulenta, aunque también con una tranquilizadora discreción de modales, con una paga espléndida y una sustanciosa acumulación de trienios, con un piso en el centro de Madrid, herencia de familia, y una plaza en propiedad en una escuela de Móstoles. Se casaron en seis meses, y sin esperar a la venta del local donde había estado la zapatería, a principios de septiembre se marcharon a la capital, a tiempo de que la nueva esposa empezara el curso en la escuela. El 27 de septiembre, desde luego, en vísperas de nuestra feria, él ya estaba de vuelta, porque tenía que asistir a las corridas de San Miguel y San Francisco en su calidad de asesor técnico de la presidencia. Un posible comprador se había interesado por el portal de la zapatería. Se citó con él para enseñársela una de aquellas mañanas frescas de principios de otoño, y le dio cierta congoja caminar por la calle Real, tan desierta a esa hora a la que en otros tiempos bullía de gente, y abrir su antigua puerta de cristales, después de subir la persiana metálica que había permanecido cerrada muchos meses, en el suelo había papeles viejos, y un puñado de cartas que antes de marcharse ni siquiera se había molestado en revisar, imaginando con desgana que no serían más que anuncios de ofertas que no le interesaban. Las repasó ahora, sin embargo, quitándoles el polvo, haciendo tiempo mientras llegaba el dudoso comprador. Entre ellas había una postal en colores muy fuertes, en la que se veía la estatua de la Libertad, la bandera americana, el perfil de los rascacielos de Nueva York. En el reverso, no venía el nombre ni la firma de quien la enviaba, y aparte de su dirección sólo encontró unas palabras escritas con una letra cuidada y relamida, más bien cursi, como la que enseñaban antes en los colegios de monjas.

Recuerdos de América

Eres

No eres una sola persona y no tienes una sola historia, y ni tu cara ni tu oficio ni las demás circunstancias de tu vida pasada o presente permanecen invariables. El pasado se mueve y los espejos son imprevisibles. Cada mañana despiertas creyendo ser el mismo que la noche anterior y reconociendo en el espejo una cara idéntica, pero a veces en el sueño te han trastornado jirones crueles de dolor o de pasiones antiguas que dan a la mañana una luz ligeramente turbia, y esa cara que parece la misma está cambiando siempre, modificada a cada minuto por el tiempo, como una concha por el roce de la arena y los golpes y las sales del mar. A cada instante, aunque te mantengas inmóvil, estás cambiando de lugar y de tiempo gracias a las infinitesimales descargas químicas en las que consisten tu imaginación y tu conciencia. Regiones enteras y perspectivas lejanas del pasado se abren y cierran en abanico como las líneas rectas de los olivares o los surcos para quien las mira desde la ventanilla de un tren que avanza a toda velocidad quién sabe hacia dónde. Durante unos segundos un sabor o un olor o una música de la radio o el sonido de un nombre te hacen ser quien fuiste hace treinta o cuarenta años, con una intensidad mucho mayor que la conciencia de tu vida de ahora. Eres un niño asustado en su primer día de escuela o un chico con la cara redonda y los ojos huidizos y una sombra de bigote sobre el labio superior y cuando miras al espejo eres un hombre de cuarenta y tantos años que empieza a tener el pelo negro entreverado de canas y en quien nadie puede encontrar rastros de una cara infantil, y ni siquiera de esa especie de vaga y permanente juventud en la que te imaginas instalado desde que ingresaste en la vida adulta, en la primera de ellas, en el trabajo y en el matrimonio, en las obligaciones y los sueños secretos y la crianza de los hijos. Eres cada una de las personas diversas que has sido y también las que imaginabas que serías, y cada una de las que nunca fuiste, y las que deseabas fervorosamente ser y ahora agradeces no haber sido.

Al mismo tiempo que tú se transfigura la habitación donde estás y la ciudad o el paisaje que se ve desde la ventana, la casa que habitas, la calle por la que caminas, todo alejándose y huyendo nada más aparecido al otro lado del cristal, sin detenerse nunca, desapareciendo para siempre. Ciudades, recuerdos y nombres de ciudades en las que parecía que ibas a vivir siempre y de las que te fuiste para no volver, estampas de ciudades en las que pasaste unos días, recién llegado y ya a punto de marcharte, y que ahora son en la memoria como un desorden de postales en colores fuertes y rancios, como los azules en las postales de las ciudades marítimas en los años sesenta. O ni siquiera eso: ciudades que apenas son nada más que sus hermosos nombres, despojados de toda sustancia por el paso del tiempo, Tánger, Copenhague, Hamburgo, Washington D.C., Baltimore, Göttingen, Montevideo. Quién eras cuando caminabas por cualquiera de ellas, sumergiéndote con miedo y fervor en el anonimato que te ofrecían, en la suspensión y en la pérdida de una identidad que era invisible para cualquiera de los que se cruzaban contigo.

Si acaso lo que menos cambia, a través de tantos lugares y tiempos, es la habitación en la que te recluyes, ese cuarto del que según Pascal no debería uno salir nunca para que no le sobreviniera la desgracia. Estar solo en una habitación es tal vez una condición necesaria de la vida, le escribió Franz Kafka a Milena. Hay en ella un ordenador en vez de una máquina de escribir, pero mi habitación de ahora se parece mucho a cualquiera de las que he ocupado a lo largo de mi vida, de mis vidas, a la primera que tuve a los diecisiete años, con una mesa de madera y un balcón que daba al valle del Guadalquivir y a la silueta azul de la sierra de Mágina. Me encerraba en ella para estar solo con mi máquina de escribir, mis discos, mis cuadernos, mis libros, y a la vez que me sentía apartado y protegido el balcón me permitía asomarme a la anchura del mundo, hacia donde yo quería huir cuanto antes, porque aquel refugio, como casi todos, era también un encierro, y la única ventana por la que deseaba asomarme era la del tren nocturno que me llevaría muy lejos.

Laura García Lorca, que nació en Nueva York y habla un español nítido y castizo que a veces tiene un quiebro de fonética inglesa, me enseñó en Granada, en la Huerta de San Vicente, la habitación de su tío Federico, la última que tuvo, de la que debió irse un día de julio de 1936, en busca de un refugio que no iba a encontrar. Todas las desgracias le vienen al hombre por no saber quedarse solo en su habitación. Vi la habitación de Lorca y se parecía a un recuerdo de habitaciones vividas o soñadas, y también a la expresión exacta de un deseo. Yo había vivido en ese lugar, yo quería vivir alguna vez en una habitación como ésa. Las paredes blancas, el suelo de baldosas como las que había en mi casa cuando yo era niño, la mesa de madera, la cama austera y confortable, de hierro pintado de blanco, el gran balcón abierto a la Vega, a la extensión de huertas salpicadas de casas blancas, a la silueta azulada o malva de la Sierra, con sus cimas de nieve teñidas de rosa en los atardeceres. Me acuerdo de la habitación de Van Gogh en Arles, igual de acogedora y austera, pero con su hermosa geometría ya retorcida por la angustia, la habitación que se abría a un paisaje tan meridional como el de la Vega de Granada y que también contenía las pocas cosas necesarias para la vida y sin embargo tampoco salvó del horror al hombre que se refugiaba en ella.

Me pregunto cómo sería la habitación de Ámsterdam en la que Baruch Spinoza, descendiente de judíos expulsados de España y luego de Portugal, expulsado él mismo de la comunidad judía, redactaba sus tratados filosóficos de seca claridad y pulía las lentes con las que se ganaba la vida: la imagino con una ventana por la que entra una luz clara y gris como la de los cuadros de Vermeer, en los que siempre hay habitaciones que protegen cálidamente de la intemperie a sus ensimismados habitantes y en las que algo les recuerda la amplitud del mundo exterior, un mapa de las Indias o de Asia, una carta llegada desde muy lejos, unas perlas que fueron pescadas en el océano índico. Una mujer de Vermeer lee una carta, otra mira seria y ausente hacia la luz de la ventana y tal vez lo que hace es esperar la llegada de una carta. Encerrado en su habitación, quizás el único lugar en el que no era del todo apátrida, Baruch Spinoza da forma a la curvatura de un cristal que permitirá ver cosas tan diminutas que no las distingue el ojo humano y quiere abarcar sin más ayuda que la de su inteligencia el orden y la sustancia del universo, las leyes de la naturaleza y de la moral humana, el misterio riguroso de un Dios que no es el de sus mayores, que abjuran de él y lo han echado de la sinagoga, ni tampoco el de los cristianos, que acaso lo .quemarían si viviera en un país menos tolerante que Holanda. En una carta a Milena Jesenska Franz Kafka olvida por un momento a su destinataria y se escribe a sí mismo:
Eres después de todo judío y sabes lo que es el temor.

Y entonces me viene a la memoria Primo Levi en su piso burgués de Turín, la casa donde había nacido y en la que murió, tirándose o cayendo por azar al hueco de la escalera, donde vivió toda su vida, salvo apenas dos años, entre 1943 y 1945. En septiembre de 1943, cuando lo detuvieron los milicianos fascistas, Primo Levi se había marchado de su habitación segura y su casa de Turín para unirse a la resistencia, y llevaba consigo una pequeña pistola que apenas sabía manejar, y que en realidad no había disparado nunca. Había sido un buen estudiante, licenciándose en Química con notas excelentes, disfrutando de lo que aprendía en los laboratorios y en las aulas igual que de la literatura, que para él tuvo siempre la misma obligación de claridad y exactitud que la ciencia. Un hombre joven, menudo, aplicado, con gafas, educado en una familia ilustrada y burguesa, en una ciudad culta, laboriosa, austera, acostumbrado desde niño a una vida serena, en concordancia con el mundo exterior, sin la menor sombra de alguna diferencia que lo separase de los otros, ni siquiera su condición de judío, ya que en Italia, y más aún en Turín, un judío era, a los ojos de los demás y para sí mismo, un ciudadano idéntico a los otros, sobre todo si pertenecía, como Primo Levi, a una familia laica, ajena a la lengua hebrea o a cualquier práctica religiosa. Sus antepasados habían emigrado de España en 1492. Dejó su habitación, su casa segura, en la que había nacido, y probablemente al salir al portal lo estremeció el pensamiento de que no volvería, y cuando regresó, tres años más tarde, flaco como un espectro, sobrevivido del infierno, debió de sentir que en realidad estaba muerto, que era el fantasma de sí mismo el que volvía a la casa intocada, al portal idéntico, a la habitación ahora extraña en la que nada había cambiado durante su ausencia, en la que ningún cambio visible se habría producido si él hubiera muerto, si no hubiera escapado del lodazal de cadáveres del campo de exterminio.

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