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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (26 page)

—Esto te pasa por meterte donde no debes, maricón —le espetó Amador a Burgos.

Estaba siendo el momento más crítico en la tranquila vida de Carlos Burgos, que, tras el bofetón, vio cómo Moisés caminaba decidido hacia él con cara de muy malas intenciones. Paralizado por el temblor de sus piernas, Burgos no retrocedió ni un paso. El matón le agarró la cara con la mano y lo empujó con fuerza hacia atrás. Carlos Burgos cayó de espaldas al suelo, dándose un buen golpe en la cabeza. Moisés dio un paso más para propinarle una patada, tras la cual, y aprovechando el impulso de la misma, Burgos se incorporó y, empujado por el instinto de supervivencia, sacó fuerzas de flaqueza y empezó a correr para alejarse lo más rápido posible del jardín en el que se había metido.

—A pesar de que no me persiguió, corrí unos cien metros en una marca notable. Mientras me alejaba, pude oír a la novia de Solsona pidiéndome que llamara a la policía. Recuerdo que tras el coche aparcado detrás del de los matones había uno de los sabuesos de Ariza, agazapado como antes estaba yo, detrás del maletero. Se llevó el dedo a la nariz para indicarme que fingiera no haberle visto. Cuando paré de correr me llevé una mano a la cabeza y me la froté para aliviar el dolor. Al mirarme la palma de la mano vi una mancha de sangre. Me había abierto la cabeza contra el suelo. Paré un taxi y fui a urgencias. Mientras me cosían la testa tomé la decisión de no querer ser como Sherlock Holmes.

El detective agazapado tras el coche logró escuchar toda la conversación. Le hicieron saber a Álex que les había tocado la lotería, lo cual era una muy buena noticia. También le informaron de que el boleto había desaparecido, lo cual era una noticia lamentable. Por último, le dijeron que él era el sospechoso de haberlo robado, lo cual era para Álex la peor noticia del mundo. De nada le sirvió repetirles varias veces que era inocente y sus sospechas infundadas: iban a por él.

—Aquí no valen los faroles, Álex —dijo Rocky—. Volveremos las veces que haga falta. O nos das el dinero, o acabarás muy mal.

Con un amenazante «hasta luego», los tres matones entraron en el coche, dejando a la pareja con el miedo en el cuerpo. El sabueso de Ariza bajó la cabeza por debajo del maletero para no correr la misma suerte que Burgos. Ocultos tras persianas y cortinas, varios vecinos lamentaban el fin de los golpes, que superaban, de largo, la oferta televisiva de aquella madrugada. Habían seguido la escena sin ser vistos y sin ninguna intención de llamar a la policía. Para qué hacerlo… al fin y al cabo, cada uno tiene sus problemas.

—A la mañana siguiente —nos contó el encargado de Zara— llamé a Ariza y le dije que me retiraba del mundo de la investigación. Pasé una noche en vela sin poder borrar de mi cabeza la imagen de ese matón propinándome una paliza. Ariza me ofreció dos semanas de vacaciones para que meditara mi decisión. Él estaba encantado conmigo, lógicamente: no me pagaba nada y era muy obediente. Pero no había nada que reconsiderar. Una semana más tarde empecé a trabajar en Zara y, poco a poco, mi interés por la investigación se fue diluyendo hasta desaparecer. Durante una mudanza perdí el diploma que con tanta ilusión había llevado a enmarcar al salir de la facultad. No me he molestado en tratar de encontrarlo.

—Dime, Burgos —le dije—: ¿Cuántos camareros trabajan en esta cafetería?

Carlos Burgos entendió el juego y no se giró para contarlos. Lo pensó unos segundos y contestó correctamente: había cuatro. Le pedí que los describiera y dio varios rasgos de cada uno, todos ellos muy precisos.

—Juraría que el mundo de la investigación ha dejado escapar un buen elemento —dijo Ramos, sinceramente impresionado por la retentiva de Burgos.

Nos despedimos del encargado de Zara, agradeciéndole el tiempo prestado y deseándole buenas ventas. Se ofreció a ayudarnos en todo lo que creyéramos que podía sernos útil.

—Tú ve leyendo la prensa los próximos días —le dije—. Puedes estar seguro de que verás alguna cara conocida entre los rostros difuminados de dos polis.

—Nos estamos saltando el procedimiento, Prats —me dijo Dani Ramos—. Y lo raro es que lo hacemos porque lo propones tú. Pensaba que el conflictivo era yo.

—Saltarse los procedimientos es algo que aprendí la semana pasada en Río de Janeiro. Allí se pasan cualquier regla por donde te puedes imaginar, y eso acelera las investigaciones.

Inspirándome en mi homólogo carioca Lucas Bastos, presioné a las chicas de la recepción hasta conseguir que se nos permitiera movernos a nuestras anchas por todas las instalaciones del balneario. Nos dieron dos acreditaciones con cinta que nos identificaban como «visitadores». Nos pidieron que las lleváramos en un lugar visible. Yo me la colgué del cuello; Ramos, haciendo caso omiso, enrolló la cinta en la acreditación y se la guardó en el bolsillo trasero de su pantalón.

Aquel balneario tenía una historia de más de ciento cincuenta años que había quedado reducida a la fachada original, una buena muestra del mejor modernismo catalán, alrededor de la cual se levantaba una muestra de la peor arquitectura «galáctica», aquella que llevan a cabo arquitectos que se creen genios cuando no son más que unos pijos mediocres cuyos egos hinchados están deformando vilmente mi ciudad.

—Es como si le hubiera caído encima la nave de
Star Treck
—le dije a Ramos cuando, al apearnos del coche, alcé la vista hacia el edificio.

La mayoría de clientes eran talibanes de la salud convencidos de que a base de masajes, verduras y aguas mineromedicinales era posible llegar a los cien años como un chaval. De lo que desde luego andaban bien era de salud económica, porque por un fin de semana allí les levantaban casi quinientos euros por persona. Todos los rincones de la instalación olían a ambientador; a mí me resultaba agradable. Nos adentramos en la instalación sabiendo bien a quién buscábamos, pero sin tener ni idea de por dónde empezar a buscarlo. Si no le pedimos a la recepcionista que nos localizara al pajarito era para no darle ni un segundo de ventaja. Queríamos sorprenderle. Mirábamos directamente a los ojos a todo el que se cruzara con nosotros para asegurarnos de si era o no nuestro hombre. La mayoría de clientes iban ataviados con un albornoz blanco y chanclas, el clásico
look
de balneario.

Entramos en el vestuario masculino y nos separamos para buscar al hombre con el que queríamos hablar. La media de edad de la clientela estaba a medio camino entre los cincuenta y la edad de jubilación. Nuestra presencia incomodó al vestuario. Los que se desnudaban dejaron de hacerlo, y los que ya estaban desnudos se taparon el pito con la toalla. Ramos y yo, cumpliendo disciplinadamente con nuestro trabajo, caminamos sin prisa sobre el suelo de losetas antideslizantes fijando la mirada en la cara de todos los clientes. Recorrimos los pasillos que se formaban entre cientos de taquillas numeradas y nos asomamos también a las duchas, donde las cabezas enjabonadas de los usuarios sobresalían por encima de una puerta pequeña.

—Aquí no está.

Salimos del vestuario y fuimos a la sala de jacuzzis. Era mixta. Hombres y mujeres en bañador compartían bañeras burbujeantes, de las que había por lo menos veinte. Ramos y yo nos dividimos las bañeras, donde, de nuevo, miramos a la cara de todos los hombres que allí se relajaban.

—Tampoco está aquí.

Un empleado joven con cuerpo de monitor de pilates nos recriminó que hubiéramos entrado con zapatos en una estancia donde solo se permitía el acceso en chanclas o descalzo. Le ignoramos y salimos de la sala de jacuzzis bajo las miradas interrogativas de los usuarios. No iba a resultar fácil dar con el pájaro.

Registrar la sauna lo hice yo solo; era innecesario que los dos expusiéramos a una tortura a nuestros poros. Ramos me guardó la chaqueta y me adentré en aquel infierno de madera que olía a eucalipto. Aquella sauna era muy grande, tenía capacidad para sesenta personas. El termómetro analógico que colgaba en una de las paredes marcaba los ochenta y cinco grados. Costaba respirar ahí dentro, y aún costaba más pensar que aquellos tipos desnudos, abrillantados por su propio sudor, pagaran por someterse a esa tortura. Caminé por el pasillo flanqueado por dos gradas de tres niveles desde donde, sentados sobre sus toallas, los clientes me observaban con mirada cansada. Respiraban como enfermos. Ninguno era el hombre que andaba buscando. Cuando salí de la sauna, notaba decenas de gotas de sudor deslizándose por mi espalda.

—Aquí tampoco está.

Un socorrista nos quiso prohibir la entrada a la piscina climatizada por no llevar chancletas. Sin mirarle a los ojos, le mostré la placa y se hizo a un lado. Empezaba a gustarme el papel de poli duro. Ramos y yo, cada uno desde un lado, recorrimos los veinte metros de la piscina. Observé a un tipo cuyo perfil físico se ajustaba mucho al de quien estábamos buscando. Nadaba crol a un ritmo bastante tranquilo. Ramos me preguntó con la mirada si era nuestro hombre. Como respuesta, me encogí de hombros. Mi colega y yo caminamos lentamente para mantenernos en todo momento a la misma altura que él. Cada vez que ladeaba la cabeza en busca de aire crecía nuestra seguridad de que ese era nuestro hombre. Cuando alargó la mano para tocar el borde, Ramos y yo le estábamos esperando junto al trampolín.

—¿Tomás Ariza? —pregunté.

El tipo levantó la mirada y no dijo nada. Los detectives corren el riesgo de estar en el punto de mira de ex maridos cazados o empresarios a quienes, a causa de una investigación, se les acabó la farsa. Para tranquilizarle, le mostré la placa.

—Solo serán unas preguntas.

—¿Sobre qué?

—Sobre Río de Janeiro.

Nos emplazó a encontrarnos media hora más tarde en la cafetería del balneario, a lo que me negué rotundamente. Dale a un sabueso cinco minutos para prepararse y se presentará a la cita con todo su arsenal de micros y minicámaras dispuesto a registrar hasta el más mínimo detalle de lo que dices y haces.

—Necesito reponerme del esfuerzo —adujo.

—Yo también —le dije—. Acabo de estar en la sauna. Podemos sentarnos en ese banco y bebernos unos Aquarius.

Una mujer joven de pelo castaño y mirada felina se acercó a nosotros casi como vino al mundo; el biquini amarillo que realzaba su esbelta figura era el «casi». Ramos y yo la reconocimos. La habíamos visto en el ordenador de Molinos. Olivia: la mujer a la que más veces telefoneó Ariza durante su estancia en Río.

—¿Ocurre algo? —le preguntó a Ariza en un tono preocupado.

—Nada, cariño. Sube a la habitación. Tengo que hablar con estos señores. No tardaré mucho en subir.

La chica me miró a los ojos. Incliné ligeramente la cabeza a modo de saludo. Como respuesta a mi gesto, la mirada de la chica se tornó desafiante. Se dio la vuelta y caminó hasta el perchero de pared, donde le esperaba su albornoz. Se calzó las chanclas y, antes de dirigirse hacia la salida, me fulminó con la mirada una vez más.

A pesar de estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, Ariza apenas tenía barriga, sus espaldas eran anchas y cuando se secó con la toalla me fijé en que sus brazos lucían unos bíceps y unos tríceps más que dignos, herencia de muchos años sudando con asiduidad en el gimnasio. Lo de no lucir canas se debía a alguna loción mágica de venta en farmacias. Aquel ex policía devenido detective buscaba la fórmula inexistente de la eterna juventud cuidando su imagen y echándose una amante a la que casi doblaba la edad.

Tras la marcha de Carlos Burgos, Ariza no encontró a ningún otro becario dispuesto a trabajar gratis tantas horas. Manuel Ferrer había jugado fuerte hipotecando su piso. Llevaba pagada una buena cantidad de dinero al detective, al que llamaba cada vez con menor frecuencia, y ya no le valía oír la manida frase «estamos a punto de resolverlo»; lo que quería era que se desenmascarara de una vez al ladrón.

—Siempre me dices que estás a punto de resolverlo —le dijo Ferrer a Ariza en una conversación mantenida en el despacho del sabueso—, pero pasan las semanas y me temo que no tienes ni el más mínimo indicio de quién ha sido.

—Tengo indicios —replicó Ariza—, pero no me pagas para que te facilite indicios; me pagas para saber la verdad.

—¿Y hacia dónde apuntan tus indicios?

Cansado de usar evasivas, Ariza contestó que hacia Solsona. Ferrer, como había previsto Ariza antes de soltar el nombre de Álex de manera deliberada, sonrió. Desde la primera charla con él había quedado claro que nada haría más feliz a Ferrer que oír que el ladrón del boleto era Solsona. Cuando Ariza le confesó que todos los indicios apuntaban a Álex, Ferrer sonrió y soltó un precipitado suspiro de alivio. Si en lugar de señalar a Álex, los indicios a los que hacía mención Ariza hubieran señalado a Amador, Ferrer no hubiera suspirado, sino que habría salido en defensa de su amigo cosiendo a preguntas a Ariza para acabar largándose del despacho con mal cuerpo. Por la noche tardaría en conciliar el sueño y al día siguiente se despertaría preguntándole al espejo del baño si no estaba tirando el dinero pagando a un detective que decía cosas que él no quería oír. Sin embargo, fue oír Solsona en boca de Ariza y, solo unos minutos después, sacaba su chequera para extender un nuevo cheque de doce mil euros al portador para que Ariza pudiera disponer en concepto de una nueva provisión de fondos.

—Solo tenemos que esperar un error —dijo Ariza, guardándose el cheque en el bolsillo de su camisa—. Todos los delincuentes acaban cometiéndolo, y Solsona no será una excepción. Intensificaremos la investigación y, si es necesario, forzaremos que cometa el error.

Ya solo en su despacho, Ariza encendió su ordenador y consultó en su correo si había nuevas fotos de los sabuesos que seguían a los cuatro sospechosos. Había cientos de ellas, pero todas explicaban lo mismo: nada. Álex cada vez salía menos de casa por miedo a que los cobradores amarillos le dieran una paliza. Rocky, Amador y Moisés seguían con su trabajo y sus rutinas habituales. De vez en cuando, al finalizar su trabajo, iban a hacer guardia a la casa de Solsona. A menudo se pasaban muchas horas esperando en balde. La noche que conseguían cazarle parecían dispuestos a cobrarle a puñetazos todas esas horas de espera inútiles. Ariza tenía imágenes de esas palizas en su ordenador. Era todo lo que tenía.

—Al final —nos contó junto a la piscina del balneario— tuve que salir del despacho y bajar a la arena. Desde el principio mantuve que solo dos personas pudieron hacerse con ese boleto: Ferrer o Solsona. Pudiera haberse dado el caso de que Manuel Ferrer hubiera montado todo ese número del detective y de hipotecar la casa como mera maniobra de distracción. De haberse hecho con los doce millones de euros, el dinero que me pagaba en concepto de honorarios era
peccata minuta
. Amador, Rocky y Moisés eran solo unos mentecatos; les habríamos cazado enseguida. Solsona parecía un tipo más listo. Quise encargarme personalmente de su seguimiento.

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