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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (37 page)

El puñetazo de mi colega dejó a Wilson con el cuerpo doblado hacia delante, causando una avería puntual en su aparato respiratorio. Esperé a que dejara de toser y escupir para agarrarle del pelo y tirando con fuerza lo llevé hasta el fondo del local, donde un bidón vacío puesto del revés hacía las veces de improvisada mesa de oficina sobre la cual reposaba un ordenador portátil. Senté a Wilson bruscamente en el taburete que había junto al bidón. Molinos, Ramos y yo nos colocamos a su espalda, lo suficientemente pegados a él para que pudiera sentir nuestras respiraciones en su cogote. Wilson hizo ademán de girarse, pero antes de poder hacerlo le cayó un guantazo de Ramos en la testa.

—La vista al frente —le dijo—. O te mato.

Me avergüenza reconocer que el miedo que le provocábamos a Wilson me hacía sentir una sensación de poder hasta aquel día por mí desconocida. Contradictoriamente, me sentía culpable y muy bien. Participando en el secuestro de Wilson corroboré lo que siempre había pensado: la vida del criminal es mucho más apasionante que la del policía. Y te ahorras las oposiciones.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó Wilson, sollozando y con la mirada al frente para evitar ganarse otro tortazo.

—Solo tu hígado —amenazó Molinos.

Varona había insistido en la necesidad de crear un terrible miedo escénico. El objetivo era aterrar a Wilson, lograr que el miedo lo bloqueara de tal modo que no dudara en darnos lo que íbamos a pedirle a cambio de su libertad. Nos habíamos preguntado varias veces cuál sería la aportación de Varona y su primo Félix en la creación del miedo escénico. El almacén abandonado tenía algo de siniestro, pero era una cualidad del local per se, no podían atribuirse el mérito. Molinos, Ramos y yo nos estábamos entregando en la labor. Pronto íbamos a comprobar que el capitán Varona, tras una trayectoria de entregado y honrado policía, cruzaba la línea que separa a los buenos de los malos dispuesto a llevarse el premio a la mejor interpretación. Siempre sospechamos que tenía madera de actor, pero el papel que construyó a su medida superaba de largo cualquier expectativa.

—Wiiiiiiiiiiiiiilson —oímos.

El secuestrado miró hacia el frente, que era de donde provenía claramente la voz que había mencionado su nombre. De la semioscuridad surgió una figura que ni Wilson ni nosotros podremos olvidar mientras vivamos. Sobre todo, Wilson. Era Minnie Mouse, la encantadora novia del ratón Mickey, con su desdentada sonrisa de oreja a oreja, sus enormes ojos abiertos como platos y el eterno lazo en la cabeza. Siempre aparecía en compañía de su esposo para evitar el equívoco al que su similitud con Mickey podía conducir. América no estará nunca preparada para aceptar que Mickey Mouse de noche es un ratón travestí.

—Wiiiiiiiiiiiiiiiiilson —volvió a decir Varona.

Wilson contemplaba atemorizado la dantesca imagen de una Minnie de metro setenta y cinco, enfundada en un traje de color gris, que se acercaba al bidón empuñando una amenazante barra de hierro con la que señalaba al ecuatoriano. Si era socio del Club Disney, lo primero que iba a hacer Wilson al salir de aquel local —si es que había vida después de aquel local— era tramitar la baja.

Solo el bidón se interponía entre Varona y un tembloroso Wilson Correa, una distancia perfecta para que Minnie Mouse alzara la barra de hierro y le machacara la sien. La ratona le miraba en silencio con su famosa y sempiterna sonrisa, que en aquel contexto resultaba sádica a más no poder. Finalmente fue Wilson quien rompió el silencio, metiéndole mano descaradamente al mundo del cine, porque la frase que soltó Wilson es la que escriben todos los guionistas cuando el argumento les conduce al secuestro de algún personaje:

—¿Qué quieren de mí? Yo no he hecho nada.

Minnie Mouse movió la cabeza:

—Podemos querer de ti lo que queramos —dijo Minnie—, porque sea lo que sea nos lo vas a dar, Wilson. No te queda otro remedio.

Varona forzaba la voz, dotando a Minnie Mouse de un tono muy grave nada acorde con sus dulces rasgos. Con lo que sí iba en concordancia era con la barra de hierro. Minnie Mouse abrió la tapa del ordenador, tecleó con la mano derecha y lo encaró hacia Wilson, que vio su cara reflejada en la pantalla oscura.

—Wilson —le dijo Minnie—, ahora vas a ver la cara de cuatro hombres y te preguntaré si les conoces. Yo sé si los conoces o no; si me mientes, te abriré la cabeza con esta barra.

Minnie Mouse alargó el brazo para apretar una tecla y se hizo la luz en la pantalla: aparecieron las fotografías de Ferrer, Rocky, Amador y Moisés.

—Era mi jefe en el bar —dijo Wilson, muy preocupado por su cabeza—. Y tres clientes con los que tenía una buena relación. El del bigote —Amador— era su amigo. Los cuatro están en la cárcel. Se les acusa de asesinato.

—¿A quién mataron? —preguntó Minnie Mouse—. Te abriré la cabeza si mientes, recuérdalo.

—A un tipo que trabajaba con ellos, un guaperas llamado Álex.

—Me empieza a fastidiar que lo sepas todo, Wilson —dijo Minnie Mouse—. Me apetece abrirte la cabeza, pero soy una señora y cumpliré mi palabra de no abrírtela si sigues diciendo la verdad. No trates de engañarme porque yo lo sé todo. ¿Por qué mataron a Álex?

Esta vez la respuesta se alargó unos segundos más. Wilson empezaba a intuir que el robo del boleto ya no era un secreto que solo conocían Él y él. Minnie Mouse y sus secuaces de las gorras y las gafas de sol, fueran quienes fuesen, también lo sabían. Ante el tiempo que estaba empleando Wilson para armar una respuesta conveniente, Minnie Mouse blandió la barra de hierro.

—¡Les robó un boleto de lotería! —gritó Wilson, que tenía la camisa y el alma empapadas de sudor.

Minnie Mouse miró en silencio a Wilson, cuyos pulmones amenazaban con salírsele de un momento a otro de lo mucho que se le había acelerado la respiración.

—Acabas de mentir, Wilson —dije yo—. Por fin la ratita podrá machacarte el cráneo.

—¡No he mentido! —dijo. Quiso girarse, pero no llegó a hacerlo del todo porque Ramos, de un manotazo en la nuca, le puso de nuevo la vista al frente.

Minnie Mouse cogió la barra de hierro con las dos manos, extendió el brazo y le dio a Wilson dos golpes muy suaves para que este pudiera constatar la dureza de la barra.

—Te voy a matar, mentiroso —dijo Minnie Mouse.

—No he mentido —dijo Wilson, rompiendo a llorar—. Lo leí en los periódicos.

—Los periódicos mienten cada día —dijo Molinos.

—Por favor, no me hagan daño, solo soy un humilde trabajador —sollozó Wilson.

—Un humilde trabajador que vive en hoteles de lujo y folla con cazadoras de millonarios —dijo Minnie Mouse—. ¿Qué pieza no encaja en el puzle, ecuatoriano mamón?

Tras la pregunta, Minnie Mouse golpeó con la barra el hombro de Wilson. Un golpe duro, pero limpio. Varona, en sus inicios, había torturado a muchos detenidos y sabía medir perfectamente la fuerza con la que podía dar un golpe para hacer daño pero sin llegar a romper ningún hueso. La reacción de Wilson, sin embargo, fue llevarse la mano al hombro y gritar como si le hubiera partido el hombro en tres partes. Un hombre atemorizado tiende a exagerar. Ramos apoyó con fuerza dos dedos en la cabeza de Wilson.

—¿Queréis que le dispare? —preguntó.

—Mátalo —dije, metido en mi cómodo papel de actor secundario. Aquella situación estaba sacando lo peor de mí. Me divertía.

—Dispara a este embustero —pedía Minnie Mouse.

—¡No, por favor! —sollozaba Wilson.

—¡Un momento! —gritó Félix.

El quinto miembro de la improvisada banda de secuestradores entró en escena por donde solo unos minutos antes lo había hecho su primo. Su disfraz no le iba a la zaga al de Varona: iba vestido de cura, con sotana, alzacuello y un rosario en las manos. Varona había tomado prestadas dos máscaras del cuarto de su hija mayor: él eligió la de Minnie; a Félix no le quedó otra que ponerse la de Pluto, la mascota naranja de Mickey Mouse. Varona y su primo Félix se estaban destapando como directores teatrales. El mundo de la escena necesita más montajes como aquel en lugar de tanto monologuista mediático contándonos por enésima vez sus falsas experiencias en la mili o como padre primerizo.

El Padre Pluto se acercó hasta la mesa. Dani Ramos apartó el «revólver» de la cabeza de Wilson, que contemplaba tembloroso cómo el Padre Pluto se sumaba al dantesco infierno en el que se había convertido su vida desde que cayó en nuestra trampa. Minnie Mouse se arrodilló para recibir al Padre Pluto. Este le ofreció la mano para que pudiera besarla.

—Vengo a salvar a Wilson —dijo el Padre Pluto.

—Vamos a volarle la cabeza por mentiroso, Padre —dijo la pizpireta Minnie, poniéndose de pie.

—Todos merecemos una segunda oportunidad —abogó el Padre Pluto—. Dejad que me diga la verdad a mí.

El Padre Pluto se puso frente a Wilson. Se enrolló el rosario en la muñeca de la mano derecha, la misma que usó para extraer un revólver del bolsillo de la sotana. Apuntó a Wilson a la cara con el revólver de juguete. No hacía falta ser poli para darse cuenta de que era una pistola de agua. Que Wilson no reparara en ello significaba que habíamos conseguido bloquearle. Sobradamente. El ecuatoriano giró la cara hacia un lado y cerró fuertemente los ojos.

El primo Félix era la pieza clave del plan. Sin duda, el que más horas había trabajado de todos nosotros. Había creado una empresa fantasma con varias cuentas abiertas en tres bancos de Zúrich. Todo lo que necesitábamos para poner fin a la función era que Wilson accediera a realizar una transferencia, operación que, gracias a los tiempos modernos, podíamos realizar desde un ordenador con wifi conectado a la red inalámbrica de unas oficinas situadas en la nave vecina a la que nosotros le estábamos creando trastornos psíquicos irreversibles a Wilson Correa. Si llegara el día en que los de la policía tecnológica investigaran desde qué ordenador se había gestionado la transferencia, el rastro les llevaría hasta la empresa de cuya red estábamos alimentando al portátil. Hasta ese detalle habíamos calculado.

—¿Crees en la salvación, Wilson? —preguntó el Padre Pluto.

—Déjenme, por favor, yo no he hecho nada —dijo. No se atrevía a abrir los ojos.

—Sí que lo has hecho, Wilson: robaste. Eso es pecado en Quito, en Barcelona y en el País de Nunca Jamás. Robaste mucho dinero y desencadenaste un ciclón de maldad. Por culpa de tu robo, mataron a Álex Solsona. Por culpa de tu robo, cuatro hombres están en la cárcel. Por culpa de tu robo, hay dos novias viudas y varias familias destrozadas. Por culpa de tu robo, metieron en la cárcel a un hombre inocente en Brasil. Por culpa de tu robo, cerraron el bar donde trabajaste, que era un negocio familiar. Por culpa de tu robo, has destrozado la vida de tu novia de siempre, y de su madre, y de su abuela. Por culpa de tu robo, te has convertido en un monstruo que va por el mundo con su Visa Oro, derrochando el dinero sin miramiento alguno, compartiendo champán frío con mujeres de corazón helado. ¿Te creías preparado para dar el atraco perfecto? Pues ya lo ves: tus mejores días acaban aquí, y tu cadáver se pudrirá en este almacén si no te prestas a colaborar.

—Mátelo, Padre —suplicaba Minnie Mouse—. Péguele un tiro entre las cejas.

—Wilson merece una segunda oportunidad —dijo el Padre Pluto—. ¿Quieres hacer uso de ella, Wilson?

—Quiero salir de aquí —sollozaba Wilson, cuyas lágrimas se escapaban por debajo de sus párpados cerrados.

—Puedes conseguirlo —le dijo el padre, dándole la primera esperanza—. Solo tendrás que aceptar mis condiciones.

Wilson abrió los ojos y miró al Padre Pluto.

—¿Qué, qué… qué tengo que hacer?

El Padre Pluto inclinó la cabeza, levantó las palmas de las manos y dijo:

—Una simple transferencia.

—¿Solo quieren dinero?

Wilson vio por fin la luz. Si el problema era el dinero, el problema no era tal. Los últimos meses de su vida el dinero le había conseguido tanto como había deseado, haciéndole olvidar casi por completo el sabor de la resignación. Cuando quería una suite, una americana o una mujer rubia sacaba la Visa Oro y la vida se lo daba. Mientras hay Visa hay esperanza, ese era el lema de Wilson. Supo que el dinero iba a salvarle. Probablemente nos lo hubiera dado todo a condición de que abriéramos la puerta del almacén y le dejáramos marchar, pero nuestro plan era otro.

El Padre Pluto se puso manos a la obra. Consiguió acceder sin mayores problemas a la red de la empresa vecina y se conectó a internet. Fue a la página web del banco catalán en el que Wilson tenía su única cuenta. Le pidió a Wilson la contraseña para acceder a su cuenta, que era todo cuanto necesitaba de él. Aquel
password
de cuatro números solo estaba en la mente de Wilson, que se lo facilitó ipso facto, sin titubear ni un segundo. Sabía que su única esperanza pasaba por colaborar. El Padre Pluto silbó al comprobar los saneados números de Wilson. Dentro de la máscara, el primo de Varona estaba sudando a borbotones.

—Te ha llegado el recibo de un restaurante alemán —le dijo a Wilson. Luego volvió a silbar para mostrar su impresión—: Caray, Wilson, setecientos euros… ¿Qué vino pediste? En fin, no te preocupes: lo puedes cubrir.

Minnie Mouse se acercó y miró la pantalla por encima del hombro del Padre Pluto. Sintió curiosidad por ver cómo era una cuenta de estrella de cine. El Padre Pluto sacó del bolsillo de su hábito varios papeles que fue desdoblando. Había sobornado a un contacto del banco catalán para que les facilitara todos los códigos de la cuenta de Wilson que el sistema pudiera pedir para seguir operando.

Recibí un sms. Era de Silvia, lo supe más tarde. En esos momentos, hubiera quedado muy mal consultar la bandeja de entrada.

—No te equivoques con los números de la cuenta, Fernando —le dijo Varona a su primo Félix. Si algún día Wilson se decidía a contarle a la policía lo que le pasó ese viernes, diría un nombre que no correspondía a ninguno de los allí presentes.

El primo seguía tecleando. Miraba el monitor, miraba el número de las cuentas en Suiza, miraba los códigos comprados al banco catalán. En la mesa, olvidado junto al monitor, yacía el revólver de juguete. Wilson había reparado en él, pero no se atrevió a intentar nada. Y bien que hizo. Si llega a dispararnos con la pistola de agua, en caso de que consiguiéramos sobrevivir al ataque de risa, lo cosíamos a hostias.

—Déjenme al menos dinero para volver a Ecuador —se atrevió a rogar Wilson.

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