Seis problemas para don Isidro Parodi (2 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Humor, Policíaco

Palabra liminar

Good! It shall be! Revealment of myself!

But listen, for we must co-operate; I don’t drink tea: permit me the cigar!

R
OBERT
B
ROWNING

¡Fatal e interesante idiosincrasia del
homme de lettres
! El Buenos Aires literario no habrá olvidado, y me atrevo a sugerir que no olvidará, mi franca decisión de no conceder un prólogo más a los reclamos, tan legítimos desde luego, de la irrecusable amistad o de la meritoria valía. Reconozcamos, sin embargo, que este socrático «Bicho Feo»
[1]
es irresistible. ¡Diablo de hombre! Con una carcajada que me desarma, admite la rotunda validez de mis argumentos; con una carcajada contagiosa, reitera, persuasivo y tenaz, que su libro y nuestra vieja camaradería exigen mi prólogo. Toda protesta es vana.
De guerre lasse
, me resigno a encarar mi certera Remington, cómplice y muda confidente de tantas escapadas por el azul…

Los modernos apremios de la banca, de la bolsa y del
turf
, no han sido óbice para que yo pagara tributo, arrellanado en las butacas del
pullman
o cliente escéptico de baños de fango en casinos más o menos termales, a los escalofríos y truculencias del
roman policier
. Me arriesgo, sin embargo, a confesar que no soy un esclavo de la moda: noche tras noche, en la soledad central de mi dormitorio, postergo al ingenioso Sherlock Holmes y me engolfo en las aventuras inmarcesibles del vagabundo Ulises, hijo de Laertes, de la simiente de Zeus… Pero el cultor de la severa epopeya mediterránea liba en todo jardín: tonificado por M. Lecoq, he removido polvorientos legajos; he aguzado el oído, en inmensos hoteles imaginarios, para captar los sigilosos pasos del
gentleman-cambrioleur
; en el horror del páramo de Dartmoor, bajo la neblina británica, el gran mastín fosforescente me ha devorado. Fuera de pésimo gusto insistir. El lector conoce mis credenciales: yo también he estado en Beocia…

Antes de abordar el fecundo análisis de las grandes directivas de este
recueil
, pido la venia del lector para congratularme de que por fin, en el abigarrado Musée Grevin de las bellas letras… criminológicas, haga su aparición un héroe argentino, en escenarios netamente argentinos. ¡Insólito placer el de paladear, entre dos bocanadas aromáticas y a la vera de un irrefragable coñac del Primer Imperio, un libro policial que no obedece a las torvas consignas de un mercado anglosajón, extranjero, y que no hesito en parangonar con las mejores firmas que recomienda a los buenos
amateurs
londinenses el incorruptible Crime Club! También subrayaré por lo bajo mi satisfacción de porteño, al constatar que nuestro folletinista, aunque provinciano, se ha mostrado insensible a los reclamos de un localismo estrecho y ha sabido elegir para sus típicas aguafuertes el marco natural: Buenos Aires. Tampoco dejaré de aplaudir el coraje, el buen gusto, de que hace gala nuestro popular «Bicho Feo»
[2]
al dar la espalda a la crapulosa y turbia figura del «panzón» rosarino. Empero, en esta paleta metropolitana faltan dos notas, que me atrevo a solicitar de libros futuros: nuestra sedosa y femenina calle Florida, en supremo desfile ante los ávidos ojos de los escaparates; la melancólica barriada boquense, que dormita junto a los
docks
, cuando el último cafetín de la noche ha cerrado sus párpados de metal, y un acordeón, invicto en la sombra, saluda a las constelaciones ya pálidas…

Encuadremos ahora la característica más saliente y a la vez más profunda del autor de
Seis problemas para don Isidro Parodi
. He aludido, no lo dudéis, a la concisión, al arte de
brûler les étapes
. H. Bustos Domecq es, a toda hora, un atento servidor de su público. En sus cuentos no hay planos que olvidar ni horarios que confundir. Nos ahorra todo tropezón intermedio. Nuevo retoño de la tradición de Edgar Poe, el patético, del principesco M. P. Shiel y de la baronesa Orczy, se atiene a los momentos capitales de sus problemas: el planteo enigmático y la solución iluminadora. Meros títeres de la curiosidad, cuando no presionados por la policía, los personajes acuden en pintoresco tropel a la celda 273, ya proverbial. En la primer consulta exponen el misterio que los abruma; en la segunda, oyen la solución que pasma por igual a niños y ancianos. El autor, mediante un artificio no menos condensado que artístico, simplifica la prismática realidad y agolpa todos los laureles del caso en la única frente de Parodi. El lector menos avisado sonríe: adivina la omisión oportuna de algún tedioso interrogatorio y la omisión involuntaria de más de un atisbo genial, expedido por un caballero sobre cuyas señas particulares resultaría indelicado insistir…

Examinemos ponderadamente el volumen. Seis relatos lo integran. No ocultaré, por cierto, mi
penchant
por “La víctima de Tadeo Limardo”, pieza de corte eslavo, que une al escalofrío de la trama el estudio sincero de más de una psicología dostoievskiana, morbosa, todo ello, sin desechar los atractivos de la revelación de un mundo
sui generis
, al margen de nuestro barniz europeo y de nuestro refinado egoísmo. También recuerdo sin desapego “La prolongada busca de Tai An”, que renueva a su modo el problema clásico del objeto escondido. Poe inicia la marcha en
The purloined letter
; Lynn Brock ensaya una variación parisina en
The two of diamonds
, obra de gallardos contornos, afeada por un perro embalsamado; Carter Dickson, menos feliz, recurre al radiador de la calefacción… Fuera a todas luces injusto dejar en el tintero “Las previsiones de Sangiácomo”, enigma cuya solución impecable confundirá,
parole de gentilhomme
, al más entonado de los lectores.

Una de las tareas que ponen a prueba la garra del escritor de fuste es, a no dudarlo, la diestra y elegante diferenciación de los personajes. El ingenuo titiritero napolitano que ilusionara los domingos de nuestra niñez resolvía el dilema con un expediente casero: dotaba de una giba a Polichinela, de un almidonado cuello a Pierrot, de la sonrisa más traviesa del mundo a Colombina, de un traje de arlequín… a Arlequín. H. Bustos Domecq maniobra,
mutatis mutandis
, de modo análogo. Recurre, en suma, a los gruesos trazos del caricaturista, si bien, bajo esta pluma regocijada, las inevitables deformaciones que de suyo comporta el género rozan apenas el físico de los fantoches y se obstinan, con feliz encarnizamiento, en los modos de hablar. A trueque de algún abuso de la buena sal de cocina criolla, el panorama que nos brinda el incontenible satírico es toda una galería de nuestro tiempo, donde no faltan la gran dama católica, de poderosa sensibilidad; el periodista de lápiz afilado, que despacha, quizás con menos ponderación que soltura, los más diversos menesteres; el tarambana decididamente simpático, de familia pudiente, calavera con dejos de noctámbulo, reconocible por el brillante cráneo engominado y los inevitables petizos de polo; el chino cortesano y melifluo de la vieja convención literaria, en quien veo, más que un hombre viviente, un
pasticcio
de orden retórico; el caballero de arte y de pasión atento por igual a las fiestas del espíritu y de la carne, a los estudiosos infolios de la biblioteca del Jockey Club y a la concurrencia pedana del mismo establecimiento… Rasgo que augura el más sombrío de los diagnósticos sociológicos: en este fresco, de lo que no vacilo en llamar la
Argentina contemporánea
, falta la silueta ecuestre del gaucho y en su lugar campea el judío, el israelita, para denunciar el fenómeno en toda su repugnante crudeza… La gallarda figura de nuestro «compadre orillero» acusa análoga
capitis diminutio
: el vigoroso mestizo que impusiera otrora la lubricidad de sus «cortes y medias lunas» en la inolvidable pista de Hansen, donde la daga sólo se refrenaba ante nuestro
upper cut
, hoy se llama Tulio Savastano y dilapida sus dotes nada vulgares en el más insustancial de los comadreos… De esta enervante laxitud apenas logra redimirnos, tal vez, el Pardo Salivazo, enérgica viñeta lateral que es una prueba más de los quilates estilísticos de H. Bustos.

Pero no todas han de ser flores. El ático censor que hay en mí condena sin apelación el fatigante derroche de pinceladas coloridas pero episódicas: vegetación viciosa que recarga y escamotea las severas líneas del Parthenón…

El bisturí que hace las veces de pluma en la mano de nuestro satírico prestamente depone todos sus filos cuando trabaja en carne viva de don Isidro Parodi. Burla burlando, el autor nos presenta el más impagable de los
criollos viejos
, retrato que ya ocupa su sitial junto a los no menos famosos que nos legaran Del Campo, Hernández y otros supremos sacerdotes de nuestra guitarra folklórica, entre los que sobresale el autor de
Martín Fierro
.

En la movida crónica de la investigación policial, cabe a don Isidro el honor de ser el primer detective encarcelado. El crítico de olfato reconocido puede subrayar, sin embargo, más de una sugerente aproximación. Sin evadirse de su gabinete nocturno del Faubourg St. Germain, el caballero Augusto Dupin captura el inquietante simio que motivara las tragedias de la rue Morgue; el príncipe Zaleski, desde el retiro del remoto palacio donde suntuosamente se confunden la gema con la caja de música, las ánforas con el sarcófago, el ídolo con el toro alado, resuelve los enigmas de Londres; Max Carrados,
not least
, lleva consigo por doquier la portátil cárcel de la ceguera… Tales pesquisidores estáticos, tales curiosos
voyageurs autour de la chambre
, presagian, siquiera parcialmente, a nuestro Parodi: figura acaso inevitable en el curso de las letras policiales, pero cuya revelación, cuya
trouvaille
, es una proeza argentina, realizada, conviene proclamarlo, bajo la presidencia del doctor Castillo. La inmovilidad de Parodi es todo un símbolo intelectual y representa el más rotundo de los mentís a la vana y febril agitación norteamericana, que algún espíritu implacable pero certero comparará, tal vez, con la célebre ardilla de la fábula…

Pero creo advertir una velada impaciencia en el rostro de mi lector. Hoy por hoy, los prestigios de la aventura priman sobre el pensativo coloquio. Suena la hora del adiós. Hasta aquí, hemos marchado de la mano; ahora estás solo, frente al libro.

G
ERVASIO
M
ONTENEGRO
De la Academia Argentina de Letras
Buenos Aires, 20 de noviembre de 1942.

Las doce figuras del mundo

A la memoria de José S. Álvarez

I

El Capricornio, el Acuario, los Peces, el Carnero, el Toro, pensaba Aquiles Molinari, dormido. Después, tuvo un momento de incertidumbre. Vio la Balanza, el Escorpión.

Comprendió que se había equivocado; se despertó temblando.

El sol le había calentado la cara. En la mesa de luz, encima del Almanaque Bristol y de algunos números de
La Fija
, el reloj despertador
Tic Tac
marcaba las diez menos veinte. Siempre repitiendo los signos, Molinari se levantó. Miró por la ventana. En la esquina estaba el desconocido.

Sonrió astutamente. Se fue a los fondos; volvió con la máquina de afeitar, la brocha, los restos del jabón amarillo y una taza de agua hirviendo. Abrió de par en par la ventana, con enfática serenidad miró al desconocido y lentamente se afeitó, silbando el tango
Naipe Marcado
.

Diez minutos después estaba en la calle, con el traje marrón cuyas últimas dos mensualidades aún las debía a las Grandes Sastrerías Inglesas Rabuffi. Fue hasta la esquina; el desconocido bruscamente se interesó en un extracto de la lotería. Molinari, habituado ya a esos monótonos disimulos, se dirigió a la esquina de Humberto I. El ómnibus llegó enseguida; Molinari subió. Para facilitar el trabajo a su perseguidor, ocupó uno de los asientos de adelante. A las dos o tres cuadras se dio vuelta; el desconocido, fácilmente reconocible por sus anteojos negros, leía el diario. Antes de llegar al Centro, el ómnibus estaba completo; Molinari hubiera podido bajar sin que el desconocido lo notara, pero su plan era mejor. Siguió hasta la Cervecería Palermo.

Después, sin darse vuelta, dobló hacia el Norte, siguió el paredón de la Penitenciaría, entró en los jardines; creía proceder con tranquilidad, pero, antes de llegar al puesto de guardia, arrojó un cigarrillo que había encendido poco antes. Tuvo un diálogo nada memorable con un empleado en mangas de camisa. Un guardiacárceles lo acompañó hasta la celda 273.

Hace catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de Belgrano disfrazado de cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien. Nadie ignoraba que la botella de Bilz que lo derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de la barra de Pata Santa. Pero como Pata Santa era un precioso elemento electoral, la policía resolvió que el culpable era Isidro Parodi, de quien algunos afirmaban que era ácrata, queriendo decir que era espiritista. En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le debía de un año. Esa conjunción de circunstancias adversas selló la suerte de Parodi: las declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata Santa) fueron unánimes: el juez lo condenó a veintiún años de reclusión. La vida sedentaria había influido en el homicida de 1919: hoy era un hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza afeitada y ojos singularmente sabios. Esos ojos, ahora, miraban al joven Molinari.

—¿Qué se le ofrece, amigo?

Su voz no era excesivamente cordial, pero Molinari sabía que las visitas no le desagradaban. Además, la posible reacción de Parodi le importaba menos que la necesidad de encontrar un confidente y un consejero. Lento y eficaz, el viejo Parodi cebaba un mate en un jarrito celeste. Se lo ofreció a Molinari. Éste, aunque muy impaciente por explicar la aventura irrevocable que había trastornado su vida, sabía que era inútil querer apresurar a Isidro Parodi; con una tranquilidad que lo asombró, inició un diálogo trivial sobre las carreras, que son pura trampa y nadie sabe quién va a ganar.

Don Isidro no le hizo caso; volvió a su rencor predilecto: se despachó contra los italianos, que se habían metido en todas partes, no respetando tan siquiera la Penitenciaría Nacional.

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