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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (21 page)

—En su casa, Malena, estaba su chica ecuatoriana. ¿Quedaba vacía la de los Salvia?

—Sí, pero tienen alarma.

—¿La conectan siempre al salir?

—No lo sé, pero puedo preguntárselo.

—Ya lo haré yo —afirmó el subinspector con firmeza, nada dispuesto a que Malena continuara invadiendo terreno.

—Ahora encontrará a su asistenta.

—Voy para allá.

—Yo inspeccionaré el cuarto de Lali, quizá ha dejado algún indicio —dije yo.

Nos pusimos en movimiento. Advertí que Malena tuvo el impulso de seguirme, pero una vez iniciado, lo atajó. Dudé si dejarla venir conmigo, aunque era demasiado. Por mucho que fuera capaz de ayudarme con sus comentarios, no podía estar presente en un registro. Noté su frustración al despedirla. Debía de aburrirse mucho semana tras semana y mes tras mes en aquella urbanización. Viéndola retirarse con su pinta de
teenager
sentí, como de costumbre, una corriente de simpatía hacia ella. Me habría gustado tenerla como subinspectora o como amiga personal, pero tanto una cosa como la otra resultaban inviables. Pensé que, si en algún momento de mi vida, no sabía exactamente cuál, las cosas hubieran sido distintas, podría haberme parecido mucho a ella.

La puerta de «Las Margaritas» estaba abierta. Otro dato a favor de que la filipina se había largado para no volver. En su habitación, la cama se encontraba deshecha, el armario de par en par, aún con faldas y chaquetas colgadas. Había seleccionado sólo lo necesario para una retirada de urgencia. Su mesa, un pequeño escritorio, estaba llena de cartas, revistas, papeles. Faltaba su documentación. Me senté para revisarlo todo cuidadosamente.

Los papeles eran dispares y carecían de interés: noticias de moda recortadas, fotografías de cantantes, resguardos de la tintorería, listas de compra. Las cartas venían de Filipinas y estaban escritas en tagalo e inglés. Probablemente eran de amigos y familiares, me pregunté por la conveniencia de traducirlas. Lo descarté. De pronto vi un sobre que no tenía dirección alguna. En el remite se veía un simple corazón dibujado de manera esquemática y torpe. Un montón de ideas me vino a la mente sin el tiempo necesario para seleccionarlas. ¿Espinet se acostaba con Lali? No, aquello no era la España de posguerra con el señorito beneficiándose a la criada, sino la España democrática del diseño y los negocios. En cuanto abrí el sobre comprendí que Juan Luis Espinet nunca habría escrito una horterada semejante. Para empezar, la caligrafía era inculta y tosca. La carta contenía faltas de ortografía e imprecisiones de construcción sintáctica. Todo eso, sin embargo, podría haberlo afectado Juan Luis Espinet para guardar el anonimato. Ya le habría resultado más difícil recrear el infecto estilo de la misiva y su contenido amoroso.

Lali, mi amor:

Cuento los minutos que me faltan para verte y no me puedo aguantar porque tengo el corazón lleno de amor. Son como flechas que se me clavan en el alma. Te veo y no puedo hablarte y la vida me parece una condena. Espero el día de tenerte entre mis brazos y musitarte palabras de amor. Te llevo dentro clavada como espina que no me puedo arrancar. Tú y yo somos dos, pero somos uno en realidad y nadie nos podrá separar nunca. Te quiero con todo el cariño del mundo.

Tu amor único y verdadero.

Supongo que a alguien aquello podría haberle parecido incluso entrañable, una comunicación desesperada de un amante sincero y sencillo que no sabe expresarse mejor. A mí me pareció una repugnante bazofia cocinada con refritos de boleros y lemas de postales kitsch. Aportaba, sin embargo, varios datos interesantes sobre su autor. Primero: ya que el amante doliente veía a su amada pero no podía hablarle, había que deducir que era alguien de su entorno habitual que no podía dirigirse a ella por prudencia y disimulo. Si se trataba de alguien de «El Paradís», no sería difícil dar con él. El nivel en el que Lali se movía era un reino eminentemente femenino. Quedaba una muestra variada pero abarcable de caballeros: jardineros, personal de mantenimiento, guardias de seguridad... No debíamos descartar repartidores de supermercado o incluso vendedores de tiendas a las que Lali acudiera. Quizá se trataba de alguien a quien Lali veía los días festivos. Esa posibilidad abría peligrosamente el campo de cara a una localización.

Segundo: aquella carta indicaba que su autor era un hombre de una cierta edad. Todas aquellas frases de literatura amorosa no eran sino retazos de canciones considerablemente pasadas de moda, boleros de Machín, baladas de Nat King Cole. La Sociedad de Autores no tendría nada que reclamar, los responsables de aquellas letras estaban bajo tierra desde hacía mucho tiempo. A ningún hombre menor de cuarenta años se le habría ocurrido escribir una cosa así.

De repente, el hallazgo de aquella nota se me antojó crucial. Como había dicho la intuitiva Malena, era muy probable que Lali huyera para reunirse con alguien. Que ese alguien fuera el asesino de Espinet constituía una afirmación aventurada, pero que no se podía descartar. ¿Había llegado el momento, íbamos al fin tras algo tangible? ¿Sería aquella alma atormentada de corazón espinoso un simple gilipollas enamorado con ganas de sentirse Gustavo Adolfo Bécquer? Si aquel novio fantasma era cómplice en un crimen, me inclinaba por la posibilidad del chantaje. La dulce y llorona Lali había pescado a su señorito en un renuncio adúltero y se lo había comentado a su enamorado el fusilador de boleros. Éste, tan apto para hacer
collages
de baladas como para oler el dinero fácil, había visto un filón en el tema.

Sí, aquella composición de lugar tenía cuerpo y coherencia. Existían dos piezas clave en dos rompecabezas amorosos distintos: la amante oculta de Espinet y el amante sin nombre de Lali, un presunto instigador, quizá ejecutor, quizá culpable. Garzón y yo íbamos a estar muy ocupados desbrozando el pequeño bosque que aquella epístola cursi nos ponía delante.

El subinspector no se mostró en desacuerdo con mi hipótesis después de haber leído la carta. A él también le encajaba. Espinet se había retrasado en el pago del chantaje, o se había negado a continuar pagando. Discutió con el reventador de baladas y éste lo mató.

—¿Por qué lo llevó hasta la piscina? —preguntó aún remiso a darme al ciento por ciento la razón.

—Por lo que siempre hemos barajado. No tiene pistola, y tampoco se trata de un asesino despiadado y cruel, de modo que lo lleva hasta allí, le propina un golpe y sabe que morirá ahogado. Un trabajo limpio.

La efervescencia de nuestras neuronas se notaba en el aire provocando un petardeo de fuego fatuo. Conocía ese momento en el que el deseo de avanzar espolea la mente hasta la ansiedad.

—Calma y tino, Garzón, lo conseguiremos.

—Lo sé. Ya empiezo a tocar algo con las manos.

—Primero, comprender, después, tocar.

—¿Por dónde empezamos?

—Interrogatorios a todas las chicas de servicio de la urbanización, en especial a las filipinas. A alguien le confesaría Lali que estaba enamorada y quizá también de quién. Le preguntaré a Malena si sabe qué itinerarios exteriores hacía Lali para comprar o ir al tinte. Nos hará ganar tiempo.

—Se ha hecho muy amiga de Malena, ¿verdad?

—¿Piensa que la hago intervenir demasiado en el caso?

—Es posible.

—En realidad es la única que habla en este paraíso de mudos.

Algunas de aquellas chicas filipinas a duras penas entendían la lengua. Me pregunté cómo demonios se las apañaban en el país. Aunque realmente parecían dedicarse exclusivamente a su trabajo y no relacionarse con nadie que no fuera de su nacionalidad. Encontramos a una que se desenvolvía bastante bien en español. Nos ayudó con las demás. Supimos que sólo iban a Barcelona los domingos, durante su día libre semanal. Las labores de la intérprete no sirvieron para averiguar mucho más. Topamos con un hermetismo absoluto. Según sus compañeras, Lali carecía de vida personal y la poca que pudiera tener la guardaba para sí misma. Podía ser cierto, pero de las miradas impenetrables de aquellos ojos oblicuos parecía desprenderse una clara resolución: no hablaré.

Nuestra justicia y sentido del deber para con la policía y la sociedad les eran ajenos. Era obvio que buscaban la protección en su cohesión como grupo. No sacaríamos nada de ellas, lo comprendí en seguida, pero había que llegar hasta el final. Durante un día entero estuvimos lanzando preguntas contra aquellas islas cerradas hasta que no quedó nadie sin pasar por nuestra inútil criba.

El segundo día lo dedicamos a las empleadas hispanoamericanas. Con ellas la situación se presentaba justo al revés: hablaban y hablaban pero no sabían nada. Después de seis horas nos hallábamos inmersos en un mar de rumores, de conjeturas, de sospechas. Todos apuntaban, sin embargo, en la misma dirección: Lali tenía un novio con el que se veía una vez a la semana en Barcelona. Nada más. Tampoco en los establecimientos que nos apuntó Malena como habituales de las chicas había nada ni nadie sospechoso de ser el amante de Lali.

Volvimos a comisaría con la impresión de haber perdido el tiempo. Las alertas desplegadas en el aeropuerto tampoco habían dado resultados. Era confiar demasiado en la suerte. La chica y su misterioso acompañante podían haberse escondido en Barcelona, en cualquier otra ciudad de España.

Me quedé sentada en mi despacho, cansada, con la sensación de que nunca saldríamos de aquel
impasse.
Empecé a redactar el informe de los interrogatorios debatiéndome contra el mal humor. ¿Qué era lo que estaba ante nuestros ojos y no sabíamos ver? La conjetura sobre la que trabajábamos no acababa de convencerme del todo. Lali se compincha con un novio poco escrupuloso moralmente y ambos se deciden a chantajear a Espinet con alguno de sus ligues. El novio se presenta en la urbanización, discute con el abogado y lo mata. Bien, pero en ese caso, ¿por qué escogió el día de la fiesta para hacerlo?, ¿justamente para aprovechar la confusión?

¡Dios Santo!, habíamos tenido a Lali un montón de días a nuestra disposición sin sospechar mínimamente de ella. Ése era otro punto sin aclarar, ¿por qué se había largado cuando lo hizo y no al principio, tras el asesinato de Espinet? ¿Qué la hizo sentirse amenazada?

El ordenador seguía hambriento de los estúpidos datos de mi informe. Procuré centrarme en lo que me ocupaba, pero al cabo de un rato se presentó el comisario Coronas dispuesto a abroncarme una vez más. Por muy extraño que parezca, el motivo del rapapolvo no era la falta de progresos en el caso ni el hecho de haber dejado escapar a una sospechosa que había estado a nuestro alcance, sino la inasistencia durante dos días seguidos a las reuniones de seguridad del papa. Protesté, le conté las dificultades por las que estábamos pasando en la investigación, pero el comisario fue inflexible y concreto:

—Petra, la policía de Barcelona se juega su prestigio en esta visita papal. Todos los medios de comunicación estarán pendientes de nosotros y de los errores que podamos cometer. ¿Cuántos periodistas están haciendo seguimiento del caso Espinet?

—Desde que el juez decretó el silencio, ninguno, señor.

—Entonces valore usted misma el orden de prioridades. No se lo volveré a repetir, a la próxima falta de asistencia la expedientaré.

Dicho esto, salió dejando tras de sí una vaporosa estela de autoritarismo.

Con el ánimo hecho trizas, la bronca de Coronas no era la bronca adecuada, abandoné mi despacho. El mundo caminaba hacia lo absurdo, y la policía no tenía por qué ser una excepción. Fui en busca de monseñor Di Marteri. Para completar mi humillación ya sólo me faltaba ponerme a los pies de la Iglesia.

Lo encontré en el despacho contiguo al de Coronas (siempre junto al poder), que le habían prestado mientras duraba su estancia entre nosotros.

—¿Da usted su permiso?

Me miró francamente sorprendido de verme aparecer en son de paz. Cuando le conté lo que pretendía de él disimuló casi a la perfección sus reacciones faciales de triunfo. Ni siquiera afloró una sonrisa de venganza a sus labios cuando rematé humildemente con un «se lo pido por favor».

Quedó un instante callado, sopesando el alcance de mi petición, se quitó las gafas para poder rascarse los ojos con gesto de gravedad y luego dijo por fin:

—Es justo que la Iglesia ayude a la policía, que tanto nos está ayudando.

—Lo importante es que no haya más muertos.

—Me hago cargo. Una cosa le quiero advertir; si tengo que obrar como mediador, necesitamos un sitio neutral. La comisaría puede ejercer un efecto negativo sobre esas familias.

—Pensaré en algún buen sitio. Y... monseñor, se lo agradezco de verdad.

—Un hombre de Dios no puede aceptar agradecimiento, siempre actúa sobre la base de una obligación moral.

Actuar siempre sobre la base de una obligación moral debía de ser horroroso, un sistema que no da posibilidades a la amistad. Mucho mejor para mí.

Me acerqué a ver al subinspector. Sería preferible que él buscara el sitio ideal para la mediación. Suyo era el caso de los gitanos. Se puso muy contento al saber que el prelado nos echaría una mano celestial. No le comenté nada del exabrupto de Coronas.

—¿Nos concedemos un respiro, inspectora? Estoy harto de trabajar.

—¿Qué quiere hacer?

—Una simple cerveza en La Jarra de Oro.

—No hay cerveza simple, amigo mío. Vamos allá. Celebraremos que, al menos en un asunto, usted quizá pueda poner el punto final.

No fue posible ni siquiera aquella magra celebración. Casi alcanzando la puerta, un policía nos salió al paso.

—Inspectora Delicado, no se vaya. Un hombre quiere hablar con usted.

—¿Ha dicho su nombre?

—No. Mírelo, es aquel de allí.

Descubrí un hombre al fondo del pasillo, pero no lo identifiqué. Nos acercamos a él.

—¿La inspectora Petra Delicado? Soy el gerente de Master Security.

Recordé la empresa de seguridad a cargo de la urbanización de Sant Cugat.

—Usted dirá.

—Se trata de Pepe Olivera, el guardia de día de «El Paradís».

Me quedé quieta, tensa, casi no me atrevía a hablar.

—¿Y bien?

—Lleva dos días sin aparecer ni en su puesto de trabajo ni en la empresa. Tampoco ha llamado para prevenir que estuviera enfermo.

El subinspector y yo nos miramos en estado de máxima alerta. El hombre prosiguió:

—He telefoneado un montón de veces y nadie contesta. Después, varios hombres han ido a su casa en horas diferentes, pero parece que no está allí.

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