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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (29 page)

Accedí sin hacerme de rogar demasiado a un nuevo interrogatorio de Mateo Salvia. Lo cité en mi despacho. Como Garzón estaba muy inclinado subjetivamente en su contra, decidí que no estuviera presente para no influenciarme. Aceptó la orden sin rechistar.

Antes de que Mateo Salvia entrara, esperaba encontrarme con un hombre acabado, abatido por la enormidad de los acontecimientos. Al verlo comprendí que no era ni mucho menos así. Salvia se presentó elegante, ligero como siempre, con su sonrisa entre amarga e irónica exhibida al borde de la desfachatez. Sin embargo, un observador perspicaz podía advertir que un par de semicírculos oscuros se habían dibujado bajo sus ojos. Nada le ocurría por el contrario a su actitud calmada y su tono de voz. Seguía parsimonioso, con un deje cínico que se había incrementado si cabe.

Yo no tenía muy claro por dónde empezar, así que opté por abrir el campo en toda su amplitud esperando que surgieran a la conversación datos de interés.

—Y bien, Mateo, ¿qué me dice de todo este berenjenal?

—Pues que no me gustan las berenjenas y, aun así, voy a tener que tragármelas.

Sonrió con una ironía en la que adiviné una enorme tristeza, un gran cansancio. Luego añadió más serio:

—Rosa no lo mató, estoy seguro. Ella nunca habría contratado a ese par de desgraciados, no es su estilo. No los conocía apenas. Es una acusación absurda.

Garabateé falsas notas que me dieran tiempo para pensar.

—¿Y usted, los conocía?

—No. A la chacha de los Espinet la había visto, naturalmente, pero no sabía ni cómo se llamaba. Al guardia de día dudo haberlo visto nunca. ¿Qué pasa, cree que yo fui el asesino, el cómplice o algo así? No sé por qué habría tenido que meterme en semejante follón.

—Por los motivos clásicos: celos, despecho, honor mancillado...

Soltó una carcajada.

—¡Honor mancillado!, creí que eso no existía ya.

—Bueno, ahora se le llamará autoestima herida o algún otro término psiquiátrico, pero no deja de ser lo mismo.

Tamborileó sobre la mesa y me miró frente a frente.

—¿Quiere que le confiese una cosa, inspectora Delicado?

—Para eso estamos aquí.

—No habría tenido la fuerza moral para sentirme mancillado como usted dice si Rosa me hubiera contado que estaba embarazada de Espinet, cosa que no hizo.

—¿Puedo saber por qué?

—No sé qué idea se ha hecho de los habitantes de «El Paradís», pero le aseguro que nada es lo que parece. Inés y yo estuvimos liados durante un tiempo.

Toucheé.
¿Alguien da más? El juego sigue abierto, pensé, si es que podía pensar con propiedad.

—¿Habla en serio?

—Por completo. Ella estaba harta de un marido que no le hacía ni caso y yo pasaba por allí.

—¿Se enteró alguien?

—Nadie. Hicimos de la discreción una virtud, y no cometimos errores de bulto.

—Bien, no sé qué decir.

—Espero que comprenda que no soy el más indicado para tomar venganza por una infidelidad.

—¿Por qué finalizó lo suyo con Inés?

—Todo tiene un principio y un final. Lo pasamos bien y después continuamos siendo amigos. A eso se le llama tener clase, nada de embarazos ni abortos como en un folletín de tercera.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Separarme de Rosa, ¿qué voy a hacer? Ha estallado el escándalo y eso altera el delicado equilibrio general. No hay otra alternativa.

—No parece tener muchas ilusiones, Mateo.

—Nunca las tuve. Desencantarse siempre me ha parecido una horterada, algo así como reconocer en público una debilidad.

Volvió a sonreír con su actitud cansada. Me dio la impresión de estar más desgastado que derrotado. Le dejé marchar sin más preguntas que pudieran interesar al caso y pedí que no me pasaran llamadas. Tenía que pensar, intentar asimilar lo que acababa de saber. ¡La desconsolada Inés! La esposa aniñada y dependiente incapaz de superar la pérdida de su marido. A partir de aquel momento debía empezar a considerar la necesidad de matricularme en un cursillo de psicología aplicada a la vida diaria. Bien, hasta ahí llegaba mi reacción humana, llena de cotilleo y curiosidad. Ahora debía encajar el nuevo dato en el rompecabezas colectivo y ver cómo alteraba el cuadro final. Había muchas opciones.

Por ejemplo: Inés y Mateo se entienden. Espinet se entera y, por despecho, se lía con Rosa. Inés se entera del ligue de Rosa y Espinet y, en un arranque, lo hace matar. Nadie como ella conoce el talante secreto de su propia doméstica. Claro que, frente a todo y ante todo, estaba aquel aborto, el único hecho palpable y real derivado de aquella madeja de infidelidades y camas cruzadas. ¡Dios Santo, me perdí entre piezas que coincidían con otras por dos o tres sitios a la vez!

Contarle las novedades y los líos de combinaciones que generaban al subinspector y ver cómo se sumía en un mal humor ciclópeo fue todo uno. Blasfemó en muchas más lenguas de las que conocía.

—Mire, inspectora, aquí no se pueden hacer conjeturas ni buscar móviles válidos. ¡Todo cristo follaba con el vecino! Resulta que, al final, tres personas habrían tenido motivos pasionales aceptables para cargarse a Espinet.

—Sí, pero sólo una de ellas tuvo que abortar por su causa.

—En efecto, tener que abortar es un paso más.

—El único computable.

—Movámonos por los hechos, Petra.

—Estamos en ello.

—¡Si atrapáramos a los dos fugitivos!, pero por lo visto a la policía española le falta eficacia.

—¡No me joda, Garzón! Usted sabe mejor que yo que pueden estar en cualquier parte. Es buscar una aguja en un pajar. ¡Somos nosotros los que hemos hecho algo mal!

—Nosotros también somos la policía española —sonrió como un niño que se apunta un pequeño tanto.

—Puede tomárselo a broma, pero tal y como están las cosas, el juez declarará inocente a Rosa por falta de pruebas. ¿Y sabe qué significa eso? Que la investigación no ha estado bien hecha, no hay más.

—Justamente ayer estuve con el juez. Fuimos a ver una película de Kurosawa.

—¡Subinspector!, maneja usted ya los grandes nombres con mucha soltura.

—Soy un experto: Buñuel, Godard, Jarmusch y las últimas películas del grupo Dogma.

—¡Qué barbaridad!

—¡Me trago cada coñazo! Cualquier día montaré un cine club en comisaría.

—¿Le dijo algo el juez sobre el caso Espinet?

—Él sigue teniendo mucha confianza en las investigaciones financieras del inspector Sangüesa.

—Sangüesa ya investigó en su día sin ningún resultado.

—Pero ahora está poniendo las cuentas de Rosa patas arriba. Por cierto, ¿cuántas veces la hemos interrogado ya?

—Varias, pero no parece dispuesta a confesar.

—Tengo que irme, inspectora. El comisario quiere verme.

—¿Y a mí no?

—Creo que la ha dejado por imposible.

—Ni hablar, está esperando que acabe la historia del papa para clavarme la puntilla.

—No sufra, cuando muera yo le rezaré.

—Espero que lo haga el papa, ya que estará por aquí...

Al menos con Garzón podía bromear. Desde que tenía una amistad estable con Emilia Enárquez, su carácter se había estabilizado también. Sí, todo lo que habíamos abordado a base de la teoría del aprovechamiento integral vital había salido de maravilla, pero por desgracia la teoría pinchaba en el caso Espinet. Una botella cerrada, eso era el caso Espinet. Puede que hubiéramos conseguido vaciarla de líquido por medio de alguna fisura, pero el tapón seguía en su sitio. La posibilidad de que surgiera un último dato sorprendente y esclarecedor era cada vez más remota. Nos veríamos obligados a forzar a Rosa hasta lograr una confesión. El viejo sistema policial de arrinconar a un presunto culpable hasta arrancarle una confesión no me gustaba nada. Era como cazar un conejo e ir despellejándolo poco a poco, un día un jirón de piel, otro al siguiente... un modo detestable de trabajar. Minar la resistencia de un ser humano tenía algo de bajeza, nada que ver con sacar una paloma blanca e impoluta de la chistera. Pero no quedaba más remedio.

Decidí acudir a «El Paradís» en vez de hacerla comparecer en comisaría. Era un cambio de estrategia mínimo, pero quizá se revelara como eficaz. Entrar en la urbanización empezaba a causarme una tremenda sensación de desagrado. Lo que antes me provocaba ilusión de libertad: flores, pájaros y niños, había acabado por convertirse en claustrofobia. El aire se había enrarecido. Allí vivían aquellos jóvenes patricios con su felicidad de catálogo ideando las mil y una maneras de ser desgraciados. Bajo el verdor deslumbrante de los árboles había demasiados nidos vacíos.

El efecto negativo se incrementó a medida que me acercaba a casa de los Salvia. Sabía bien que ya no me esperaba el café humeante de Malena Puig ni el calorcillo del cuerpo de su hija, sino la tragedia soterrada de una mujer caída.

Rosa me abrió la puerta. Había envejecido de repente. Estaba vestida con una bata ligera bajo la que se veía el pijama. No se había peinado. Me miró como si no me reconociera.

—¿Puedo hablar con usted?

Me franqueó el paso con un gesto ausente. En el vestíbulo había varias maletas apiladas, y unos palos de golf.

—Mateo se va —dijo sin saludarme. Luego caminó con los hombros bajos y me llevó al salón. Se dejó caer en un sofá. Me senté frente a ella—. Dice que de momento va a alquilar un apartamento porque no puede ni debe quedarse más tiempo aquí. ¿Usted lo entiende, inspectora? Hace muchos años que estamos juntos. Nos hemos aguantado todo mutuamente: la indiferencia, el mal humor, las respectivas infidelidades... pero ahora no puede permanecer en esta casa ni un momento más.

Me encogí de hombros, y la dejé hablar.

—Y, sin embargo, nos llevábamos bien, habíamos llegado a un estado amistoso, de cariño y comprensión. Nos animábamos si algo iba mal, nos hacíamos compañía, íbamos juntos a fiestas, reíamos. Pero esta mañana no ha querido ni dirigirme la palabra.

—Han pasado cosas muy graves, Rosa.

Se volvió con un ímpetu inesperado.

—¿Qué es lo que ha sucedido, qué? ¿Que lo engañé con Juan Luis? Ayer mismo él me confesó que había estado liado con Inés. ¿Que estaba embarazada? ¡Aborté!

Él ha sabido otras veces que he tenido amantes y nunca le importó.

—Está olvidando que se ha cometido un asesinato.

—¡No sea ridícula, inspectora, yo no lo maté! Puedo comprender que al principio tuvieran dudas sobre mí, pero es absurdo pensar que lo hice yo, ¡absurdo! ¿Usted lo piensa de verdad?

Había recobrado la energía y la resolución que la caracterizaban.

—Mi cometido no es pensar.

—¿Pues cuál es entonces?

—Averiguar la verdad. ¿Puede contarme su versión de los hechos?

—¿Cuántas veces espera que vuelva a repetir lo mismo?

—Las que sean necesarias.

—¡Lo sabe todo ya! Era amante de Juan Luis. Me quedé embarazada y decidí abortar. Eso precipitó nuestra ruptura. Es todo, no hay más.

—¿Tenía usted esperanza de que abandonara a su mujer?

—No.

—¿Quién inició la relación?

—Yo, pero él no se hizo de rogar.

—¿Se enfadó cuando le contó que estaba embarazada?

—No, sólo se sorprendió.

—¿Qué le dijo?

—No me acuerdo muy bien. Algo como que había sido un fallo impensable.

—¿Le pidió él que abortara?

Quedó callada un momento. Veía palpitar su pecho bajo la ropa fina.

—Quizá me lo sugirió.

Pegué un bote en mi asiento, me enervé.

—¡Vamos, Rosa, por Dios! Declaró usted que en ningún momento le habló de abortar y ahora resulta que se lo sugirió. ¿Cómo se desarrollaron las cosas, como en un consejo de administración? «Le sugiero amablemente que aborte por el bien de nuestra sociedad.» ¡Seamos realistas! Usted le pidió que abandonara a Inés y él se negó. Ambos montaron en cólera. Usted le dijo que no pensaba deshacerse del niño y él le exigió que lo hiciera. No estaba dispuesto a que se organizara un escándalo.

—¡No me lo exigió!, me rogó que lo hiciera por mi propio bien.

—¡Perfecto!, y usted le contestó con toda educación: «No te preocupes, querido, abortaré.»

—¡No, no fue así!

—¡Desde luego que no! Usted se resistió, lo amenazó. Ambos se pusieron violentos. Juan Luis la persiguió durante una semana intentando convencerla por todos los medios de que interrumpiera su embarazo, hasta que por fin no pudo resistir más su presión y lo hizo.

Se encaró conmigo, presa de una gran furia.

—¡Sí, ¿y qué, qué prueba eso?!

—Eso prueba que le guardó usted un rencor terrible. En primer lugar, su amante había demostrado no quererla en absoluto y, encima, la obligó a deshacerse de un hijo que siempre había querido tener.

Su cara demostró el daño terrible que le hicieron mis palabras. Continué, quizá estábamos llegando al final y confesaría.

—El resentimiento que sentía se convirtió en odio. Primero pensó en contar la historia a todo el mundo y organizar un gran escándalo. Más tarde se preguntó por qué tendría que salir usted también perjudicada de aquel
affaire
. Había un sistema más drástico, más definitivo, que en esos momentos le pareció más justo: matarlo.

—¡Yo estaba con los demás cuando mataron a Juan Luis!

—¡Vamos, Rosa, no me haga reír otra vez con eso! Usted sabía que Lali y Olivera estaban liados, que ambos tenían pocas luces y poco dinero, de modo que les propuso un arreglo ideal.

—¡No, yo no sabía nada de esos dos!, ¡qué iba yo a saber!, ¡tengo otras cosas de las que ocuparme!, ¡no suelo ir charlando con los criados con santa paciencia como hace Malena! ¿Cómo se me podría haber ocurrido acudir a una medio subnormal como Lali?

—No la creo, Rosa, no la creo, y lo siento de verdad.

—Y si nadie piensa creer en mis palabras, ¿por qué me hacen hablar y hablar? En realidad piensa que si una mujer aborta ya es capaz de cualquier cosa.

Se puso en pie dignamente.

—Márchese, inspectora. No voy a consentirle que juegue conmigo.

—Le aseguro que no se trata de un juego. Su situación es muy complicada.

—Salga de mi casa. Yo no lo maté. No soy el tipo de persona que anda matando gente por ahí.

Me levanté y fui hacia la salida.

—Se sorprendería si viera a algunos asesinos, Rosa, no tienen cara de delincuentes ni van con la navaja bajo el brazo. Si decide hablar, llámeme.

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