Serpientes en el paraíso (5 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—No le he preguntado si permite fumar en su casa.

—Por supuesto que sí. Nuestra familia no es muy escrupulosa con las reglas. El perro, y también dos gatos que tenemos, pueden entrar en toda la casa, excepto en la cocina. Los niños no tienen vetado ningún lugar y las visitas se presentan sin anunciarse. Supongo que no hago bien permitiendo tanta relajación, pero me gusta vivir en un ambiente de cierta libertad. Además, no quiero estar permanentemente enfadada, y el mejor método para conseguirlo es no implantar demasiadas reglas.

Me reí. El dominio de aquella mujer fuerte de aspecto débil sobre su pequeño reino me fascinaba. Garzón no parecía apreciar estos detalles, debían de sonarle como la típica conversación entre mujeres, y quizá lo era.

—Inspectora —dijo, limpiándose las migajas—, hemos venido para hacerle una pregunta a la señora Puig, ¿recuerda?

—Cierto, perdóneme. Nos ha tratado tan amistosamente que había olvidado nuestra obligación. Dígame, Malena, ¿es verdad que junto a la casa de los Espinet vive una señora loca? Eso nos ha contado Lali.

Pestañeó varias veces, pensando, luego se dio una pequeña palmada en la frente y exclamó:

—¡Una señora loca, por Dios Santo, la pobre señora Domènech! Esa Lali siempre está exagerándolo todo, ya les dije que era un poco especial. Los Domènech viven en «Las Adelfas», junto a la casa de los Espinet. Él es un empresario textil jubilado y su esposa sufre el mal de Alzheimer. ¡Pobrecita, y pobre de él también! Aunque durante el día tiene una enfermera que lo ayuda, debe de ser terrible ver cómo su mujer se consume de esa manera. Supongo que por eso decidió venir a vivir aquí, están tranquilos y pueden salir a tomar el sol.

Asentí varias veces. Eso explicaba el extraño testimonio de la filipina. La cuestión que no tardaría en planteársenos era: ¿un enfermo de Alzheimer es fiable cuando dice: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»? ¿Significa eso que ha visto a alguien en realidad, un auténtico pajarito, está refiriéndose a un intruso, se trata de una simple frase aleatoria, de una alucinación?

Nos levantamos entre sinceras muestras de agradecimiento por el desayuno y la información. En el momento de ganar el
hall
, algo me llamó la atención en la escalera. Un puntito vacilante venía hacia nosotros parándose en cada escalón. Me quedé inmóvil viendo bajar a una niña de apenas dos años, muy atenta a sujetarse en el pasamanos. Era rubia, de piel blanca, tenía unos enormes ojos color avellana y llevaba un pijama cuajado de ositos. Malena se volvió hacia ella y la esperó con los brazos abiertos.

—¡Ana!, ¿ya está despierta mi querida niña?

La cogió en un abrazo apretado mientras ella nos miraba con curiosidad.

—Mira, estos señores han venido a hablar con mamá.

—Hola —dije sin saber muy bien qué correspondía a aquel tipo de presentación—. Es preciosa —añadí, dirigiéndome a su madre.

—Sí, es la pequeña joya de la familia. Dale un beso, Ana.

Me acerqué y, para mi sorpresa, la niña extendió los bracitos hacia mí y se apretó contra mi cuello en un arranque espontáneo. La abracé. Era tierna como el algodón recién recolectado. Olía a colonia, a sueño. Un calorcillo agradable se expandió por mi cuerpo. Me sentí azarada, muda de placer.

—Dale un beso al señor también.

Ana miró de reojo a Garzón sin demostrar demasiada efusividad. Su aspecto de revolucionario mexicano no debía de parecerle tranquilizador. Sin embargo, ya imbuida a tan tierna edad del encanto social pertinente, aproximó su boca a la del subinspector y le plantó un beso sonoro cerca del bigote. Garzón se echó a reír.

—Gracias, bonita, ha sido un beso estupendo —dijo al tiempo que le palmeaba la mejilla quizá con demasiado ímpetu.

Deposité mi cálida carga en el suelo y ésta salió corriendo hacia la cocina, sin duda en busca de la chacha. Noté cómo la parte de mi cuerpo que había estado en contacto con el suyo se enfriaba. Había sido una experiencia placentera, como cuando un gato peludo decide ronronear junto a tu oreja.

Cuando estábamos plantados frente a «Las Adelfas» en espera de que alguien nos abriera, aún me encontraba turbada por la ternura de aquel bebé. Pero si me había dejado llevar en exceso por la parte sonriente de lo cotidiano, me aguardaba un contraste definitivo para hacerme una idea global de lo que la vida es. Los preámbulos de la visita a los Domènech fueron exiguos, casi no hubo que hablar. El marido en seguida nos atendió, aunque de mal humor. Recibir dos veces a la poli en la misma mañana es una prueba de que ningún ciudadano modélico suele pasar sin renegar un rato. Y renegó, ¿pensábamos que era lícito molestar a los vecinos más viejos y más necesitados de calma de la urbanización? Garzón cayó en la funesta tentación de recordarle sus obligaciones y el jubilado se rebotó:

—Oiga, toda mi vida he trabajado como el que más para formar una empresa floreciente. Mi obligación ahora es vivir en paz, y la suya procurar que lo consiga.

La cosa no podía comenzar peor, era una situación viciada incluso antes de formular la primera pregunta. Sin duda, los rumores y las noticias habían alterado a los habitantes de aquel lugar apacible, aunque no se notara. Intenté reconducir la conversación y atajar males mayores.

—Señor Domènech, no venimos aquí por gusto o ganas de molestar, sino cumpliendo un deber de trabajo. Nos han informado de que es posible que su esposa haya visto al asesino de Juan Luis Espinet. No tenemos más remedio que interrogarla.

La expresión del empresario se desarticuló debido a la sorpresa, y cuando volvió a la normalidad su mal humor se transformó en abierta cólera:

—¡Por todos los santos, no lo puedo creer! ¿Quién ha podido informarles de una estupidez semejante? ¡Mi esposa es una mujer enferma y si ustedes tuvieran dos dedos de frente no se presentarían aquí con la pretensión de...!

Ni todas las canas de Matusalén le habrían librado del golpe que di sobre la mesa.

—¡Basta ya, no tiene ningún derecho a gritarnos así! Si no quiere cooperar con nosotros, le enviaré una citación del juez para que su esposa declare en un organismo oficial.

—¡Mi esposa no está en sus cabales, de modo que no puede declarar!

—¡Para saber si su esposa está o no en sus cabales tendrá que pasar las pruebas de nuestros médicos! ¿Es eso lo que quiere?

A veces gritar al que grita va bien. Domènech se calló. Se miró las rodilleras de los pantalones, quizá contando hasta diez, y suspiró con profundidad.

—Está bien. Díganme lo que quieren.

—Una testigo oyó a su mujer decir textualmente desde una ventana de su casa: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?» Era un rato antes de que Juan Luis Espinet fuera asesinado, y podría tratarse de una frase significativa. Queremos hablar con ella.

No reaccionó. Asintió tristemente con la cabeza.

—Está bien, vengan por aquí. Ella no sabe nada de ese horrible asesinato, habría sido inútil decírselo.

La casa tenía similitudes de construcción con las restantes, pero la decoración era bien distinta de la de los Espinet o los Puig. Muebles clásicos y oscuros cuadros antiguos reflejaban una generación anterior. La ligereza de la madera clara y los sofás de colores había sido sustituida aquí por un empaque un tanto opresivo.

En el salón, junto a una mesa camilla arrinconada frente al ventanal, estaba la señora Domènech. Tenía un aspecto pulcro, elegante, perfectamente normal. Los cabellos blancos estaban bien cortados, peinados hacia la nuca. Llevaba una falda negra y una hermosa blusa de seda blanca. Cualquier fantasioso paralelismo con el mito de «la loca que habita la casa de al lado» se esfumaba en la improbabilidad. Sólo sus ojos azules presentaban un interrogante. Era como si estuvieran vacíos, como si no los animara ninguna intención conocida.

Domènech se sentó a su lado y le palmeó la mano con cariño. Su actitud, el tono que empleó para hablarle, no podían ser más opuestos a los que había exhibido con nosotros. Se transfiguró.

—Lolita, querida, hay unos señores que han venido para saber cómo estás.

La anciana nos miró sin cambiar de expresión. Luego se volvió hacia su marido.

—¿No paseamos hoy?

—Sí, claro que sí, cómo no vamos a pasear en un día tan hermoso. Pero antes tenemos que atender a nuestros invitados. Ellos quieren preguntarte una cosa y a lo mejor tú les puedes contestar.

El esposo me hizo un gesto con la cabeza para darme entrada y, sin saber muy bien qué tono emplear, sonreí.

—Señora Domènech, soy Petra Delicado, y él es Fermín Garzón.

—Mucho gusto —dijo lúcidamente como una niña bien educada. Era la primera vez que, en circunstancias de interrogatorio policial, me contestaban algo así.

—Anoche estaba usted en su dormitorio como cada noche, ¿verdad?

—Sí, tengo un dormitorio para mí sola.

La contundencia de su tono y la comprensión que demostraba me hicieron concebir esperanzas.

—A media noche, ¿vio usted a alguien en el jardín de sus vecinos los Espinet, algún extraño, alguien que pasara o se escondiera?

Miró con cierta angustia a su marido y éste le guiñó un ojo para transmitirle tranquilidad.

—Yo no tenía sueño aún. Algunas noches miro por la ventana.

—Sí, eso es; entonces quizá pueda decirnos qué es lo que vio.

—Las flores, que se cierran porque ya no hay luz.

—Desde luego, las flores; ¿vio algo más?

—A veces salgo al jardín.

Miró de nuevo a su marido como si hubiera cometido alguna maldad. Él fue a hablar, pero lo interrumpí con una indicación.

—¿Salió anoche?

—A lo mejor sí, pero no puedo salir porque me perdería y no sabría dónde estoy.

—Señora, piénselo bien, por favor, ¿vio usted a alguien anoche por la ventana o en el jardín, si es que salió? ¿Le dijo usted a alguna persona: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»?

Al oír la frase quedó por completo ausente. Si rememoraba lo sucedido o se había extraviado en algún recoveco de su mente, resultaba imposible saberlo. Desvió la mirada desde mi rostro a la ventana, la dejó vagar por el jardín. De pronto se animó:

—¡Mire allí! —exclamó. Miré sin comprender a qué se refería—. ¡Allí, allí! —señalaba la rama de un sauce que casi rozaba el cristal.

En efecto, un jilguero se hallaba posado en el árbol y se movía con la inquietud permanente de los pájaros.

—¡Un pajarito de verdad!

—¿El que vio anoche no lo era, señora Domènech, era quizá un hombre?

Me encaró de nuevo. Su expresión había cambiado. Parecía no reconocerme en absoluto. Casi asustada, se dirigió a su esposo:

—Tengo sed.

—En seguida te traerán agua.

—Tengo sed, tengo sed, tengo sed...

Continuó repitiendo lo mismo con creciente angustia y exasperación. Luego se echó a llorar con el mayor desconsuelo y ni siquiera su marido conseguía calmarla. Comprendí que había llegado el momento de marcharnos. Salimos sin intentar una despedida convencional que habría sido inútil. Domènech llamó a la criada para que se quedara con su mujer y nos acompañó hasta la salida. Estaba grave y nervioso.

—Bueno, ya han visto lo que ha pasado, hemos conseguido sacarla de quicio.

—¿Ella nunca percibe la realidad tal como es?, ¿el Alzheimer anula por completo su fiabilidad?

—Inspectora, yo les he permitido que hablen con mi esposa. Si quiere saber algo sobre el mal de Alzheimer, tendrá que investigar por su cuenta. No me dedico a impartir cursillos.

Supongo que llevaba razón. La puerta selló aquella tragedia cotidiana a nuestras espaldas. Nos encaminamos hacia el coche. Garzón sacudió la cabeza.

—Estoy acostumbrado a que los quinquis nos den caña, pero que ni siquiera los empresarios jubilados se pongan de parte del orden tiene tela. No sé adónde vamos a ir a parar.

—Es normal, se trata de un hombre amargado por las circunstancias. Usted, en su lugar, reaccionaría de la misma manera.

—Puede que peor. Si no me atacaba los nervios la enfermedad de mi mujer, me los atacaría vivir en este sitio tan horrible.

Conduciendo de vuelta a la ciudad rompí una lanza en favor de «El Paradís».

—No puedo comprender por qué le ha parecido un lugar tan horrible. A mí me ha causado una cierta nostalgia.

—¿Nostalgia de qué?

—De aquello que no tengo.

—¿Y qué puede encontrarse en «El Paradís» que usted no tenga?

—Pues no sé, niños pequeños, una familia... el tipo de cosas que tiene la gente normal.

Se removió inquieto en su asiento.

—¡Joder! —espetó con desprecio.

—Puede maldecir todo lo que quiera, pero lo cierto es que la familia presenta aspectos agradables. ¿Ha visto a esa niñita en pijama? ¿No era una auténtica belleza natural como un río o una montaña?

—Con su permiso le diré, jefa, que lo último que esperaba en esta vida era oírla cantar las excelencias de la familia.

Estuve a punto de salirme de la carretera por culpa de la mirada que le lancé.

—¿Qué mosca le ha picado, Fermín? ¡Usted siempre ha sido defensor de las delicias del hogar!

—¡Bah, y usted siempre ha sido una renegada! Lo que ocurre es que ve cinco minutos a una cría muy mona y le sale un raro instinto maternal.

—¿Raro, y qué tiene de raro? Le recuerdo que soy una mujer de la misma pasta que las demás. Si el instinto maternal existe, ¿por qué yo no tendría que sentirlo?

—Creí que, por lo menos usted, no se dejaba licuar el cerebro con esas pendejadas.

¡Increíble, una inversión de papeles en toda regla! Garzón actuando en plan «rebelde sin causa» y yo reivindicando algo que me quedaba tan lejos como la maternidad. Corté bruscamente la conversación, era absurda y ridícula, como todo lo que no se matiza, y no estaba en mi ánimo ponerme a matizar con un Garzón asilvestrado y partidario de Herodes. ¿Cómo podía hacerle llegar las ideas, dudas y contradicciones que habían surgido en mí durante la visita a Malena Puig? ¿Era incapaz de comprender que yo apreciara algunas de las cosas que habíamos visto esa mañana? Por ejemplo, ¿qué tenía de malo reconocer que es agradable besuquear a un niño pequeño cuando se despierta? O en el otro extremo de la cadena, ¿acaso no resultaba reconfortante comprobar que un viejo marido siga hablando con cariño a su vieja esposa incluso cuando ésta ya no puede agradecerlo? ¡Demasiado para el bruto de mi compañero!

Comimos en una tasca inmunda que se contaba entre las predilectas de Garzón. Él pidió unas judías con chorizo y las atacó como si le hubieran ofendido. Comía con apetito, con brío, casi con sensualidad, y le pegaba tientos largos y meditados al vino.

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