Sexy de la Muerte

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Authors: Kathy Lette

 

Shelly, tímida profesora inglesa, sale de un concurso televisivo casada con Kit, un americano irresistible pero con muy pocas luces. Con él deberá aguantar supuestas infidelidades, revoluciones, aguaceros y volcanes en erupción durante su peculiar «luna de miel» en una exó-tica isla. Pero ¿de qué le sirve ahora haberse casado con semejante ejemplar si ni siquiera se quiere acostar con ella? ¿Será verdad que los hombres son como ciclones?: «Nunca sabes cuándo van a venir, cuánto se van a quedar… ni qué potencia van a tener».

 

Una novela divertida y delirante con grandes dosis de erotismo y un final insospechado.

Kathy Lette

Sexy de la Muerte

Colección: Mujeres en la ciudad - 2

ePUB v1.0

GusiX
 
08.11.11

Título original: Dead Sexy

© Kathy Lette, 2003

© de la traducción: Elvira Gallego Ruiz de Elvira, 2008

© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2008

Composición: Grupo Anaya

ISBN: 978-84-206-6596-2

Depósito legal: B. 16.368-2008

Impreso en Cayfosa, S.A.

Printed in Spain

Para John Mortimer,

dios literario del amor,

con ocasión de su ochenta

cumpleaños

 

Ninguna mujer es una isla

*

¿Cómo podemos ganar la guerra de los sexos si seguimos confraternizando con el enemigo?

Diferencias entre sexos: origen

 

Las mujeres vienen de venus.

Los hombres vienen de… bueno… Milton Keynes principalmente.

1

La ofensiva del encanto

Dios, supuestamente para gastar una broma, concibió dos sexos y los llamó «opuestos». La guerra de sexos lleva bramando cinco mil años, y aún no hay tregua a la vista. Mientras que los pájaros, las bestias del campo e incluso los invertebrados se aparean felizmente, procreando sin la ayuda de
french ticklers
, sujetadores de lactancia, vídeos titulados
Húmeda o Empuja
, Viagra para él, Viagra para ella, clases de orientación del clítoris o páginas de citas por Internet que enumeran a personas con «buen sentido del humor»… el macho y la hembra de la raza humana están en guerra constante. Se supone que somos la forma de vida animal más elevada, pero uno no ve a los pulpos yendo a programas de televisión para encontrar pareja, ¿verdad?

Eso es lo que pensaba Shelly Green para sus adentros mientras esperaba en el altar de una iglesia en Euston Road, en un día oscuro y húmedo de febrero, con una mancha de sudor con la forma de Irlanda bajo cada axila del vestido pijo que le habían hecho llevar con el pretexto de que iba a tocar la guitarra clásica en una boda el día de San Valentín.

Sólo que no sabía que iba a ser su propia boda
.

El presentador de televisión, que lucía un peinado revuelto y enredado que pocos hombres fuera de una banda de
heavy metal
se atreverían a llevar, estaba retransmitiendo acontecimientos por un micrófono que tenía en la mano a sus telespectadores de toda Inglaterra.

—Y ahora ya podemos revelar que los ganadores de nuestra competición de emparejamiento informatizado, aquí en Canal Seis, son… ¡Shelly Green y Kit Kinkade! —anunció con un fervor lunático—. ¿El regalo que reciben? ¡El uno al otro! Más cien mil libras. ¡Cada uno! Una boda tradicional en Gretna Green, banquete en el fabuloooso hotel Balmoral, una luna de miel en la seeensacional isla virgen de Reunión, un piso de dos dormitorios en los Docklands y —hizo un redoble con la boca— ¡un Honda de cinco puertas! ¡Todo esto será de los tortolitos si, y subrayo el si, consiguen estar casados durante todo un año! ¿Qué opináis, telespectadores? ¿Ha hecho el ordenador de Cupido? ¿Se han unido dos almas gemelas? ¿O veremos a Kit y a Shelly romper en un frenesí de recriminación e incompatibilidad mutuas?

Los mapas bajo las axilas de Shelly crecieron hasta abarcar todas las Islas Británicas. Lanzó una mirada de ira a la pandilla de alumnos de bachillerato ubicada en las primeras filas. Ellos eran quienes la habían metido a traición en esta debacle. Una tropa de adolescentes con acné habían escogido música para librarse de economía doméstica y tecnología, pero habían tenido suerte con la única profesora que no les hacía sentirse como escoria. Estos estudiantes querían a su profesora de música lo bastante como para darse cuenta de que ella, hija única y tardía, seguía llorando por su madre, que había sucumbido a un tumor de ovarios hacía tres años. Para volver a reactivar la vida de Shelly habían introducido en secreto su nombre en este concurso matrimonial de televisión, un crimen por el cual, juró en silencio Shelly, podían esperar un arresto que incluiría mucha trigonometría durante el resto de sus malditas vidas.

—Bueno, ¿no es éste el sueño de cada chica, Shelly… casarse el día de San Valentín? —El presentador del pelo arreglado le plantó el micro en su espantada cara.

—No me gusta la idea de casarme en ningún día —respondió Shelly, aturdida—. ¡Y tampoco es que me entusiasme la idea de un hombre!

Los estudiantes de música de Shelly, oyendo por casualidad esta confesión repentina, se quedaron afligidos. Con seguridad iba a caerles alguna pena por falsificar la firma de su profesora en el formulario de inscripción. El locutor pareció igualmente alarmado. Reclamó con aspereza su micrófono y se lanzó nervioso a dar una animada charla en beneficio de cualquier nuevo telespectador sobre el funcionamiento del programa. Básicamente, tras haber sido emparejados por ordenador de entre cientos de entradas, tras esta magnífica oportunidad fotográfica, un chófer conduciría en una limusina al novio y a la novia a Gretna Green. Este pueblo, justo por encima de la frontera escocesa, explicó el locutor, era un destino tradicional de fuga de amantes que no requería la habitual notificación con un mes de antelación de la intención de casarse. Durante las cinco horas de viaje, el país estaría aguantando la respiración… y la emisora lanzaría montones y montones de anuncios… mientras los «ganadores» decidían si aceptar o no la propuesta informatizada de matrimonio.

Pero justo mientras Shelly estaba reuniendo el coraje para interrumpir la retahíla del presentador y suspender todo ese estúpido montaje antes de que los relaciones públicas pudieran meterla a empujones en la limusina de cortesía que estaba ronroneando junto al bordillo, el aturullado presentador anunció la llegada de su «prometido».

—De los tres concursantes finalistas, un analista de sistemas de Ipswich y… —el presentador consultó su tablilla sujetapapeles— un abogado de Milton Keynes, ¿cómo no enamorarse de un hombre que respondió la pregunta de Cupido sobre su actitud ante el amor con «de mi altura, pero un poco más gorda»? ¡Y gente! ¿Sabéis qué? ¡El ordenador estuvo de acuerdo!

Mientras el presentador procedía a describir a Kit Kinkade a los telespectadores, incluyendo su respuesta a la pregunta sobre su actitud ante el sexo (por lo visto, a juicio del señor Kinkade, el sexo no era asunto de nadie, a excepción del caballo, el perro, la esposa y dos prostitutas implicadas), un rayo de refinamiento con
frac
y sombrero de copa recorrió con elegancia, cual Fred Astaire, el pasillo hacia Shelly. «Altura 1.85, piel aceitunada, pelo rubio natural, edad 35 años, profesión: médico» llegó al altar, giró hacia Shelly sobre un talón cubano y ladeó su sombrero de copa con chulería sobre un ojo. Con su rostro bronceado, melena rubia hasta los hombros, boca carnosa, ojos verdes y físico cincelado (a pesar de su pendiente de diamante, éste era un auténtico hombre, la clase de chico que podría tomarse una pastilla para el catarro y aun así ser capaz de manejar maquinaria pesada), estaba claro que el señor Kinkade era un médico de cabecera que tenía una cola de cinco kilómetros para entrar en su sala de espera y una lista de espera de cinco años para conseguir hacerse un hueco en su
Palm Pilot
.

Cuando Shelly vio por primera vez a su prometido, sonrió con tanta fuerza que se le torció un músculo.

Kit recorrió con la mirada el cuerpo de Shelly de arriba abajo y ella sintió que le ardía el rostro.

«Altura 1.62, piel clara, pelo moreno, edad 31 años, profesión: música» se tensó, irguió los hombros y aspiró los abdominales tan violentamente que sintió como si tuviera una aspiradora atada a sus vértebras.

Shelly se había quedado tan fascinada ante la aparición de su prometido que no se había parado a pensar cuál habría sido su primera impresión de ella.

La profesora de música de instituto se sintió de pronto desgarbada con su
soufflé
de gasa blanca de una talla inferior a la suya que había desenterrado del fondo de su armario para la actuación ficticia en la boda ficticia. También sabía que se había vuelto bastante sosa en los últimos años, desde que se cortó el pelo, dejó de llevar maquillaje, perdió su encanto y se dio por vencida. Música ambiental, eso es lo que era, desvaneciéndose al fondo. Si Shelly pudiera verse a sí misma como la podían ver los demás, estaba bastante segura de que no echaría un segundo vistazo.

—Mentiste —fueron las primeras palabras que su futuro marido elegido por ordenador le dijo— en tu formulario. —Shelly estaba tan asombrada de ver a su prometido mascando chicle en el altar que en ese momento no se percató de que su gangueo meloso era americano—. 1.62, ojos azules, encantos naturales…

Ay madre
, se avergonzó Shelly. ¿Qué más habían dicho de ella esos malditos niños? Pasó los dedos por sus dispares mechones. El pelo de Shelly, cortado a lo barato por la madre de un alumno, no era exactamente un estilo de diseño. Era más como si la hubiera derribado en la calle un cortacésped fuera de control y a continuación hubiera maniobrado sobre su cráneo. O quizá… —empezó a llenarse de pánico conforme él la examinaba tranquilamente— ¿debería haberle prestado más atención al crecimiento de las cutículas? ¿Acaso no sabía todo el mundo que «encantos naturales» se traduce en ser demasiado vaga para decolorarse el bigote cada cuatro semanas?

—Bueno —tartamudeó—, nadie va admitir nunca que tiene un aspecto normal y corriente, ¿no?

—Naa —aclaró Kit—. Mentiste sobre tus ojos. No son azules… son aguamarina. —Sonrió lentamente, un vivo destello de malicia que iluminaba sus propios orbes maravillosos—. Por no mencionar tu cuerpazo. No deberías llevar vestidos tan ajustados, así los pobres cegatos no podrían ver lo sexy que eres. La única parte de ti que es seguro tener en exhibición es tu dedo gordo del pie… o quizá un codo.

Bueno
, rectificó Shelly mentalmente,
quizá podría hacer el viaje en limusina. Quiero decir, ¿qué daño puede hacer un viaje en limusina, ehh?
Eso le daría tiempo para descubrir cómo narices iba a salir de esta absurda situación sin meter a sus alumnos en un profundo marrón disciplinario por falsificación y conspiración para cometer vandalismo público.

*

—Mira —confesó Shelly en cuanto la limusina se adentró dando tumbos en el tráfico londinense rumbo norte, y Kit había hecho saltar el tapón de la botella de
Dom Pérignon
con un descorchado optimista—. En realidad soy misógama.

—¿En serio? —Los ojos de Kit Kinkade la atravesaron como un láser. Shelly tuvo que comprobar que no tuviera más agujeros en su cuerpo de los estrictamente necesarios—. ¿Odias a las mujeres? Yo creía que todas las chicas eran lesbianas… emocionalmente. Es sólo que cuando se trata de correros, nos necesitáis —sonrió abiertamente con descaro.

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