Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online

Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (10 page)

Ah, sí: Y estaba esbozando una nada tranquilizadora sonrisa, aunque el espectáculo de la cocina —la señorita Edith Presbury sacudiéndose en el suelo y emitiendo sonidos estridentes, el desorden general, el hedor en el ambiente— no tenía nada de gracioso o de feliz. Por algún motivo, tuve la sensación de que estábamos ante una gigantesca araña que esperaba el momento para saltar sobre nosotros y devorarnos. Qué tontería, ¿verdad?

—Disculpe la intromisión, doctor Watson —dijo educadamente el extraño. Su voz era aguda y penetrante, pero aún así, se las apañaba para denotar autoridad—. Sherlock Holmes me envía recado para usted.

A continuación avanzó unos pasos, miró hacia la chica que yacía en el suelo, maniatada y con el pedazo de madera en la boca, y después le entregó al doctor una nota manuscrita que sacó de un bolsillo del cinturón.

Sin dejar de apuntar al recién llegado con su revólver, Watson tomó el papel y me lo tendió. Decía:

«Confíe en este hombre. S.H.»

Era la letra del señor Holmes.

Watson bajó el arma y dijo:

—¿Quién es usted?

—Soy el señor Pride —respondió el desconocido—. Yo me encargaré de arreglar todo este desastre. Ustedes deben volver a
Chequers
para reunirse con Sherlock Holmes.

—Pero…

—Regresen a
Chequers
. Ahora.

—¿Cómo sabemos que no ha falsificado usted la nota? —me atreví a preguntar.

Pride me miró fijamente por primera vez desde que había llegado, y tuve la sensación de que un veneno me estaba bajando por la garganta.

—No pueden saberlo —dijo—. Pero tampoco tengo motivos para haberlo hecho. Váyanse.

—Macphail, el cochero, todavía no se ha convertido en uno de ellos. Quizá…

—No me haga repetirlo más veces, doctor Watson. Largo de aquí.

A Watson, como a mí, no le gustó nada el tono de ese individuo, pero tampoco insistió.

Ayudé al doctor a recoger sus muestras —incluidos los dos corazones dentados que había extirpado a Presbury y a Bennett—, y salimos por la puerta principal. Del interior de la casa no nos llegó sonido alguno.

—Qué individuo tan desagradable —dijo el doctor mientras buscábamos el coche de Dudley.

—Y extraño. ¿Ha visto esas orejas puntiagudas?

—Sí, no es una malformación demasiado común —dijo Watson—. Confieso que rara vez siento simpatía por los otros colaboradores de Holmes. —Entonces se dio cuenta de con quién estaba hablando y dijo—: Por supuesto no es el caso de usted, Mercer.

—Por supuesto.

Dudley estaba durmiendo, y de nuevo se había marchado a la avenida de coches de punto.

—Pero este Pride no me ha gustado en absoluto —continuó Watson—. ¡Qué prepotencia!

—Sí, casi como el mismo Sherlock Holmes —se me escapó, y el doctor soltó una risita.

—Tiene usted razón, amigo mío.

Subimos al coche y le indiqué a Dudley que nos llevara a
Chequers
.

—Allí podrá usted entenderse con el jefe —le indiqué, pues el cochero estaba murmurando alguna palabra extraña que no comprendí, pero que a mí me sonó como a «wisa, wisa". El hombre llevaba ya muchas horas de servicio, y presumí que tenía ganas de recibir su dinero. Jamás llegué a averiguar qué significaba esa palabreja que repetía una y otra vez. Quizás quería decir "aprisa, aprisa» en el argot de los conductores de Camford.

Estábamos saliendo de la avenida cuando escuchamos la explosión. Los caballos se detuvieron a la orden de Dudley.

—¿Qué diablos ha sido eso? —dijo el cochero.

—¡Dé media vuelta! —ordenó Watson—. ¡Vamos!

El coche dobló la esquina y desandamos lo andado. Por enésima vez, no podíamos creer lo que estábamos viendo: La casa de Presbury había volado por los aires, y a nuestro alrededor y sobre nosotros caían pavesas, cenizas y pedazos de madera ardiente.

—¿Y así es como ese Pride iba a «arreglar este desastre»? ¡Maldita sea, debe haber despertado a todo el vecindario!

Pero yo no estaba pensando en eso, ni tampoco en la cosa que había sido la señorita Presbury, o en el pobre y maltrecho Macphail, que ahora debía haberse convertido en un pedazo de carbón.

—¡Mire! —dije, y le indiqué a Watson una sombra que acababa de salir del patio en llamas y surcaba el cielo.

—¿El qué?

—¿No lo ve, doctor? ¡Es un cilindro… como un proyectil!

Pero lo que fuera que fuese, se internó en el cielo nocturno, tachonado de nubes, y desapareció.

—¿Está seguro de que ha visto algo, Mercer? Ahí arriba no hay nada.

—Quizás… quizás lo he imaginado —capitulé.

Pero en mi fuero interno, yo sabía que no era así.

Justo en ese momento, escuchamos otro estallido. Era el trueno que anunciaba la tormenta, y que ponía punto y final a nuestras andanzas de la noche. O casi.

VIII

E
L HOMBRE DE LA MANO DE METAL

No nos quedamos para comprobar si Camford disponía de un servicio de bomberos eficiente, aunque la fuerte lluvia que se había desatado ya haría lo propio con el incendio, de modo que procuramos que Dudley terminara su jornada en nuestra posada.

El cochero nos acompañó al interior del establecimiento, y nos dirigimos al comedor para tomar algo caliente, pues nos habíamos mojado por el camino.

Eran las cinco y media de la mañana, y ya había en las mesas algunos obreros y mozos de carga. Y Sherlock Holmes también estaba allí, en un rincón, apartado de los demás.

Watson y yo íbamos cargados con las ollas de la cocina de Presbury; las dejamos sobre la mesa y tomamos asiento con el gran detective.

—Señores, señor Dudley… Usted y yo tenemos una cuenta que ajustar, ¿verdad? Si no me equivoco, esto es lo prometido, y esto por las molestias. ¡Ah, Dudley!, ¿es posible que mañana esté disponible para otro día de ajetreo? ¿Sí? Entonces márchese a descansar un rato y vuelva a recogernos a las nueve, buen hombre.

Contando con que eran más de las cinco y media de la mañana, eso nos dejaba a todos muy poco margen de descanso. Pero aún así, el cochero se marchó satisfecho con su paga del día. El señor Holmes había sido muy generoso con él.

—Un asunto infernal, ¿eh, Watson? Pero lo estamos encarrilando. ¿Se ha desinfectado bien esos arañazos? Ya sabe que los gérmenes andan por todas partes, incluso en las uñas de la señorita Edith… Una auténtica fiera, esa mujer, ¿verdad?

—Eche un vistazo al interior de esta olla —dijo secamente el doctor, que no tenía ganas de saber cómo su amigo había deducido que era la chica quien lo había arañado, y le acercó uno de los recipientes.

Sherlock Holmes lo destapó.

—¡Hola, hola! ¿Pero qué tenemos aquí? Veamos, dos arterias y dos venas seccionadas con un bisturí, cuatro cavidades como las de un corazón, con sus aurículas y ventrículos, y una boca en forma de ventosa y con varias filas de dientes córneos en disposición circular, muy parecida a la boca de los peces petromizóntidos… ¿Debo asumir que se hallaba en el interior de alguno de los zombis?

—Estaba dentro del profesor Presbury —dijo Watson—. Bennett tenía otro igual, pero la mitad de grande. También lo hemos traído. No hemos tenido oportunidad de extraer el de la señorita Presbury, ni estudiar el que estaba creciendo dentro de Macphail, porque nos ha interrumpido su amigo, el señor Pride. Ha hecho estallar la casa, pero ha tenido la deferencia de hacernos salir de allí antes de que todo explotara.

—¿En serio? ¡Qué amable, ese señor Pride! Y qué expeditivo en sus soluciones, aunque no puedo decir que me sorprendan sus métodos… Bien, estupendo, entonces. Hemos hecho muchos avances.

—Este es un asunto muy serio, Holmes. Jamás nos habíamos enfrentado con algo así. El efecto del suero es contagioso y puede propagarse con rapidez si no cortamos el problema de raíz. Y ese tal Pride no me inspira ninguna confianza.

—Tiene razón, Watson —dijo Sherlock Holmes. Su buen humor parecía haberlo abandonado de repente—. Usted y yo nunca habíamos visto algo así, salvo quizá aquel asuntillo tan desagradable del banquero y la sanguijuela roja. Pero no, esto es nuevo para nosotros dos. Aunque me temo que hay algunos precedentes: Hace un par de años, Sir James Forbes, colega de usted, presentó en Scotland Yard un informe confidencial acerca de unos hechos bastante siniestros acaecidos en un pueblecito de Cornualles llamado Tarleton, algo relacionado con un noble que practicaba el vudú… a pesar de la indiscutible seriedad de Sir James, yo tomaría la historia de Tarleton con mucha cautela. En fin, por esas mismas fechas, la isla caribeña de Abilone sufrió una plaga de «revinientes», por obra y gracia de un desequilibrado científico llamado Farnham, según me informó uno de mis contactos en América, el señor Nichols. No me atrevería a descartar que los experimentos del doctor Farnham y los de nuestro nada apreciado Lowenstein llevaran los mismos derroteros…

—Discúlpenme —dije yo, y me puse en pie—, pero me muero por tomar un té y algo de comer.

—Por supuesto, Mercer, qué desconsiderado soy —dijo Sherlock Holmes—. Pida para Watson lo mismo que para usted.

En la barra, el camarero, que era un tipo gordo y bigotudo, me miró de arriba abajo y me dijo:

—Vaya juerga que debieron correrse todos ustedes anoche, amigo.

—Ni se lo imagina.

—Y no me refiero solamente a los acompañantes del señor Holmes, ¿sabe?

—¿Ah, no?

—No, está también ese pisaverde rubio, el tipo del traje americano… Llegó aquí ayer por la noche, después de que termináramos de servir las cenas, poco después de que ustedes se marcharan. Tuvimos que darle algo de manduca, claro, y cuando se puso a jalar, apareció un individuo raro que lo buscaba, se largaron juntos y tampoco han vuelto aún. ¡Ni siquiera llegó a tocar la comida!

—¿De verdad? —pregunté—. Qué curioso, creo que conocimos a ese caballero en el tren de Londres. Se llamaba Jekyll, creo.

—Sí, ese mismo, el rubio alto con cara de niño.

—¿Y el otro tipo? ¿Por qué dice que era raro?

—Me dio mala espina, ¿sabe, amigo? No es que fuera hecho una facha ni nada de eso, qué va. También era joven, poco mayor que los estudiantes que de vez en cuando se dejan caer por aquí… Hay muchos de esos… Pero este, este era distinto. Miraba a su alrededor como si esperara que alguien se le fuera a echar encima, parecía nervioso. Y luego está lo del guante negro…

—Mucha gente lleva guantes negros.

—Ya, pero este individuo llevaba solo uno, y en la mano derecha, ¿comprende? Un solo guante. No me dirá que eso es normal…

—Es usted muy observador, señor.

—Soy camarero. Lo vemos todo, lo oímos todo, nos fijamos en todo.

—Pues ahora, cuando lleve el té a la mesa del señor Holmes, no se fije tanto. ¿De acuerdo?

—Lo que usted diga, amigo.

Toda aquella historia sobre Timothy Jekyll me pareció curiosa. Después de todo, por muy extraordinario que fuera el relato del muchacho o los poderes de su piedra mágica, se trataba tan solo de un jovenzuelo bien parecido que había pasado la noche en busca de faldas. Seguro que en esos momentos estaba durmiendo la mona en la cama de alguna damita de Camford y se había olvidado del motivo de su visita a la ciudad.

Volví a mi asiento, y Watson le estaba explicando al señor Holmes nuestras peripecias en la casa de Presbury. Por cierto, que el buen doctor no mencionó mi colaboración en ningún momento.

—Como le dije a Mercer, no creo que se trate de un parásito ni de ningún microbio, sino de algo distinto. Esos pseudo corazones han crecido dentro de las víctimas, se comen los órganos que ya no sirven, y ocupan su lugar. No sé hasta dónde pueden llegar a expandirse esas cosas, pero es lógico pensar que están limitadas por el cuerpo que habitan. En cuanto al líquido negro que sustituye a la sangre, quedó pendiente echarle un vistazo bajo la luz del microscopio.

—¡Bravo, Watson! —dijo Sherlock Holmes—. Ha hecho usted un excelente trabajo. Me temo que el señor Barker y yo no nos hemos portado tan bien.

—¿Dónde ha dejado a mi antiguo patrón? —pregunté.

—Está descansando arriba, en su cuarto. Se encontraba algo indispuesto después de las pesquisas que hemos realizado esta noche.

—¿Ha sufrido algún daño? —dijo el doctor.

—Un golpe en la cabeza. Nada grave, espero. Si quiere, mañana puede echarle usted un vistazo, Watson.

—¿Quién le ha golpeado? —pregunté yo.

—¿Cómo sabe que le han golpeado? —dijo Sherlock Holmes.

—Me lo he imaginado —expliqué—. Como iban ustedes tras la pista del individuo que había recogido el paquete con el suero, pensé que en algún momento, alguien había golpeado al señor Barker. Es algo bastante habitual que Barker acabe por los suelos… lo digo por experiencia.

El señor Holmes se echó a reír, pero yo estaba hablando completamente en serio. Recuerdo, por ejemplo, el caso del robo de un camión cargado de carne de cerdo, que terminó con Barker noqueado encima de un montón de jamones en un sótano de
Limehouse
, o la vez en que un celoso marido (masón, por cierto) le dio una buena tunda porque tomó erróneamente a mi jefe por el querido de su esposa.

—Es este un asunto en verdad extraordinario, y ciertamente peligroso —dijo Sherlock Holmes—. Cuando ustedes se marcharon de
Pilgrim Road
, todavía me llevó un rato examinar el terreno para determinar por dónde había llegado y por qué lugar se había marchado nuestro hombre. Es cierto que Barker es un caballero vehemente, y eso lo convierte en un detective tenaz, dedicado en cuerpo y alma a la resolución de sus casos, aunque su sistema sea, por decirlo de un modo suave, chabacano y absolutamente anacrónico para los tiempos que corren. Pero diré en su favor que Barker dejó de molestarme desde el momento en que le pedí que se quedara quieto, y razonó conmigo todos los pasos que el misterioso agente había dado para llegar hasta el bloque de piedra del camino. De hecho, a Barker no le gustó nada la inevitable conclusión a la que llegamos: Ese hombre (la complexión indica que se trata de un varón) había pasado por delante de sus narices sin que él pudiera verlo. Nada que no hubiéramos sabido de antemano, claro.

—¡Pero yo también estuve allí y tampoco vi a nadie! —protestó Watson.

—Lo sé, mi querido amigo, lo sé. La única hipótesis de trabajo razonable, esto es, que tanto usted como Barker se despistaron, no me parecía probable, pero distaba de ser imposible. Tiene que admitir que había muy pocas opciones más.

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