Read Sherlock Holmes y los zombis de Camford Online

Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (23 page)

—¡Cállese de una vez, Morphy, maldito sea! —dijo MacDare—. Esto es una obscenidad… Holmes, ¿por qué no la atacan a ella? ¿Están realmente muertos?

—Es por la piedra de Jekyll —respondió mi jefe—. No la reconocen como… como a un animal vivo. ¿Vendrá con nosotros, señorita Morphy?

Otra vez esa endemoniada risita que en otras circunstancias me habría hecho babear… y además la condenada Alice se puso a morderse las uñas, como si estuviera nerviosa.

—Creo que no, señor Holmes —dijo—. Mejor será que sean ustedes los que vengan… A sus amigos sí que les gustaría, ¿verdad?

Y entonces, como si alguien hubiera tocado un resorte, su expresión se tornó más divertida y mucho más malévola, y la emprendió a patadas con el zombi que tenía más cerca. Cualquiera habría dicho que había cogido una rabieta.

Se trataba de un hombre joven, probablemente un campesino, a juzgar por los pantalones remendados. Se incorporó lentamente junto a Alice Morphy. La piel del rostro y de las manos de la criatura se había pegado a los huesos, y ya no era ni amarillenta ni grisácea, sino que tenía un tono marrón, como el cuero curtido. Su boca estaba cerrada, y los ojos estaban hundidos en las cuencas, apenas un par de puntos negros que nos miraron.

—Coronel, ¿está preparado? —dijo el señor Holmes, pero MacDare no respondió.

—Este es uno de nuestros chicos —dijo la señorita Morphy—. No es el más antiguo, pero lleva con nosotros bastante tiempo. Tampoco tiene nombre, ni siquiera un número… ¿Venías de
Foggerby
, chico…? —Y le dio otra patada con el pie descalzo—. Pero seguro que quiere decirles algo… ¡Vamos, vamos!

El zombi, que en la parte superior llevaba puesta una raída chaqueta verde, sin nada debajo, empezó a temblar como si tuviera el baile de San Vito. Sus brazos estaban pegados al cuerpo, aunque las manos mariposeaban, y me pareció ver cómo se le saltaban las uñas, como si estuvieran secas…

La piel de su torso comenzó a estirarse y a agitarse, a agrietarse hasta que, con un desagradable sonido como el de un pedazo de tela que se hubiera rajado de parte a parte, su vientre se abrió hasta el esternón. Recordé las autopsias que había realizado el doctor Watson, y la diferencia estribaba en que aquí no había incisiones, sino un enorme desgarro… Y la abertura no tenía forma de Y, sino de una O enorme y repleta de colmillos distribuidos en círculos concéntricos.

Los oscuros pellejos muertos se desprendieron. Todo su torso era ahora uno de esos cánceres dentados. Allí no había lugar para otro órgano que no fuera esa pesadilla desproporcionada, que había devorado los intestinos, el corazón, el hígado, los riñones de ese pobre desgraciado… Los brazos del zombi apenas se movían, pero sus piernas avanzaron hacia nosotros.

En el suelo, junto a él, uno de sus compañeros se puso en pie. Y uno más al otro lado de la camilla donde el profesor Morphy estaba tumbado. Y otro más allá… Y otro…

Alice nos miraba y se frotaba las manos mientras el coro de lastimeros gemidos daba comienzo. Era como escuchar la letanía perversa de los adoradores de algún aborrecible dios que aguardara a despertar en los abismos.

—¡Coronel! —grité.

Y MacDare apretó el gatillo.

Una llamarada alcanzó al zombi campesino, y se prendió como una tea. A continuación, el coronel describió un arco de fuego ante nosotros, y repitió el movimiento conforme las criaturas se abalanzaban.

Yo había dado varios pasos atrás, e incluso había desenfundado el arma que me había entregado Seth Pride al llegar a
Camp Briton…
Pero Sherlock Holmes ni siquiera se inmutó. Creo que no miraba a los zombis que intentaban acercarse para devorarnos y que retrocedían envueltos en llamas, sino a Alice Morphy y al todavía inmóvil profesor.

Y es que la chica parecía encantada con el espectáculo.

Parecerá mentira, pero el olor de la carne putrefacta quemada resultaba más agradable que la peste que inundaba la sala… pero el laboratorio se estaba llenando de humo, y yo hube de sacar un pañuelo y ponérmelo en la cara.

Los muertos vivientes empezaron a caer al suelo, pero MacDare no dejaba de apretar el gatillo y de arrojar «el fuego que todo lo consume», como había dicho Sherlock Holmes horas antes, o hacía ya una eternidad, en las caballerizas de la casa de Presbury.

Pero en esa ocasión, el Maestro se había equivocado.

Alice Morphy se acercó a su padre, se agachó para decirle algo al oído e incluso le hizo una caricia impúdica. A continuación se dio la vuelta, acarició la piedra zolteca —exactamente igual que había hecho con el profesor— y caminó directa hacia las llamas… y hacia nosotros.

El coronel miró al señor Holmes, que asintió levemente. MacDare volvió a apretar el gatillo, y la chica se vio rodeada por las llamas.

Y seguía sonriendo.

Alice no tuvo el más mínimo problema para agarrar el cañón del arma y, de un estirón, se lo arrancó de las manos al coronel. Sherlock Holmes corrió a quitar la mochila de la espalda de MacDare, y la arrojó hacia donde yo estaba. Si le caía una maldita chispa, aquello podía explotar.

—No quiero hacerte daño —dijo un optimista coronel MacDare.

—Ya nada puede hacerme daño —respondió la chica, que alzó el brazo y le asestó un golpe con el cañón metálico del lanzallamas.

MacDare cayó de espaldas, y cuando me agaché para ayudarlo a levantarse, vi la brecha en la sien: el coronel estaba inconsciente.

Sherlock Holmes se dispuso a hacer frente a la muchacha. Ahora, el cuerpo desnudo desprendía humo y vapor, y su rostro y sus pechos estaban tiznados. Pero ni sus cabellos ni su vello púbico se habían chamuscado, ni tenía señal de quemadura alguna.

—¿Por qué ha hecho usted esto, señorita Morphy? —preguntó el señor Holmes—. ¿Por qué ha soltado una maldición sobre el mundo? ¿Acaso porque no quería que la separaran de su padre? Cuando él le contó que yo estaba aquí, ¿pensó usted que un famoso detective de Londres había venido a Camford para meterla en la cárcel? ¿En el manicomio de
Bedlam
, quizá?

Alice Morphy dejó de sonreír.

—Sí —dijo. Aquello no le hacía gracia.

—Vaya —respondió Sherlock Holmes con naturalidad, como si estuviéramos en una reunión social y tomando el té, y no en mitad de una batalla—. Pues está usted en lo cierto.

Y entonces la agarró por el brazo, movió una pierna para intentar zancadillearla, golpeó a la chica con la otra mano… y en un momento, mi jefe estaba en el suelo con Alice Morphy subida sobre él. Como los zombis estaban ardiendo aquí y allá, saqué fuerzas de donde no las había y me arrojé sobre la chica como un valiente. Pero no conseguí que se moviera ni un ápice.

Levantó la barra de hierro para golpear al señor Holmes, e intenté forcejear con ella, pero al final el que recibió un buen trompazo fui yo. Caí de bruces sobre los restos de un zombi todavía en llamas, me quemé el bigote y la cara, y tuve que darme de bofetadas para apagar el fuego.

—Usted no me llevará a ninguna parte, señor —dijo Alice Morphy a su cautivo. Estoy convencido de que en otras circunstancias, a Sherlock Holmes le habría encantado hallarse en esa situación… aunque nunca se sabe.

La muchacha volvió a alzar el brazo para machacar el cráneo del señor Holmes, y ahora yo no estaba en condiciones de hacer piruetas para ayudar al jefe. El gran detective de Baker Street estaba perdido.

Y la araña —eso me pareció al ver la cosa negra, repleta de patas, que se deslizó por una hebra— cayó del techo.

Creo que una de las botas de Seth Pride pisó el brazo izquierdo del señor Holmes, pues este soltó un grito de dolor bastante considerable.

El tipo de las orejas puntiagudas logró lo que yo no había conseguido, esto es, tirar a un lado a la desnudísima Alice Morphy y echarse sobre ella como querría haber hecho cualquier jovenzuelo de la Universidad de Camford… o probablemente, como su padre hacía de vez en cuando.

—¡La piedra, Pride! —gritó Sherlock Holmes.

Pero Pride estaba demasiado ocupado recibiendo golpes. Estaba claro que la joya de Jekyll no solo confería invulnerabilidad, sino también una fuerza física impresionante… y Dios sabe qué más cosas.

El cañón del lanzallamas, todavía caliente, se clavó en el hombro izquierdo del señor Pride por la parte más afilada, esto es, por donde se había partido. Pero Pride ni siquiera cerró los ojos.

—Holmes no te va a llevar a ninguna parte, niña, porque yo mismo te voy a matar —dijo, y su voz sonó aún más aguda y estridente de lo habitual.

Y ese fue el momento en que mis ojos dejaron de lagrimear, y pude ver la zarpa de metal que se posaba sobre el cuello de la señorita Morphy, agarraba una cadenita dorada y pegaba un tirón.

—¡No le hagan daño a mi pequeña! —dijo el profesor entre lloriqueos. Se había sentado en la camilla, rodeado por los cuerpos de los zombis, aún ardiendo, y se estaba subiendo los pantalones.

Seth Pride se había puesto en pie y le había dado dos bofetones a la chica, ahora indefensa. La mano visible de Crandle sostenía la joya zolteca de Timothy Jekyll y contemplaba la tiznada desnudez de la señorita Morphy.

—El señor Pride ha sido muy oportuno —me dijo Sherlock Holmes mientras lo ayudaba a incorporarse—. Aunque para mi gusto, debería de haber llegado un poco antes. Ha tardado demasiado en encontrar a Crandle.

—¿Usted sabía que Pride no había huido? —pregunté.

—Lo vi pegado al techo desde un principio y pensé que era buena idea utilizar ese subterfugio. Nuestro amigo Pride es un demonio de hombre, sí, pero no es idiota. Por cierto, Mercer, quizás sería conveniente que buscara usted una sábana para cubrir a la dama.

—Sí, claro —dije yo.

—También deberíamos sellar esa entrada —dijo Sherlock Holmes. Se refería a la otra puerta que comunicaba con el Aula 14, por donde los zombis que habíamos visto en la superficie habían escapado.

—Me he adelantado a usted —dijo el señor Pride—. Allí es donde he encontrado a Crandle, atado con grilletes y encadenado a la pared. He visto su zarpa colgando inerte.

—¿No hay más muertos vivientes allí? —dijo el señor Holmes.

—El «sanatorio» es una enorme sala abovedada con las paredes llenas de cadenas —explicó Pride—. Y ahí está la puerta que comunica con el exterior a través de una larga rampa que sale a la espalda del edificio, justo encima de nosotros. He cerrado la trampilla y la he asegurado. Los monstruos están todos afuera. Muchos de ellos siguen intentando entrar en el cuartel, pero otros ya andan campo a través, de camino a
Foggerby
y
Acorn Village
.

—¡Dios mío! —dije yo mientras le echaba una manta por encima a la señorita Morphy. No di con su ropa, así que pensé que debía de haber ardido.

—No es nada que no hayamos previsto —dijo Sherlock Holmes para mi sorpresa—. Watson está en ello.

—¿Watson? —pregunté.

—Tranquilícese, Mercer —me dijo, y cruzó los restos llameantes hasta la camilla del profesor—. ¿Está usted en condiciones de responder a unas preguntas?

La mirada de Morphy estaba perdida en algún punto entre su hija y las llamas.

—Necesitamos saber si existe algún remedio para combatir los efectos del suero del langur —dijo el señor Holmes—. ¿Me comprende, profesor Morphy?

El profesor asintió. Estaba temblando.

—Mi pequeña Alice…

Su pequeña Alice estaba en mis manos. No forcejeaba, ni hablaba, ni miraba hacia ningún otro sitio que no fuera la brillante piedra que aún sostenía la mano de Crandle.

—Profesor —insistió el detective—, ¿hay una vacuna? ¿Una cura? Usted mismo está infectado…

El profesor Morphy levantó la barbilla y enfrentó su rostro sudoroso al de Sherlock Holmes.

—Claro que hay un remedio para los infectados —dijo—. Por favor, Lewis…

La zarpa flotante pasó a mi lado y cruzó por encima de las llamas para situarse junto al profesor. Se cambió la joya zolteca de mano, y ahora flotaba a la altura del lugar donde debía de estar la cintura de Crandle. La garra de metal se posó sobre el hombro de Morphy.

—Qué le ha hecho usted a su hija, bastardo —dijo la grave voz del hombre invisible.

El profesor negó con la cabeza.

—Yo… yo nunca le he hecho nada malo —dijo Morphy—. La madre de Alice murió cuando ella era una niña, y solo nos teníamos el uno al otro. Yo la quiero, Lewis. La quiero más que usted. Por eso intenté que se casara con un buen hombre como Presbury, ¿comprende? Para alejarla de mí, para evitar que los dos siguiéramos… Pero ella…

—Señor Crandle, por favor… —comenzó a decir Sherlock Holmes, pero recibió un fuerte empellón y a punto estuvo de caer al suelo.

—No se acerque, señor Holmes, si le tiene aprecio a su vida —dijo Crandle. Su mano metálica agarró por el cuello al profesor y apretó la garganta—. Morphy, ¿es usted consciente de que ha convertido a su hija en un monstruo? ¿Desde cuándo, viejo malvado? ¿Desde cuándo abusa de esa pobre muchacha?

El profesor miraba al frente, a través del invisible Crandle, hacia su hija. Pensé que el viejo se iba a echar a llorar, pero en lugar de eso soltó una escalofriante carcajada, se ajustó los quevedos sobre el puente de la nariz y dijo:

—Solo he hecho lo que usted y todos los demás anhelan hacer con ella… Y yo tengo más derecho que ustedes, ¡claro que sí! Al menos, soy su padre.

Todos vimos el chispazo azul en la cabeza de Morphy, sus ojos fuera de las órbitas, su cuerpo comenzando a humear, una llama que salió de su espalda y prendió la bata blanca, y luego los pantalones, y el ruido y el resplandor de diminutos relámpagos… Sus enormes orejas de murciélago ardieron.

Y como si surgiera de la nada, poco a poco, en cuestión de segundos, delante del profesor fue surgiendo una neblina, algo como el reflejo de una imagen entrevista por el rabillo del ojo, que fue recomponiéndose y haciéndose tangible.

Y Lewis Crandle se hizo visible.

La mano de metal soltó el cuerpo del profesor, que se desplomó hacia un lado sobre la camilla.

—La única solución que Morphy había encontrado era ésta —dijo Crandle. Era un hombre moreno y de rostro duro y curtido, sin bigote ni barba alguna. No era lo que uno entiende por el prototipo de un científico.

—¡Papá! —gritó la joven, que se me escapó de entre los dedos (la tenía sujeta por los hombros) y corrió hacia el humeante y chuscarrado cadáver de Morphy. Crandle se interpuso en su camino, pero ella lo empujó a un lado e intentó abrazar el cuerpo de su padre… y se quemó, claro.

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