Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (11 page)

Preludio
El advenimiento de la oscuridad
Décimo día del mes de Alturiak, 1369 CV

Kymil Nimesin contempló por la ventana de su celda el inmenso vacío que se extendía más allá. En realidad, el vacío no era absoluto, pues en el cielo, de un profundo color zafiro, unos puntos de luz trémula brillaban cual estrellas. Para un elfo, la luz de las estrellas es tan importante como el aire que respira y ni siquiera los humanos que habían capturado a Kymil eran tan ignorantes o crueles como para privarlo de ella.

Sus otras necesidades también estaban cubiertas. De hecho, su «prisión» consistía en una serie de habitaciones perfectamente equipadas. Kymil vivía con relativa comodidad y tenía, además, extras de los que raramente gozaba un prisionero y traidor. Toda una pared estaba ocupada por estanterías llenas de libros de sabiduría popular y tradiciones, e incluso había un arpa elfa y una flauta de cristal encima de una mesa. También contaba con pergamino y tinta en abundancia, e incluso un elegante gato de ojos dorados para acompañarlo en su destierro de por vida. Sí, los Arpistas habían sido generosos.

Una vez más, en lo que ya se había convertido en costumbre, Kymil revivió el día en el que el detestable Tribunal de Arpistas, compuesto por humanos y mestizos, dictó sentencia. Lo declararon culpable del cargo de matar a veintisiete Arpistas y lo condenaron al exilio en un mundo mágico en miniatura, situado en un remoto y misterioso plano de existencia, muy lejos del mundo conocido por el nombre de Aber-toril. Los Arpistas habían decidido que ésta era la única manera de preservar su vida, pues muchos elfos de Aber-toril ardían en deseos de darle caza. Su mayor crimen —traición a la corona elfa— no entraba dentro de las competencias de los Arpistas. Kymil dudaba de que los elfos de Siempre Unidos hubieran sido tan clementes como los Arpistas, de haber tenido la oportunidad de juzgarlo.

Pero no había gratitud en el corazón del elfo. Los humanos que lo habían enviado allí eran débiles, estúpidos y no veían más allá de sus narices. Hallaría la manera de escaparse y, entonces, acabaría la tarea a la que había dedicado su vida, y para la que había nacido, había sido criado y entrenado.

Kymil evocó los rostros de los que habían declarado contra él en el juicio y soñó que se vengaba de cada uno de ellos. Era una letanía recurrente, que lo había sostenido en sus casi cinco años de cautividad.

Primero Arilyn, la Arpista semielfa que durante tanto tiempo había sido su herramienta involuntaria. Arilyn era la bastarda desdeñada del clan real Flor de Luna y heredera de una hoja de luna. Pero ella desconocía su origen real y no sabía cuál era su sitio en un mundo en el que se suponía que humanos y elfos no debían conocerse, y mucho menos mezclarse. Kymil instigó el asesinato de su madre, la princesa Amnestria, que vivía de incógnito en el exilio, y la joven Arilyn se quedó sola y desamparada. Para asombro de Kymil, la hoja elfa aceptó a la mestiza como legítima heredera. No obstante, pronto se recuperó de ese insulto, y con la suficiente habilidad para incluir a Arilyn en sus planes. Fue fácil atraerla, entrenarla, hacerla sentir que tenía un lugar en el mundo y un propósito, y entonces usar los poderes de la espada de la joven para atacar a la familia que la había rechazado. Había una cierta justicia en ello que a Kymil le había parecido profundamente satisfactoria, por no hablar de la ironía.

Pero Arilyn no había opinado lo mismo.

Aún no comprendía cómo era posible que una simple mestiza lo hubiera derrotado. Como un hurón, Arilyn descubrió la verdad después de levantar una a una las capas del complot, dispersó su Guardia de Elite, destruyó a uno de sus cantores del Círculo más competentes y frustró su plan de atacar el corazón de Siempre Unidos. Pero lo que acaso más le dolía era que la mujer lo había derrotado en combate singular.

Por todo ello, Arilyn tendría una muerte lenta y dolorosa.

Pero antes la despojaría de toda pretensión de ser elfa, juró Kymil sombríamente. La obligaría a luchar contra nobles elfos y a contemplar cómo su hoja de luna se volvía contra ella. Llegaría el día en que vería cómo humanos y elfos, por igual, la marginaban por completo; vería cómo la devoción en los ojos del mago humano que tanto la amaba era reemplazada por la aversión y el rechazo; la vería convertida en el juguete de orcos y ogros. Y sólo entonces, Kymil empezaría a ser de verdad desagradable con ella.

Después de completar satisfactoriamente la destrucción de Arilyn, Kymil dirigiría su atención a Elaith Craulnober. No era sólo cuestión de venganza sino también de principios, ya que Elaith era un elfo gris y, además, un rufián. Elaith dirigía un poderoso imperio que se dedicaba a todo tipo de actividades delictivas, así como asuntos que, si bien no podían calificarse de criminales, eran muy turbios. El elfo gris era alguien que había que tener en cuenta en la gran Aguas Profundas. Kymil había contratado los servicios de Elaith en muchas ocasiones, normalmente cuando no quería ensuciarse él mismo las manos. Sin embargo, Elaith se había puesto de parte de Arilyn, apoyándose mutuamente, como acostumbran a hacer los elfos grises, y declaró contra Kymil. Era algo tan extraordinario que un elfo hablara en contra de otro, que las palabras de Elaith pesaron como una losa en el juicio. Y después estaba el asunto de los papeles que Elaith mostró y que relacionaban a Kymil con los malvados zhentarim. ¡Gracias a Seldarine que Elaith no descubrió qué se traía entre manos con ese poderoso grupo!

Después le tocaría a Lamruil, príncipe de Siempre Unidos. Oh sí, Kymil lo vio el día que leyeron la sentencia, aunque el estúpido trató de disfrazarse. Por mucho que ocultara su gracia elfa bajo una capa y cubriera sus delatoras orejas bajo una capucha, Lamruil era inconfundible. El joven príncipe era sorprendentemente apuesto, incluso para los cánones elfos. Poseía los ojos de los Flor de Luna —de un azul profundo y brillante, tachonados con luces doradas—, y había heredado la estatura y la fornida figura de su padre. Eran pocos los elfos que midieran metro ochenta, y Lamruil superaba esa altura. Por su estatura podía engañar a un observador menos atento, pero Kymil había estudiado a la «familia real» elfa y conocía muy bien a Lamruil. En realidad, lo conocía demasiado bien.

Kymil y Lamruil viajaron juntos durante años, y éste lo ayudó involuntariamente a buscar a los hijos perdidos de la dinastía Flor de Luna. Durante ese tiempo, el príncipe luchó al lado de Kymil, aprendió de él el arte del manejo de la espada y descubrió la fortuna perdida de los antepasados de Kymil. Pero a menudo parecía que al cachorro de elfo gris le interesaba más el alcohol y las mozas que sus aventuras compartidas. Desde luego, Lamruil mostraba un interés excesivo por los humanos y sus asuntos, y su jovialidad y desenfado disgustaban tanto a Kymil como una de esas trilladas baladas de taberna que tanto agradaban a los humanos y, a decir verdad, también a Lamruil. Ahora Kymil se ponía enfermo sólo de pensar que ese consentido e insulso principito podría tratar de recuperar parte del tesoro que habían ocultado en diferentes escondrijos en zonas agrestes de Faerun. Con ese tesoro Kymil pretendía financiar sus ambiciones contra Siempre Unidos.

Aunque, quizás al fin y al cabo, sería una suerte. Los labios apretados de Kymil se curvaron en una leve sonrisa. Su tesoro estaba bien guardado y dudaba de que Lamruil, a quien no interesaba la magia, fuera capaz de sobrevivir a un intento de recuperarlo.

En el fondo, Kymil lamentaría la muerte de Lamruil. El joven príncipe había sido un instrumento muy útil y podría serlo de nuevo. Lamruil estaba muy encariñado con su hermana Amnestria y se le había metido entre ceja y ceja dar con su hermana huida. Asimismo, ansiaba ver el ancho mundo y unir su suerte a la de un aventurero del renombre de Kymil. El chico había sido toda una fuente de información acerca de la familia real y un peón en la caza a muerte de la princesa Amnestria y de la espada que portaba. Lamruil fracasó en su búsqueda, pero Kymil no.

El asesinato de la princesa quedó impune durante mucho tiempo, el suficiente para darle confianza e incitarlo a no cejar en sus principales objetivos. Después de todo, Amnestria llevaba muerta más de veinticinco años y su padre más de cuarenta. Para Kymil ése era su mayor logro. Toda su vida —¡toda su vida!— había buscado el modo de romper las defensas de Siempre Unidos y destruir a los elfos grises pretendientes al trono. El hecho de que su familia viviera en un exilio secreto dificultaba las cosas, pues Kymil no podía poner un pie en la isla sin alertar al poderoso elfo plateado que conocía sus secretos. Pero, finalmente, había encontrado la manera; descubrió la puerta elfa de la princesa Amnestria y envió por ella a un asesino a la ciudad real. La puerta elfa fue su triunfo, y también su perdición.

Pero una de las principales características de Kymil era su persistencia. Durante cinco años había pensado en cómo dar la vuelta a su fracaso. La puerta elfa había sido trasladada y los argénteos hilos del Tejido de magia cambiados de un modo que Kymil hubiera creído imposible. Sin embargo, incluso esto podía volverse contra los elfos reales.

Desde la muerte del rey de Siempre Unidos, Kymil se había dedicado al estudio de los viajes mágicos, y pocos elfos sabían tanto como él del tema. Llegado el momento, aplicaría esos conocimientos.

Y ésta no era su única especialidad. Uno de los miembros de la Guardia de Elite a quienes mató la mestiza fue Filauria Ni'Tessine, amante de Kymil y una cantora de Círculo de gran poder. Eran muchos los elfos que creían que ese antiguo don -—un singular tipo de canción-hechizo capaz de aglutinar magias dispares— ya no existía, pero Kymil había buscado cantores del Círculo y los había entrenado para que tejieran magia de manera similar a como lo hacía un Centro, un poderoso hechicero que dirigía un Círculo de Archimagos. A lo largo de los años, la familia Nimesin y sus aliados habían construido su propia torre en Siempre Unidos. Era un círculo lo suficientemente poderoso como para desafiar al Círculo de Siempre Unidos y aislar a la isla del resto del mundo, dejándola incomunicada, presa dentro de su propio Tejido de magia.

—Los elfos de Siempre Unidos no quieren tratos con el mundo. Pues tendrán lo que desean, y lo que se merecen —murmuró Kymil.

Lo único que faltaba para llevar el proyecto a buen tér- mino era el propio Kymil. Si sólo lograra liberarse de esa prisión, pondría en marcha los planes que él y su clan habían tramado durante siglos.

Si sólo...

El elfo abandonó sus elucubraciones y la realidad de su encarcelamiento le oprimió el corazón como las garras de un halcón de caza. De sus labios brotó un grito de rabia y desesperación, un aterrador aullido tan preñado de cólera que él mismo sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo.

El alarido resonó largo rato en la cámara, y los ecos fueron apagándose lentamente de un modo que recordó a Kymil las ondas que se forman en las aguas tranquilas cuando se arroja un guijarro.

Cuando todo se quedó en silencio, sucedió lo incomprensible: alguien —algo— respondió a su primitiva llamada.

Un olor nauseabundo se extendió por la cámara, y el dibujo de la delgada alfombra de lana empezó a difuminarse al tiempo que una sustancia oscura y gelatinosa rezumaba del suelo procedente de las misteriosas profundidades. Kymil contempló horrorizado cómo la entidad Ghaunadar adquiría forma ante sus ojos.

Él elfo conocía la sabiduría popular y sabía tan bien como cualquier elfo vivo que Ghaunadar sólo acudía a la llamada de una maldad audaz y con mayúsculas. Hasta entonces Kymil siempre había juzgado sus ambiciones justas y correctas, pero la aparición de Ghaunadar era como mirarse en un espejo oscuro. El impacto de enfrentarse a su propia imagen fue más intenso que el miedo que le inspiraba el terrible Poder que se alzaba ante él.

Sin embargo, no podía compararse con el miedo que le causó la segunda y apabullante sorpresa. De la superficie en ebullición del Dios Elemental brotó una gran burbuja oscura, que parecía hacerse más y más maligna a medida que aumentaba de tamaño. Cuando reventó, Kymil creyó que su corazón también iba a estallar, pues ante él vio a aquello que para los elfos dorados era el máximo anatema:

Lloth, la diosa oscura de los drows.

La diosa encontró divertido su horror, y la sonrisa que se pintó en su bello rostro era incluso más espeluznante que la amenazadora presencia de Ghaunadar.

—Saludos, lord Kymil —dijo la diosa con voz musical y socarrona—. Tu llamada ha sido escuchada y tus métodos han sido aprobados. Si deseas unirte a aquellos que quieren mal a Siempre Unidos, te sacaremos de esta prisión.

Kymil trató de decir algo, pero comprobó que no podía. Entonces se humedeció los labios, que tenía tan secos como si fueran de pergamino, y lo intentó de nuevo. Pero las palabras que salieron de su boca no eran lo que había esperado decir:

—¿Podrías hacerlo?

—No dudes de mi poder —dijo entre dientes Lloth, y sus ojos carmesíes ardieron de cólera—. Cómo me gustaría ver un draraña dorado. ¡El primero! ¿Te gustaría que te transformara, Kymil Nimesin?

El elfo consideró con horror esa amenaza. Los sabios elfos afirmaban que Lloth era capaz de transformar a sus seguidores drows en espantosos seres que eran medio elfos medio arañas. No obstante, no sabía cuál era la posibilidad más terrible: ser transformado o haber caído dentro de la esfera de influencia de Lloth. Kymil nunca había considerado esta eventualidad y, al parecer, tampoco lo habían hecho quienes lo encarcelaron aquí. Pese a todos sus crímenes, nada en la vida de Kymil Nimesin sugería la posibilidad de que pudiera adorar a dioses ajenos al Seldarine. Pero allí estaba Lloth, de una indescriptible hermosura, y que llenaba la cámara con su irresistible y oscuro poder.

—No dudo de ti —logró decir el elfo.

—Bien —ronroneó la diosa—. Entonces escucha. Te l i beraremos de esta cárcel a condición de que vayas a donde nosotros no podemos ir. Los dioses del Seldarine no permitirán que nosotros ataquemos Siempre Unidos directamente, pero tú puedes reunir elfos que pueden hacerlo, y lo harán.

—Pero ¿cómo? —inquirió Kymil—. Hay pocos elfos en el mundo que no estén dispuestos a matarme con sólo verme.

—Hay otros mundos y muchos elfos que los habitan. —La diosa rió al ver la perplejidad que reflejaba el rostro de Kymil.

—Ah, los elfos de Faerie estáis tan enamorados de vosotros mismos, tan empeñados en pensar que sois el único Pueblo que habéis olvidado vuestra propia historia —se mofó Lloth—. Llegasteis a Toril como invasores, dispuestos a echar a los que llegaron antes que vosotros. ¿Crees realmente que sois los únicos elfos que piensan algo así?

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