Sin Límites (23 page)

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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Pero lo primero que advertí al entrar en casa fue la parpadeante lucecita roja del contestador. Casi me alegré de aquella distracción, y pulsé el
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sin demora. Me quedé allí de pie, con el traje puesto, mirando como un idiota la habitación mientras esperaba oír el mensaje.

Escuché cómo rebobinaba la cinta y después un clic.

Biiiip

«Hola, Eddie. Soy Melissa. Quería llamarte, en serio, pero… Ya sabes… —Su voz sonaba un poco cansada y torpe, pero aun así era la incorpórea voz de Melissa la que llenaba el salón—. Entonces me di cuenta de una cosa. Mi hermano… ¿te dio algo? No quiero hablar de esto por teléfono, pero… ¿te dio algo? Porque… —oí cubitos de hielo en un vaso— …porque si lo hizo, debes saber que… esa cosa —Melissa hizo una pausa, como si estuviese sosegándose—, el MDT-lo-que-sea es muy, muy peligroso. No sabes hasta qué punto. —Tragué saliva y cerré los ojos—. Así que, mira Eddie, no sé, quizá me equivoque, pero… Llámame, ¿vale? Llámame».

Tercera parte
XV

En las noticias de las dos confirmaron que Donatella Álvarez, la mujer del pintor mexicano, había recibido un duro golpe en la cabeza y estaba en coma. El incidente se había producido en una habitación de la planta 15 de un hotel del centro. Se facilitaron pocos detalles, y no se mencionó a ningún hombre cojo.

Me senté en el sofá con el traje puesto, y esperé más, cualquier cosa, otro boletín, algunas imágenes o un análisis. Era como si, al sentarme en el sofá con el control remoto en la mano, estuviese actuando. Pero ¿qué otra cosa podía hacer sino? ¿Llamar a Melissa y preguntarle si era eso a lo que se refería?

¿Peligroso? ¿Como un golpe fuerte en la cabeza? ¿Como ingresar en el hospital? ¿Un coma? ¿La muerte?

Por descontado, no tenía intención de llamarla para preguntarle algo así, pero la ansiedad apremiaba. ¿Realmente lo había hecho? ¿Volvería a ocurrir lo mismo o algo similar? Cuando Melissa decía «peligroso», ¿se refería a peligroso para los demás o sólo para mí?

¿Estaba siendo enormemente irresponsable?

¿Qué diablos estaba pasando?

Por la tarde me concentré en todos los boletines de noticias, como si pudiera forzar un cambio en algún detalle crucial de la historia: que no hubiese sucedido en una habitación de hotel, o que Donatella Álvarez no estuviese en coma. Entre un avance informativo y otro veía programas de cocina, emisiones de juicios en directo, telenovelas y anuncios, y me di cuenta de que estaba procesando fragmentos aleatorios de información inútil: «Ponga las tiras de pollo en una bandeja de horno con un poco de aceite y rocíelas con sésamo», «Llame ahora y consiga un quince por ciento de descuento en el aparato de gimnasia doméstica GUTbuster 2000». En varias ocasiones miré el teléfono y pensé en llamar a Melissa, pero siempre se interponía algún mecanismo cerebral que desviaba mis pensamientos hacia otra cosa.

A las seis de la tarde, la historia se había desarrollado de manera considerable. Tras una recepción celebrada en el estudio de su marido en el Upper West Side, Donatella Álvarez se había dirigido al Clifden, un hotel del centro, donde recibió un único golpe en la cabeza con un objeto contundente. Todavía no se había identificado dicho objeto, pero una pregunta seguía en el aire: ¿qué hacía la señora Álvarez en una habitación de hotel? Los agentes estaban interrogando a todos los asistentes a la recepción, y sobre todo les interesaba hablar con un individuo llamado Thomas Cole.

Me quedé mirando la pantalla con perplejidad y apenas reconocí aquel nombre. El informe continuó. Ofrecieron información personal sobre la víctima, además de fotografías y entrevistas con familiares, lo cual significaba que en breve se formaría una imagen muy humana de la señora Álvarez, de cuarenta y tres años, en la mente del espectador. Al parecer, era una mujer de una belleza física y espiritual poco frecuente. Era independiente, generosa y leal, una esposa amantísima y madre devota de dos gemelas, Pía y Flor. Según dijeron, su marido estaba muy turbado y no hallaba explicación a lo ocurrido. Mostraron una fotografía en blanco y negro de una radiante colegiala uniformada que asistía a un convento dominico de Roma hacia 1971. También pasaron algunos videos domésticos, imágenes parpadeantes y descoloridas de una joven Donatella con un vestido de verano paseando por un jardín de rosas. También aparecía montando a caballo, en una excavación arqueológica en Perú y acompañada de Rodolfo en el Tíbet.

A continuación, el informativo derivó hacia el análisis político. ¿Era un ataque de connotaciones raciales? ¿Guardaba alguna relación con la actual debacle de la política exterior? Un comentarista expresó su temor a que pudiera ser el primero de una serie de incidentes similares y achacó el ataque a la negativa del presidente a condenar los intemperantes comentarios del secretario de Defensa Caleb Hale, o supuestos comentarios, pues todavía lo negaba. Otro comentarista opinaba que eran daños colaterales a los que tendríamos que habituarnos.

Me pasé la tarde viendo esos reportajes y tuve una desconcertante variedad de reacciones, sobre todo incredulidad, terror, remordimientos y enojo. Por un lado pensaba que quizá era yo el autor del golpe y, por otro, juzgaba absurda la idea. Sin embargo, al final, y después de haber tomado una dosis de MDT, lo único que podía discernir era un ligero aburrimiento.

A media tarde me había despreocupado bastante de todo, y cada vez que oía una referencia a aquella historia, mi impulso era decir: «Ya basta», como si estuviesen hablando de una miniserie de un canal por cable, una adaptación de una chapuza mágico-realista…
El espantoso sufrimiento de Donatella Álvarez…

Pasadas las ocho y media, llamé a Carl Van Loon a su casa de Park Avenue.

Aunque la incredulidad y el terror habían imperado casi toda la tarde, otra parte de mí se veía invadida por una ansiedad de distinta índole, la ansiedad por haber echado a perder mi oportunidad con Van Loon, por el grado en que aquel mal funcionamiento operativo iba a interferir en mis planes de futuro.

Por ello, mientras esperaba que Van Loon cogiera el teléfono, estaba bastante nervioso.

—¿Eddie?

—Señor Van Loon —dije después de aclararme la voz.

—Eddie, no entiendo nada. ¿Qué ha pasado?

—Me encontraba mal —dije, excusándome con lo primero que me vino a la cabeza—. No he podido evitarlo. He tenido que marcharme de esa manera. Lo siento.

—¿Que te encontrabas mal? ¿Qué eres, un niño de parvulario? ¿Te largas corriendo sin decir nada y no vuelves? Me he quedado allí como un idiota intentando justificarme ante el puto Hank Atwood.

—Tengo una enfermedad de estómago.

—¿Y luego ni siquiera te molestas en llamar?

—Tenía que ir al médico, Carl, y rápido.

Van Loon guardó silencio unos instantes, y entonces suspiró.

—Bueno, ¿y cómo te encuentras ahora?

—Estoy bien. Se han ocupado de ello.

Carl suspiró de nuevo.

—¿Estás…? No sé… ¿Estás siguiendo un tratamiento como es debido? ¿Quieres nombres de buenos médicos? Puedo…

—Estoy bien. Mire, eso ha sido un caso aislado. No volverá a ocurrir. —Hice una pausa—. ¿Cómo ha ido la reunión?

Ahora era Van Loon quien callaba. Me había quedado solo.

—Bueno, ha sido un poco embarazoso, Eddie —respondió al final—, no te engañaré. Me gustaría que hubieses estado allí.

—¿Parecía convencido?

—En general, sí. Dice que es algo que puede plantear, pero tú y yo tendremos que sentarnos con él y repasar los números.

—Fantástico. Por supuesto. Cuando quiera.

—Hank se ha ido a la costa, pero volverá a la ciudad… el jueves, creo. Sí. ¿Por qué no te pasas por la oficina el lunes y organizamos algo?

—Fantástico. Y escuche, Carl, lo lamento de veras.

—¿Seguro que no quieres ver a mi médico? Es…

—No, pero gracias por el ofrecimiento.

—Piénsatelo.

—De acuerdo. Nos vemos el lunes.

Me quedé junto al teléfono un par de minutos después de la llamada a Van Loon, contemplando una página abierta de la agenda. Sentía una punzada de nervios en el estómago.

Entonces cogí el auricular y marqué el número de Melissa. Mientras esperaba respuesta me pareció que estaba de nuevo en el apartamento de Vernon en la planta 17, al principio de todo aquello, momentos antes de grabar un mensaje en su contestador automático y hurgar en la habitación de su hermano.

—¿Diga?

—¿Melissa?

—Hola, Eddie.

—He recibido tu mensaje.

—Sí. Mira… Eh… —Me dio la impresión de que estaba recobrando la compostura—. Lo que te decía en el mensaje se me ha ocurrido hoy. No sé. Mi hermano era un imbécil. Llevaba bastante tiempo traficando con esa droga rara de diseño. Y pensé en ti y empecé a preocuparme.

Si Melissa ya había bebido ese día, ahora parecía contenida, resacosa quizá.

—No tienes de qué preocuparte, Melissa —dije, tras decidir in situ que aquélla sería mi actitud en adelante—. Vernon no me dio nada. Lo vi el día anterior…, eh…, el día anterior a que ocurriera. Sólo charlamos de cosas, de nada en particular.

—Vale —repuso Melissa con un suspiro.

—Pero gracias por preocuparte. —Hice una pausa—. ¿Cómo estás? —Bien.

Incómodo, incómodo, incómodo.

—¿Y tú?

—Estoy bien. Ocupado.

—¿A qué te has dedicado?

Aquélla era la conversación que podíamos mantener en tales circunstancias.

—Los últimos años he trabajado de redactor para Kerr & Dexter, los editores.

Técnicamente era la verdad.

—¿Ah sí? Es fantástico.

No era fantástico, ni tampoco cierto. Mis días como redactor para Kerr & Dexter de repente parecían lejanos, irreales y ficticios.

No me apetecía seguir hablando con Melissa. Desde que habíamos retomado el contacto, por fugaz que fuera, me daba la sensación de que le mentía constantemente. Proseguir con la conversación no haría más que empeorarlo.

—Sólo quería llamarte para aclarar eso… Pero… Ahora tengo que colgar —dije.

—De acuerdo.

—No es que…

—¿Eddie?

—¿Sí?

—Esto tampoco es fácil para mí.

—Claro.

No sabía qué decir.

—Adiós, entonces.

—Adiós.

Ante la necesidad de distraerme de inmediato, busqué el teléfono móvil de Gennadi en la agenda. Marqué y esperé.

—¿Sí?

—¿Gennadi?

—Sí.

—Soy Eddie.

—¿Qué quieres Eddie? Estoy ocupado. Miré la pared que tenía enfrente durante unos instantes.

—He preparado un borrador de unas veinte…

—Pásamelo por la mañana. Le echaré un vistazo.

—Gennadi… —Ya no estaba—. ¿Gennadi?

Colgué el teléfono.

Al día siguiente era viernes. Lo había olvidado. Gennadi vendría por el primer pago del préstamo.

Mierda.

El dinero que debía no era el problema. Podía extenderle allí mismo un cheque por el valor total, además de los intereses y un extra por el mero hecho de ser Gennadi, pero no sería suficiente. Le había dicho que había preparado un borrador. Ahora tenía que idear uno y tenerlo por la mañana. De lo contrario, probablemente me cosería a puñaladas hasta que le saliera una lesión de codo de tenista.

No estaba de humor para esos menesteres, pero sabía que me distraería, así que me conecté a Internet e indagué un poco. Anoté la terminología relevante y elaboré una trama vagamente inspirada en un reciente juicio contra la mafia celebrado en Sicilia, un relato detallado que había descubierto en una página web italiana. Poco después de la medianoche, con las consiguientes variaciones, tenía un borrador de 25 páginas de
El guardián del código
, una historia de la Organizatsiya.

Luego, pasé un buen rato consultando los anuncios inmobiliarios de las revistas. Había decidido que a la mañana siguiente llamaría a algunas agencias importantes de Manhattan y empezaría a buscar de una vez un nuevo piso de alquiler, o incluso de compra.

Luego me acosté y dormí cuatro o cinco horas, si es que a eso se le podía llamar dormir.

Gennadi llegó a eso de las nueve y media. Le abrí la puerta de abajo y le indiqué que estaba en el tercer piso. Tardó una eternidad en subir las escaleras, y cuando apareció al fin en mi salón, parecía agotado y harto.

—Buenos días —dije.

El ruso arqueó las cejas y miró en derredor. Después consultó el reloj.

Había impreso el borrador y lo había metido en un sobre. Lo cogí de encima de la mesa y se lo di. Gennadi lo agitó en el aire, como si estuviese calculando su peso, y dijo:

—¿Dónde el dinero?

—Eh… Pensaba extenderte un cheque. ¿Cuánto dijiste que era?

—¿Un cheque?

Asentí, y de repente me sentí como un imbécil.

—¿Un cheque? —preguntó de nuevo—. ¿Estás loco? ¿Piensas que somos institución financiera?

—Mira, Gennadi…

—Cállate. Si no tienes el dinero hoy, problema grave, mi amigo. ¿Me oyes?

—Lo conseguiré.

—Te cortaré las pelotas.

—Lo conseguiré. Dios mío, en qué estaría pensando.

—Un cheque —repitió con desdén—. Increíble.

Me dirigí al teléfono y lo cogí. Desde esos primeros dos días en Lafayette, había entablado relaciones de lo más cordiales con Howard Lewis, mi obsequioso y rubicundo banquero, así que lo llamé y le dije que necesitaba 22.500 dólares en efectivo, y le pregunté si podía preparármelos en quince minutos.

—Ningún problema, señor Spinola.

Colgué el teléfono y me di la vuelta. Gennadi estaba de pie junto al escritorio, de espaldas a mí. Farfullé unas palabras para captar su atención.

—¿Y bien?

—Vamos al banco —dije, encogiéndome de hombros.

Fuimos en taxi hasta mi sucursal, situada en la Calle 23 con la Segunda Avenida, y no mediamos palabra. Pensé en mencionar el borrador del guión, pero como Gennadi estaba de mal humor, creí que sería mejor no abrir la boca. Howard Lewis me dio el dinero y se lo entregué a Gennadi en la calle. Se guardó el fajo en el misterioso interior de su chaqueta. Alzando el sobre que contenía el borrador, dijo —.

—Miro esto.

Luego echó a andar por la Segunda Avenida sin despedirse.

Crucé la calle y, siguiendo mi nueva estrategia de alimentarme al menos una vez al día, fui a un restaurante y tomé un café con tarta de arándanos.

Luego me dirigí a Madison Avenue. Unas diez manzanas después, me detuve frente a una agencia inmobiliaria llamada Sullivan y Draskell. Entré, hice algunas preguntas y hablé con una agente que respondía al nombre de Alison Botnick. Rondaría los cincuenta años y llevaba un elegante vestido de seda azul marino con un abrigo de cuello Mao a juego. Al instante me di cuenta de que, si bien llevaba unos vaqueros y un jersey, y podía ser tranquilamente un empleado de una tienda de vinos —o un redactor
freelance
—, aquella mujer no tenía ni idea de quién era y, por ende, debía estar en guardia. Para Botnick, podía ser uno de esos nuevos ricos de las punto.com en busca de un piso de doce habitaciones en Park Avenue. En los tiempos que corren nunca se sabe, y mantuve la incógnita.

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