Lo miré y dije:
—No vas a conocerlo.
—¿Qué?
—Que no vas a conocerlo.
Se quedó allí callado, mirándome durante diez segundos. Su expresión era la de un niño al que han desbaratado los planes, un niño, eso sí, con una navaja automática en el bolsillo. La sacó lentamente y la abrió.
—Sabía que esto podía ocurrir —dijo—, así que he hecho los deberes. He descubierto algunas cosas sobre ti, Eddie. Te he estado vigilando.
Tragué saliva.
—Últimamente te ha ido bastante bien, ¿no? Con tus socios y tus fusiones. —Se dio la vuelta y echó a andar—. Pero no creo que Van Loon o Hank Atwood se alegren mucho de conocer tus negocios con un prestamista ruso.
Yo también empezaba a creer que mis planes se habían visto frustrados.
—O tu historial de consumo de drogas. Tampoco daría buena imagen en la prensa.
¿Mi historial de drogas? Eso era cosa del pasado. ¿Cómo podía saberlo?
—Es increíble lo que uno puede averiguar del pasado de los demás, ¿eh? —dijo, como si me hubiese leído el pensamiento—. Historial laboral, créditos e incluso información personal.
—Vete a la mierda.
—Oh, no lo creo.
Dicho esto, se dio la vuelta y vino a mi encuentro. Me puso la navaja cerca de la nariz y la movió de un lado a otro.
—Podría arreglarte la cara, Eddie. Quedaría bien, muy creativo, pero aun así me gustaría que respondieses a mi pregunta. —Me miró a los ojos y lo repitió, esta vez susurrando—. ¿Cuándo voy a conocer a ese camello tuyo?
No tenía adónde ir, y muy poco que perder.
—No lo harás —respondí en voz baja.
Tras un corto silencio, me propinó un izquierdazo en el estómago con tanta rapidez y eficacia como lo había hecho en mi viejo piso. Me doblegué y caí sobre unas cajas jadeando y agarrándome la panza con ambas manos.
Gennadi empezó a moverse por todo el salón.
—No pensarías que iba a empezar por la cara, ¿verdad?
El dolor era agudo, pero a la vez lo sentía desde una curiosa distancia. Creo que me preocupaba demasiado aquella invasión de mi privacidad y que Gennadi hubiera podido escarbar en mi pasado.
—Tengo una carpeta entera sobre ti. Así de gruesa. Está todo ahí, Eddie. Información que incluye detalles alucinantes.
Gennadi estaba de espaldas a mí y agitaba los brazos. Justo entonces, algo me llamó la atención, un objeto que asomaba de la caja de utensilios de cocina que tenía delante.
—Lo que quiero saber, Eddie, es lo siguiente: ¿cómo piensas explicar todos esos años de mediocridad a esos nuevos amigos tuyos de las altas esferas, eh? Esa porquería que escribías para K & D. Dando clases en Italia sin permiso de trabajo. Fastidiando las combinaciones de colores en la revista
Chrome.
Mientras Gennadi hablaba, me acerqué a la caja, donde sobresalía la empuñadura de un largo cuchillo de acero. Lo cogí, la cabeza latiéndome por el esfuerzo que me supuso intentar controlar el temblor de la mano y el haberme inclinado. Luego me puse en pie trabajosamente, y oculté el cuchillo a mi espalda.
Gennadi se dio la vuelta.
—Además, estuviste casado, ¿no es así?
Atravesó el salón en dirección a mí. Estaba mareado y lo veía doble en aquel trasfondo blanco y retumbante. Pero, a pesar de la falta de equilibrio, parecía saber lo que hacía. Todo estaba claro y en su sitio. Enfado, humillación y temor. Había una lógica en todo ello, cierta inevitabilidad. ¿Así se habían desarrollado los acontecimientos en la planta 15? No visualicé los hechos, pero sabía que jamás lo averiguaría.
—Pero eso tampoco salió bien, ¿verdad?
Gennadi se detuvo un momento y después se acercó unos pasos más.
—¿Cómo se llamaba?
Levantó la navaja y la agitó delante de mi cara. Pude oler su aliento. Ahora, mi corazón y mi cabeza latían al unísono.
—Melissa.
—Sí —dijo—. Melissa… Y tiene…, ¿qué? ¿Dos hijos?
Abrí los ojos de repente y alcé la vista por encima de su hombro. Cuando se dio la vuelta para ver qué estaba mirando, respiré hondo y, con un rápido movimiento, le clavé la punta del cuchillo en la barriga y lo agarré de la nuca con la otra mano. Hundí la hoja tanto como pude, intentando orientarla hacia arriba. Oí un gorjeo y empezó a agitar los brazos como si se los hubieran arrancado del resto del cuerpo. Di un último empujón al cuchillo y lo solté. Me había supuesto un esfuerzo titánico, y retrocedí tambaleándome, tratando de recobrar el aliento.
Me apoyé en una de las ventanas y vi a Gennadi bamboleándose. Tenía la boca abierta y agarraba la empuñadura del cuchillo, lo único que todavía se apreciaba de él.
El latido de mi cabeza era tan intenso que cortocircuitaba la moralidad y el honor que pudiera albergar por mis actos. Me preocupaba lo que pudiera sobrevenir ahora.
Gennadi dio unos pasos hacia mí. Su mirada era de incredulidad y furia. Creí que tendría que apartarme, pero acabó tropezando con una caja y se precipitó sobre una pila de libros de arte y fotografía. El impacto debió de hundir todavía más el cuchillo, porque, después de caer, dejó de moverse.
Esperé unos minutos, observando y escuchando, pero no hizo ningún movimiento ni emitió sonido alguno.
A la postre, me aproximé a él muy lentamente. Me incliné y le busqué el pulso en el cuello. No tenía. Entonces se me ocurrió algo, y haciendo acopio de una última reserva de adrenalina, lo agarré del brazo y le di la vuelta. El cuchillo estaba alojado en su estómago, y su camisa negra estaba empapada de sangre. Respiré hondo un par de veces e intenté no mirarlo a la cara.
Levanté la parte derecha de su americana con una mano y metí la otra en el bolsillo interior. Busqué, pensando que no iba a encontrar nada, pero entonces noté algo duro. Lo cogí con la punta de los dedos y lo saqué. Lo sostuve un momento, mientras el corazón me latía con fuerza, y lo agité. El pequeño pastillero emitió un sonido tenue pero muy grato.
Me levanté y volví a la ventana. Me quedé quieto unos momentos en un fútil intento por mitigar el dolor de cabeza. Luego me fui deslizando por la pared hasta sentarme. Todavía me temblaban las manos, así que para equilibrar el pastillero lo coloqué en el suelo, entre mis piernas. Concentrándome mucho, desenrosqué el tapón y miré en su interior. Había cinco pastillas. De nuevo, procediendo con mucho cuidado, conseguí sacar tres.
Cerré los ojos y reviví los últimos dos minutos, involuntaria, caleidoscópica y escabrosamente, pero con precisión. Cuando los abrí de nuevo, lo primero que vi a escasos metros de mí, como si fuera una vieja pelota de cuero, fue la cabeza afeitada de Gennadi, y luego el resto de su cuerpo, tendido sobre la pila de libros.
Levanté la mano, me metí las tres píldoras en la boca y me las tragué.
Permanecí allí sentado veinte minutos, durante los cuales, como un cielo nublado que recobra su azul, el dolor de cabeza fue desapareciendo poco a poco. El temblor de las manos también remitió, y sentí un retorno gradual a una especie de normalidad, al menos dentro de los parámetros del MDT. Era una prórroga, y lo sabía. También sabía que el séquito de Gennadi probablemente lo estaría esperando abajo, y que si me demoraba mucho, tal vez se preocuparía y las cosas se podían complicar.
Volví a enroscar el tapón y me guardé el pastillero en el bolsillo del pantalón. Cuando me levanté, reparé de nuevo en las manchas de la camisa, además de otros indicios de la degradación en la que me había sumido. Fui al cuarto de baño, y me desabroché la camisa por el camino. Me puse ropa limpia, vaqueros y una camisa blanca, y me guardé el pastillero en el bolsillo. Luego cogí el teléfono, llamé a información y conseguí el número de un servicio de coches local. Pedí uno para lo antes posible, y les indiqué que me recogieran en la entrada posterior del edificio. Después, cogí algunos enseres, entre ellos el portátil, y los guardé en la bolsa de lona. Llevé el maletín y el petate hasta la puerta y abrí.
Volví la vista hacia el comedor. Apenas se veía a Gennadi entre aquel montón de cosas, mis cosas: cajas, libros, ropa, sartenes y portadas de discos. Pero entonces distinguí un reguero de sangre en el suelo. Al ver un segundo riachuelo, sentí náuseas y tuve que apoyarme en la puerta para no perder el equilibrio. De repente, se oyó un sonido agudo que llegaba del centro del comedor. Me dio un vuelco el corazón, pero entonces me di cuenta de que se trataba de una versión electrónica del tema principal de
Concierto n.° 1 para piano
de Tchaikovski proveniente del móvil de Gennadi. Obviamente, los
zhuliks
empezaban a impacientarse y no tardarían en subir. Sin otra opción que seguir mi camino, me di la vuelta y cerré la puerta.
Cogí el ascensor y recorrí el enorme aparcamiento subterráneo, jalonado de hileras e hileras de columnas de cemento y coches. Subí una ondulante rampa hasta la explanada que se extendía detrás del edificio. Cincuenta metros a la izquierda de donde me encontraba, dos camiones estaban descargando su mercancía, probablemente destinada a uno de los varios restaurantes del Celestial. Permanecí escondido cinco minutos hasta que llegó un coche negro sin rotular. Hice un gesto al conductor y se detuvo. Me monté en la parte trasera con el maletín y el petate. Después de respirar hondo un par de veces, le indiqué que tomara la autovía Henry Hudson en dirección norte. Bordeó el edificio y giró a la izquierda. En la intersección, el semáforo estaba en rojo, y cuando el coche se detuvo miré hacia atrás. Había un Mercedes aparcado en la acera de la plaza, y junto a él, varios tipos con chaqueta de cuero y fumando. Uno de ellos miraba hacia arriba.
El semáforo se puso en verde, y cuando nos alejábamos, aparecieron de la nada tres coches de policía. Se detuvieron frente a la plaza y, en cuestión de segundos, cinco o seis agentes uniformados echaron a correr hacia la entrada principal del Celestial. Fue lo último que vi.
No lo entendía. Desde que salí del piso no dio tiempo para que nadie descubriera lo sucedido, llamara a la policía y ésta se personara.
No tenía sentido.
Vi los ojos del conductor en el espejo, que se cruzaron con los míos un par de segundos. Luego, ambos apartamos la mirada.
Continuamos hacia el norte.
En cuanto entramos en la Interestatal 87 se alivió la tensión. Me acomodé en el asiento trasero y miré por la ventana. Los kilómetros de autopista se iban sucediendo en un sueño continuo e hipnótico, un proceso que alejaba mis pensamientos de los dos últimos días, de las dos últimas horas, y en especial, de lo que acababa de hacerle a Gennadi. Pero después de cuarenta minutos, no pude evitar pensar en lo que había decidido para mi futuro inmediato, el único futuro que parecía quedarme.
Le dije al conductor que me dejara en algún lugar como Scarsdale o White Plains. Pensó en ello un par de minutos, barajó sus opciones y al final me llevó al centro de White Plains. Le pagué y, con la vana esperanza de que mantuviera la boca cerrada, le di cien dólares de propina.
Cargando con el petate y el maletín, anduve a la deriva hasta que encontré un taxi en la Avenida Westchester y me llevó hasta la oficina de alquiler de coches más cercana. Utilizando la tarjeta de crédito, alquilé un Pathfinder. Salí inmediatamente de White Plains y tomé la interestatal 684 en dirección norte.
Pasé por Katonah y viré a la izquierda en Croton Falls, rumbo a Mahopac. Había dejado atrás la autopista y circulaba por una tranquila zona boscosa salpicada de colinas. Me sentía desplazado, pero a la vez extrañamente sereno, como si hubiese dado el salto a otra dimensión. Los cambios de perspectiva y velocidad intensificaban la creciente percepción de irrealidad. No conducía desde hacía mucho tiempo, al menos fuera de la ciudad y a tanta velocidad, y jamás había viajado en un todoterreno.
Al acercarme a Mahopac hube de reducir la marcha. Tuve que esforzarme y poner los cinco sentidos en lo que estaba haciendo y lo que estaba a punto de hacer. Tardé un rato en recordar la dirección que me había anotado Melissa en el bar de Spring Street. Al final lo conseguí, y cuando llegué a la ciudad me detuve en una gasolinera para comprar un mapa de la zona.
Encontré mi destino en diez minutos.
Recorrí Milford Drive y me detuve junto a la acera, frente a la tercera casa de la izquierda. La calle era tranquila y estaba bordeada de árboles. Cogí el petate del asiento trasero, abrí un bolsillo lateral, saqué una libretita y la dejé sobre el regazo. Arranqué una hoja y escribí unas líneas rápidas. Abrí el maletín, miré el dinero unos momentos y guardé la nota dentro de modo que fuese claramente visible.
Salí del coche y eché a andar por el estrecho camino que conducía a la casa. A ambos lados había un tramo de césped, y en uno de ellos, una bici tumbada de costado. Era una casa gris de una sola planta, con una escalinata y un porche. Le vendría bien una mano de pintura, y quizá un tejado nuevo.
Subí las escaleras y me detuve en el porche. Intenté mirar dentro, pero una tela metálica me lo impedía. Llamé a la puerta con el nudillo del dedo índice.
El corazón me latía a toda velocidad.
Al momento, se abrió la puerta y vi ante mí una flacucha niña de siete u ocho años. Tenía una oscura melena y profundos ojos marrones. Debió de notar mi sorpresa porque frunció el ceño y dijo.
—¿Sí?
—Tú debes de ser Ally —empecé.
Se lo pensó un poco y asintió. Llevaba una rebeca roja y mallas rosas.
—Soy un viejo amigo de tu madre.
No pareció impresionarla mucho.
—Me llamo Eddie.
—¿Quieres hablar con mamá?
Detecté cierta impaciencia en su tono y en su lenguaje corporal, como si estuviese deseando que fuera al grano para volver a lo que estaba haciendo antes de que llegara yo para molestarla.
Al fondo, una voz dijo:
—Ally, ¿quién es?
Era Melissa. De repente, aquello empezó a resultarme mucho más difícil de lo que esperaba.
—Es un… hombre.
—Ahora… —Hubo una pausa, preñada de indecisión momentánea y cierto atisbo de exasperación—. Voy en un minuto. Dile que espere.
—Mamá le está lavando el pelo a mi hermana pequeña —me informó.
—Jane, ¿verdad?
—Sí. No sabe hacerlo ella sola. Y tarda un montón.
—¿Y eso?
—Porque lo tiene muy largo.
—¿Más que tú?
Ally resopló, como diciendo: «Señor, no está usted tan informado como creía».