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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Sin Límites (9 page)

Caminé sin rumbo unas cuantas manzanas y paré un taxi. Apoltronado en el asiento trasero en dirección al centro, reproduje unas cuantas veces la conversación con Melissa. A pesar de lo que habíamos hablado, el tono al menos pareció normal, lo cual me complació sobremanera. Pero había algo distinto en su timbre de voz, algo que ya había detectado antes, cuando escuché su mensaje en el contestador. Era un grosor, o una pesadez, pero ¿por qué? ¿Decepción? ¿Tabaco? ¿Niños?

¿Qué sabía yo?

Miré por la ventanilla trasera. Los números de las calles transversales —Cincuenta, Cuarenta, Treinta— pasaban rápidamente, como si los niveles de presión se redujeran para permitirme la reentrada en la atmósfera. Cuanto más nos alejábamos de la Torre Linden, mejor me sentía, pero entonces me vino algo a la mente.

Según Melissa, Vernon andaba metido en algo. Yo creía saber qué significaba eso, y presumiblemente, como consecuencia directa de ese algo, lo habían golpeado y más tarde asesinado. Mientras Vernon yacía muerto en el sofá, había registrado su dormitorio, encontrado un fajo de billetes, un cuaderno y quinientas píldoras. Lo había ocultado todo y después había mentido a la policía. Eso significaba que yo también andaba metido en algo en ese momento.

Y era posible que también estuviese en peligro.

¿Me habría visto alguien? Lo dudaba. Cuando volví del restaurante, el intruso estaba en la habitación y huyó de inmediato. Lo único que pudo distinguir fue mi espalda, o a lo sumo verme cuando me di la vuelta, al igual que yo a él, pero fue una imagen borrosa y oscura.

Sin embargo, él o cualquier otro pudieron haber estado vigilando frente a la Torre Linden. Quizá me habían visto saliendo con la policía y me habían seguido hasta la comisaría. Podían estar siguiéndome en ese momento.

Indiqué al conductor que se detuviera.

El taxi paró en la esquina de la Calle 29 con la Segunda Avenida. Pagué y salí. Miré en torno. Ningún otro coche pareció detenerse al mismo tiempo que nosotros, aunque tal vez se me escapaba algo. En cualquier caso, caminé rápidamente en dirección a la Tercera Avenida, volviendo la cabeza cada pocos segundos. Me dirigí a la estación de metro de la Calle 28 con Lexington y tomé un tren de la línea 6 hacia Union Square y luego la línea L en dirección oeste hasta llegar a la Octava Avenida. Me apeé allí y cogí un autobús de regreso a la Primera Avenida.

Pensaba montarme en un taxi y dar una vuelta, pero estaba demasiado cerca de casa, el cansancio hacía mella y, sinceramente, en aquel momento no pensaba que me estuvieran siguiendo, así que me di por vencido. Bajé en la Calle 14 y recorrí a pie las escasas manzanas que me separaban de casa.

VII

Una vez en mi apartamento, imprimí las notas y un borrador de la introducción que había escrito para el libro. Me senté en el sofá y lo leí para comprobar una vez más que aquello no era fruto de mi imaginación, pero estaba tan agotado que me quedé dormido casi al instante.

Me desperté horas después con tortícolis. Fuera había oscurecido. Había páginas sueltas por todas partes, en mi regazo, encima del sofá y por el suelo, alrededor de mis pies. Me froté los ojos, recogí las hojas y empecé a leerlas. Sólo me llevó un par de minutos cerciorarme de que nada de aquello eran imaginaciones. Es más, iba a enviar aquel material a Mark Sutton de K & D a la mañana siguiente, sólo para recordarle que todavía estaba enfrascado en el proyecto.

Y después, una vez leídas las notas, ¿qué? Traté de mantenerme ocupado organizando los papeles de mi escritorio, pero no lograba concentrarme y, además, ya los había clasificado a la perfección la noche anterior. Lo que debía hacer, y no tenía sentido fingir que podía evitarlo o postergarlo, era volver a la Torre Linden y recoger el sobre. La idea me turbaba, así que empecé a pensar en un disfraz, pero ¿cuál?

Fui al lavabo, me di una ducha y me afeité. Encontré gomina y me la apliqué en el pelo, apelmazándolo y peinándolo hacia atrás. Busqué en el armario de mi habitación alguna prenda a la que diera poco uso. Tenía un traje sencillo de color gris que no me ponía desde hacía dos años. Saqué también una camisa gris claro, una corbata negra y unos gruesos zapatos del mismo color, y lo tendí todo sobre la cama. El inconveniente era que los pantalones quizá ya no me fueran bien, pero me embutí en ellos como pude y me puse la camisa. Después de anudarme la corbata y calzarme, me levanté para mirarme en el espejo. Tenía un aspecto ridículo, como un listillo sobrealimentado que se ha pasado de la raya comiendo
linguini
y limosneando a la gente para actualizar su guardarropa, pero tenía que conformarme. No parecía yo, y esa era la idea.

Encontré un viejo maletín que a veces utilizaba para el trabajo y resolví llevarlo conmigo, pero dejé unos guantes de cuero negro que vi en una estantería del armario. Me miré de nuevo en el espejo situado junto a la puerta y salí.

En la calle no había ningún taxi a la vista, de modo que me encaminé a la Primera Avenida, rezando para no encontrarme con ningún conocido. Conseguí un taxi al cabo de unos minutos y emprendí el viaje hacia el norte de la ciudad por segunda vez en el día. Pero todo había cambiado: era de noche, el alumbrado de la ciudad estaba encendido, y yo llevaba un traje y un maletín sobre el regazo. Era la misma ruta, idéntico viaje, pero parecía desarrollarse en un universo paralelo, un universo en el que no sabía a ciencia cierta quién era o qué estaba haciendo.

Llegamos a la Torre Linden.

Balanceando el maletín, entré con paso ligero en el vestíbulo, que parecía todavía más concurrido que antes. Sorteé a dos mujeres que portaban bolsas de la compra y me dirigí a los ascensores. Aguardé entre un grupo de unas doce o quince personas, pero mi aspecto me avergonzaba demasiado como para mirar a ninguna con detenimiento. Si allí me esperaba una trampa o una emboscada, iría directo hacia ella.

En el ascensor noté que se me aceleraba el corazón. Había pulsado el botón de la planta 25, con la intención de bajar por las escaleras hasta la 19. Esperaba quedarme solo en el ascensor en algún momento, pero no lo conseguí. Cuando llegamos a la planta 25 quedaban aún seis personas y conmigo salieron tres. Dos se dirigieron a la izquierda y la tercera, un hombre trajeado de mediana edad, a la derecha. Caminé unos pasos detrás de él con la esperanza de que no doblara la esquina, pero lo hizo, así que me detuve y dejé el maletín en el suelo. Saqué la cartera y fingí buscar algo en ella. Esperé unos instantes y cogí de nuevo el maletín. Seguí caminando y giré la esquina. El pasillo estaba vacío y respiré aliviado.

Pero, casi de inmediato, oí las puertas del ascensor que se abrían de nuevo y a alguien que reía. Apreté el paso y finalmente eché a correr, y justo cuando franqueaba la puerta metálica que conducía a las escaleras de emergencia miré hacia atrás y vi a dos personas al otro extremo del pasillo.

Con la esperanza de que no me hubieran visto, permanecí inmóvil unos segundos y traté de recobrar el aliento. Cuando me hube serenado lo suficiente, descendí los fríos escalones grises de dos en dos. En el descansillo de la planta 21 oí voces que llegaban de dos pisos más abajo, o eso me pareció, así que aminoré un poco. Pero cuando se impuso de nuevo el silencio, aceleré de nuevo.

En la planta 19 me detuve y deposité el maletín sobre el cemento. Observé la pila de cajas de cartón en la hornacina.

No tenía por qué hacerlo. Podía salir del edificio en ese preciso instante y olvidarme de todo aquello. Podía dejar que otro descubriera el pequeño paquete. Por otro lado, si seguía adelante, mi vida cambiaría para siempre. Eso era innegable.

Respiré hondo y busqué detrás de las cajas de cartón. Saqué la bolsa de plástico de A & P. Comprobé que el sobre y el material que contenía seguían allí. Luego guardé la bolsa de plástico en el maletín.

Di media vuelta y empecé a bajar las escaleras.

Cuando llegué a la planta 11, pensé que no sería arriesgado salir y continuar el descenso en ascensor. No sucedió nada en el vestíbulo ni en la plaza. Anduve hasta la Segunda Avenida y di el alto a un taxi.

Veinte minutos después me hallaba frente a mi edificio, en la Calle 10.

De vuelta en casa, me desvestí y me di una ducha rápida para quitarme la gomina del pelo. Me puse unos vaqueros y una camiseta. Luego cogí una cerveza de la nevera, encendí un cigarrillo y fui al salón.

Me senté a la mesa y vacié el contenido del sobre encima. Cogí primero la pequeña agenda negra, haciendo caso omiso deliberadamente de las drogas y el grueso fajo de billetes de cincuenta dólares. Había nombres y números de teléfono anotados. Algunos estaban tachados, o bien por completo, o bien con nuevos números anotados directamente encima o debajo de ellos. Pasé las páginas adelante y atrás, pero no reconocí ninguno de aquellos nombres. Debí de ver el de Deke Tauber, por ejemplo, y otros que debían de resultarme familiares, pero en aquel momento no me sonaba ninguno.

Guardé de nuevo la agenda en el sobre y empecé a contar el dinero.

Nueve mil cuatrocientos cincuenta dólares.

Cogí seis billetes de cincuenta y los guardé en mi cartera.

Después, hice sitio en la mesa, eché a un lado el teclado del ordenador y me dispuse a contar las píldoras. Las repartí en montoncitos de cincuenta, nueve en total cuando hube finalizado el inventario, y quedaron diecisiete pastillas sueltas. Utilizando una hoja de papel reprográfico doblada, eché las cuatrocientas sesenta y siete píldoras en el envase de plástico. Lo observé un rato, indeciso, y después conté diez pastillas otra vez. Las vertí en un pequeño bol de cerámica situado en una estantería de madera sobre el ordenador. Guardé el resto del dinero y el envase de las píldoras en el sobre marrón y lo llevé al dormitorio. Metí el sobre en una caja de zapatos vacía al fondo del armario y la cubrí con una manta y una pila de revistas viejas.

Después, acaricié la idea de tomar una píldora y ponerme a trabajar de inmediato, pero no lo hice. Estaba agotado y necesitaba descansar. Antes de acostarme, me senté en el sofá del salón y tomé otra cerveza, contemplando en todo momento el bol de cerámica que descansaba sobre la estantería.

Segunda parte
VIII

Aunque luego las cosas empezaron a emborronarse un poco; si las rememoro ahora —desde mi butaca de mimbre del Northview Motor Lodge— recuerdo el día siguiente, un jueves, y los días posteriores, y sólo eso… Días, entidades de tiempo bien definidas con principio y final. Me levantaba y horas después me iba a la cama. Tomaba una dosis de MDT-48 cada mañana y mi experiencia se asemejaba mucho a la primera sesión, es decir, me hacía efecto casi al instante, me quedaba todo el tiempo en casa y trabajaba productivamente, muy productivamente, hasta que los efectos se disipaban.

El primer día rehusé un par de invitaciones a salir con mis amigos y cancelé algo que tenía previsto para la noche del viernes. Terminé la introducción, un total de 11.000 palabras, y planifiqué el resto del libro, en particular el criterio que pensaba seguir con las leyendas. Por supuesto, no podía escribirlas hasta que tuviese una idea clara de las ilustraciones que iba a utilizar, así que decidí quitarme de en medio el laborioso proceso de selección, lo cual me llevó varias horas. Debería haber tardado unas cuatro o seis semanas, pero a la sazón juzgué que sería mejor no entretenerme en esos menesteres. Reuní el material relevante —recortes, desplegables de revistas, cajas de diapositivas y hojas de contactos— y lo dispuse todo en el suelo, en medio de la habitación. Empecé a examinarlo con cuidado y tomé una serie de decisiones firmes. Al poco contaba con una lista provisional de ilustraciones y me hallaba en posición de empezar a escribir las leyendas.

Pero cuando hube terminado, pensé en terminar el libro entero, lo cual me ocuparía sólo otra jornada. ¿Un borrador completo y en sólo un par de días? Había pensado en él durante meses, recabando el material y dándole vueltas. Había trazado un plan. Había investigado un poco. Había pensado el título.

¿No?

Tal vez. Pero no podía obviar el hecho de que, para un gusano endomórfico como yo —entre cuyas creencias primaba la idea de que una acusada falta de disciplina era algo que había que cultivar—, conseguir algo así en dos días era extraordinario.

Pero ¿por qué resistirse a ello?

El viernes por la mañana continué escribiendo los pies de las ilustraciones y a la hora de comer vi que, en efecto, los terminaría aquel mismo día, así que decidí telefonear a Mark Sutton de Kerr & Dexter para comentarle mis progresos. Por lo primero que preguntó fue por el manual de telecomunicaciones que supuestamente estaba redactando.

—¿Cómo lo llevas?

—Está casi terminado —mentí—. Lo tendrás el lunes por la mañana.

Lo cual era cierto.

—Estupendo. ¿Y qué tienes en mente, Eddie?

Le expliqué en qué estado se hallaba
En marcha
y le pregunté si quería que se lo enviara.

—Bueno…

—Tiene buena pinta. Posiblemente necesite algo de edición, no demasiado, pero…

—Eddie, el plazo de entrega no es hasta dentro de tres meses.

—Lo sé, lo sé, pero había pensado que si hay disponibles otros títulos de la serie, tal vez podría ocuparme de alguno.

—¿Disponibles? Eddie, los hemos asignado todos, ya lo sabes. El tuyo, el de Dean y el de Clare Dormer. ¿Qué es esto?

Tenía razón. Un amigo mío, Dean Bennett, se encargaba de
Venus,
una obra sobre la mujer más bella del siglo, y Clare Dormer, una psiquiatra que había escrito varios artículos para revistas sobre los trastornos asociados a la fama, estaba trabajando en
Niños de la pantalla,
que versaba sobre el papel de los niños en las comedias clásicas de la televisión. Había otros en proyecto. Uno de ellos era
Grandes edificios,
creo. No acertaba a recordar los demás.

—No lo sé. ¿Y qué hay de la segunda fase? —inquirí—. Si éstos funcionan…

—Todavía no hay planes para una segunda fase, Eddie.

—Pero ¿y si éstos van bien?

En aquel momento oí un suspiro de hastío.

—Me figuro que podría haber una segunda fase —dijo. Entonces se produjo una pausa y un educado—: ¿Alguna propuesta?

Lo cierto era que no había pensado en ello, pero estaba ansioso por tener otro proyecto entre manos, así que, meciendo el receptor sobre mi hombro, eché un vistazo a las estanterías del salón y comencé a elucubrar.

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