Sobre el amor y la muerte (4 page)

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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Ensayo, Filosofía

En frescas noches de amor en

que, engendrado, engendraste,

sentiste un raro temblor

cuando la vela avivaste.

No te quedas ya encerrado

en la sombra tenebrosa,

te sientes arrebatado

hacia una unión más hermosa.

No hay distancia que te aleje,

vienes volando hechizado

y, aunque la luz te protege,

mariposa, te has quemado.

… y en la última estrofa, que, a pesar de la advertencia inicial del autor, se hizo tan popular que fue recogida en las recopilaciones de citas:

Y mientras nunca comprendas

ese: «¡Muere y devén!»,

no serás lo que pretendas

en este sombrío edén.

Goethe, en lo que se refiere a la publicación de algunos poemas, era sumamente reservado; prefería encerrar sus tesoros íntimos en un cajón y sólo los sacaba para declamarlos ante personas escogidas. Resulta sorprendente que muchos sonetos venecianos, elegías romanas, el diario y otros escritos eróticos parecidos permanecieran en un cajón, mientras que el poema que acabo de citar podía aparecer en una calendario
biedermeier
para señoras, ya que se trata, con gran diferencia, del más escandaloso, y su autor es mucho más radical que el Kleist tachado de bárbaro. Es verdad que donde Kleist, claramente y por una sola vía, sigue su escarpado camino, Goethe, aparentemente para suavizar la cosa, deja al mismo tiempo vías de escape en la interpretación, religiosa, metamorfológica o epistemológica; y donde Kleist abre heridas, excita y se comporta estridentemente, Goethe nos arrulla con su plenitud de armonías y su aire de serena sabiduría de la edad, para apartarnos de la terrible fascinación que, como a Kleist, le preocupa: la nostalgia erótica de la muerte…

A Richard Wagner se le menciona menos a ese respecto. En
Tristán e Isolda
, ni la multitud de armonías ni las palabras o la trama pueden ocultar la
mésalliance
. La ambigüedad reina ya en el primer compás de la obertura. En el primer acto se administra un elixir de muerte que resulta ser un elixir de amor; en el segundo, la noche de amor se convierte en momento de consagración a «la muerte por amor nostálgicamente querida», pero no de forma discreta, como en el «sentimiento extraño, cuando alumbra la quieta bujía», sino jubilosa, alegre, triunfalmente… por completo al estilo de Kleist, aunque, como corresponde a una ópera, en un lenguaje sin duda más primitivo: Tristán, en el momento en que la ardientemente anhelada Isolda vuelve y podría curarlo y
vivir
con él, se arranca el apósito de la herida para dirigirse tambaleándose y sangrando hacia ella, lo que a Isolda la irrita sólo brevemente porque él no ha respetado el
timing
y ha llegado demasiado pronto, y entonces «fija con creciente entusiasmo los ojos en el cadáver de Tristán» y ofrece el orgasmo más largo de la historia de la Música (unos siete minutos y medio), antes de caer muerta a su vez en brazos de Tristán.

Kleist, el 21 de noviembre de 1811, en una altura situada a orillas del pequeño lago Wann, junto a Potsdam, necesitó menos tiempo. «Cincuenta pasos» había dado —según declaró a la policía una criada de la posada próxima—, cincuenta pasos después de oír el primer disparo y pensar: «¡Esos extranjeros! Se divierten con sus armas de fuego», antes de que se oyera el segundo disparo. Sin duda eso es menos de un minuto. Kleist necesitó ese tiempo para convencerse de la muerte de su acompañante —uno vacila en escribir su «amada»—, a la que había disparado bajo el pecho izquierdo, entre las costillas, en pleno corazón, recostarla quizá todavía (yacía sobre la espalda, sonriendo contenta), tirar la pistola disparada, coger otra recién montada (para mayor seguridad había cogido tres), arrodillarse entre las piernas de la mujer y dispararse una bala en el cerebro a través de la boca…

Al comienzo de la historia de los que no quieren aceptar la muerte a causa del amor está Orfeo. Hubo otros que, vivos, se atrevieron a echar una ojeada o dar un paseo por el mundo de sombras del Hades, pero ninguno que, como Orfeo, fuera al Reino de los Muertos para exigir el regreso a la vida de su amada muerta. Además de ese
morceau de bravoure
no totalmente conseguido, se atribuyen a Orfeo una serie de logros y hazañas. Es el padre primigenio de la canción lírica, el arte de las palabras y los sonidos; su canto era hermoso más allá de toda ponderación, porque encantaba y calmaba no sólo a las personas sino también a los animales, las plantas e incluso la naturaleza inanimada y los elementos. Simplemente por el poder de su arte, consiguió, al menos temporalmente, civilizar, adecentar y hacer amable un mundo imprevisible, salvaje y violento. Pasa por ser el patrocinador del matrimonio y, curiosamente, también del amor a los muchachos y el inventor de la magia. Su culto se extendió desde la Tracia, por todo el mundo griego y luego romano, convirtiéndose en una verdadera religión. Hasta el final del mundo antiguo, incluso en la alta Edad Media, el prestigio de Orfeo fue tan inmenso que los primeros difusores del cristianismo no pudieron menos de aprovecharse de su popularidad y atribuir a Jesús una parte de su culto (como, por ejemplo, el del Buen Pastor), adoptándolo en su propia religión… No sin poner de relieve, evidentemente, que el culto a Orfeo era un culto idolátrico primitivo, que Jesús superaba a Orfeo en todos los aspectos, también como cantor cuyas canciones habían ahuyentado para siempre a los demonios y otros semidioses y subdioses, y amansado a la más salvaje de las fieras, es decir, a los hombres, a los que había devuelto al cielo. Además, no sólo había desafiado a la muerte sino que la había vencido realmente, en su propio nombre y al mismo tiempo en representación de toda la Humanidad —no se conformaba con menos—, por no hablar de los muertos que, dicho sea de paso y a diferencia de Orfeo, con éxito, había devuelto a la vida. Nos permitimos señalar que —con independencia del éxito— las tres resurrecciones de Jesús de Nazaret de que hablan los Evangelios no pueden compararse, en nuestra opinión, con la hazaña gloriosamente fracasada de Orfeo de Tracia, ni en audacia ni en fuerza poética o mitológica. Sirva de ejemplo y prueba el caso de Lázaro, la resurrección más detalladamente descrita y conocida de Jesús. Se desarrolla así:

Dos señoras, amigas de Jesús, envían a buscarlo; su hermano Lázaro yace enfermo y quisieran que Jesús fuera y lo sanara. ¿Qué hace Jesús? Al principio no va. Dice: «Esta enfermedad no es para muerte, mas por gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.» Se comporta (digamos para ser justos: según el evangelista Juan) de forma no distinta a la de cualquier dirigente político de tiempos recientes y recientísimos, cuando se enfrenta con un acontecimiento que se produce inesperadamente y no es agradable: trata, de forma refleja, de aprovechar ese acontecimiento a su favor y obtener un provecho propagandístico. El que Jesús deje que un enfermo guarde cama y sufra es de importancia secundaria. Es mucho más importante cómo se pone en escena la salvación del enfermo del modo públicamente más efectivo, aumentado así el prestigio de uno y fortaleciendo a su partido. Jesús lo hace de la forma más extrema, francamente brutal. Aguarda a que Lázaro haya muerto y dice a sus seguidores que se alegra de no haber estado antes con ellos, concretamente, como dice: «Porque creáis.» Sólo entonces se dirige con toda calma, con su séquito, al pueblo de Lázaro, al que llega con cuatro días de retraso. Las dos señoras, llamadas Marta y María, se sienten comprensiblemente decepcionadas: «Señor, si hubieras estado aquí —dicen—, no fuera muerto nuestro hermano.» Jesús toma la observación como un delito de lesa majestad, se enfurece e increpa a las dos ante la multitud entristecida, diciéndoles que no deben llorar ni lamentarse, sino creer, y concretamente en él, como Hijo de Dios para el que nada es imposible. Entonces ordena que lo lleven a la tumba, no sin hacer en el camino algo emotivo, concretamente derramar unas lágrimas ante todos, lo que inmediatamente tiene en el público el éxito deseado. «Mirad cómo lo amaba», murmura la multitud. Llegado junto a la tumba, una especie de caverna cerrada con una losa, Jesús ordena: «¡Quitad la piedra!» Desecha la objeción de una de las hermanas en el sentido de que sería mejor dejarlo estar, porque el muerto lleva ya cuatro días y hiede; de nuevo la increpa, diciéndole que cierre la boca y crea… Perdón, la cita no es exacta, el Mesías se expresa de una forma un poco más elegante: «¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios?» Eso dice. Ha llegado el momento decisivo. La muchedumbre contiene el aliento. Se ve cómo, al principio, mira a la oscura caverna y luego vuelve la vista esperanzada hacia Jesús, se ve cómo seguidores y adversarios (también éstos están presentes) aguzan el oído y sacan el estilete para que no se les escape ninguna palabra del Maestro y ningún detalle deje de ser recogido… El relato de Juan se lee como un reportaje a posteriori, se tiene la impresión de presenciar un espectáculo mediático de nuestros días y sólo faltan las cámaras de televisión.

Entonces, primer plano de Jesús: antes de pasar a los hechos, prepara el momento dramatúrgicamente culminante, aumentando aún más la expectación mediante un tiempo de espera y difundiendo al mismo tiempo su mensaje con una franqueza abierta que revela su finalidad propagandística. Levanta los ojos hacia Dios en los cielos, a quien llama padre, y dice: «Padre, gracias te hago que me has oído. Que yo sabía que siempre me oyes, mas por causa de la compaña que está arredor lo dije, para que crean que tú me has enviado.» Y sólo luego dirige la mirada a la caverna y grita con una gran voz: «¡Lázaro, ven fuera!»

Y el pobre tipo, con la cabeza y los miembros envueltos en trapos funerarios y oliendo ya, sale tambaleándose de su tumba a la resplandeciente luz del día y tiene que aparecer ante la muchedumbre boquiabierta. «Desatadlo —dice Jesús secamente— y dejadlo ir.»

El éxito de la actuación es, como estaba previsto, abrumador. La mayoría de los judíos presentes se adhiere espontáneamente al partido de Jesús; otros salen en enjambres para dar a conocer por todo el país la hazaña; algunos van directamente a contárselo a los sumos sacerdotes. Y éstos deciden entonces quitar de la circulación y matar al sedicioso predicador ambulante, que desde hace tiempo es para ellos una pejiguera, por razones políticas cuidadosamente sopesadas. Así, la resurrección de Lázaro lleva directamente al último acto de la incomparable historia de éxitos de Jesús de Nazaret: su muerte en la cruz, por él mismo predicha, querida y provocada, cuyo empuje propagandístico no es posible ya contener…

Orfeo murió de una forma no menos cruel. Desde su regreso del Submundo y la pérdida segunda y definitiva de su amada, cayó en una grave melancolía, renunció a los placeres de la vida, concretamente al amor de las mujeres, y «vagaba», como dice Virgilio, «solitario en la nieve de las estepas hiperbóreas, en la escarcha eterna, llorando la pérdida de Eurídice», lo que suscitó la ira de las mujeres tracias, que eran dionisíacamente ansiosas y querían ser ansiadas, y finalmente lapidaron a muerte a aquel mozalbete cantante que las había rechazado, lo hicieron pedazos, dispersaron sus miembros y arrojaron su cabeza, clavada en la lira, al río más próximo, en donde, al alejarse flotando, su lamento continuaba: «Seguía gritando “Eurídice”, con lengua torpe y balbuceante / gritando con aliento que se le escapaba: “¡Ay, pobre Eurídice!”… A su alrededor / “Eurídice” resonaba aún desde las orillas de la corriente.»

La vida de Orfeo no termina con un programático «¡Consumado es!» que sea el punto final de un grandioso plan de redención del mundo, sino con un simple grito quejumbroso por su única amada. Con el mismo lamento comenzó también. Mientras que Jesús fue ya anunciado y nacido como Mesías y no fue durante toda su vida más que el Mesías, Orfeo entró en el mito y en la Historia como doliente. Había perdido a su joven mujer, mordida por una serpiente venenosa. Y está tan desconsolado por la pérdida que hace algo que puede parecemos demente, pero también totalmente comprensible. Quiere devolver a la vida a su amada muerta. No es que de por sí pusiera en duda el poder de la muerte ni el hecho de que le correspondiera la última palabra; y mucho menos trata de vencer a la muerte de una forma representativa, en beneficio de toda la Humanidad o de una vida eterna. No, sólo quiere que le devuelvan a ella, a su amada Eurídice, y no para siempre y eternamente, sino por la duración normal de una vida humana, a fin de ser feliz con ella en la Tierra. Por eso, el descenso de Orfeo al Submundo no debe interpretarse en modo alguno como una empresa suicida —no era Werther, ni Kleist, ni mucho menos Tristán—, sino como una empresa sin duda arriesgada, pero totalmente orientada a la vida y que incluso lucha desesperadamente por la vida… Lo que por cierto se le reprocha en
El banquete
de Platón: en éste, Fedón se burla del «débil juglar» Orfeo a quien le ha faltado coraje para matarse por amor y ha preferido penetrar vivo en el Submundo. ¡Como si fuera un juego de niños! Porque, a diferencia de Jesús, Orfeo no se asegura en su audacia inaudita el apoyo de los dioses, aunque —como algunos dicen— en su calidad de hijo de Apolo tenía sin duda buenas relaciones con el Olimpo. Al contrario, infringe consciente y voluntariamente el orden divino al introducirse en el reino de los muertos. Tampoco echa las campanas al vuelo de antemano por su hazaña, como su seguidor nazareno, no la anuncia, no se rodea de jóvenes y gentes para convertirla en un gran acontecimiento mediático, sino que va solo, confiado por completo a sus propios medios y armado sólo de su lira, su voz y su lastimera canción. Ésta sin embargo —y él lo sabe sin duda— es de una belleza tan embriagadora, tan desgarradora, que el Cancerbero se somete sin rechistar, el barquero Caronte olvida sus preceptos, las furias guardan silencio amansadas, Tántalo no siente ya sus tormentos, Sísifo deja por un momento su trabajo y escucha, e incluso Perséfone y Hades, la siniestra pareja soberana de allí abajo, ante cuyo trono comparece Orfeo cantando, consideran al intruso con cierta emoción.

Y entonces hace algo —al menos así nos lo cuenta Ovidio— que lo hace aparecer a nuestros ojos, lo confesamos, como extraordinariamente simpático: no insiste, no reclama su derecho, no grita: «¡Sal fuera, Eurídice!», no quiere demostrar nada con sus actos. Permanece modesto e inteligente. Ruega y argumenta. Negocia.

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