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Authors: John Stuart Mill

Tags: #Filosofía

Sobre la libertad (18 page)

El derecho inherente a la sociedad de oponer a los crímenes ciertas precauciones previas sugiere algunas restricciones a la máxima según la cual una mala conducta puramente personal no constituye materia de prevención o de castigo. La embriaguez, por ejemplo, en los casos ordinarios, no es materia a propósito para la intervención legislativa; pero yo encontraría perfectamente legítimo que un hombre convicto de haber cometido alguna violencia en relación a otra persona bajo la influencia de la bebida, fuese sometido a una restricción legal especial y personal; que, si más tarde se le volviese a encontrar bebido, quedase sujeto a penalidad; y que, si en este estado cometiese alguna otra ofensa, el nuevo castigo fuese más severo. Una persona que se embriaga, sabiendo que la embriaguez la impulsa a perjudicar a sus semejantes, comete un crimen hacia los demás; del mismo modo, la ociosidad, excepto entre aquellas personas que reciben una paga del público, o bien cuando este vicio constituye ruptura de un contrato, no puede convertirse sin tiranía en objeto de castigos legales. Pero, si por ociosidad o por cualquier otra causa fácil de evitar, alguien no cumple sus deberes legales para con sus semejantes, como, por ejemplo, mantener a sus hijos, no es tiranía forzarle a cumplir esta obligación por medio de un trabajo obligatorio, si es que no existen otros medios. Por otro lado, hay multitud de actos, que —pues no perjudican directamente más que a sus autores, no deberían ser prohibidos legalmente, pero que, cometidos en público, constituyen una violación de las buenas costumbres, pasando así a la categoría de ofensas a los demás— pueden ser prohibidos con toda justicia. Tales son los actos cometidos contra la decencia, sobre los cuales no es necesario insistir, tanto más cuanto que sólo tienen una relación indirecta con nuestro tema; siendo igualmente objetable toda publicidad insistente de acciones, aunque no sean en sí mismas condenables, ni se suponga que lo son.

Existe otra cuestión a la que hay que hallar solución apropiada y de acuerdo con los principios aquí expuestos. Se trata de los casos de conducta personal considerados condenables, pero que, debido al respeto a la libertad, la sociedad se abstiene de prevenir o de castigar, ya que del mal que de ellos resulta recae por completo sobre el agente mismo. ¿Se debe permitir que otras personas tengan la libertad de aconsejar o de inducir a hacer lo que el agente libremente hace? La pregunta no carece de dificultad. El caso de una persona que solicita de otra la ejecución de un acto cualquiera no constituye, en sentido estricto, un caso de conducta personal. Dar consejos, o brindar sugerencias a un semejante, es un acto social, y puede, por consiguiente, ser considerado como sometido al control social. Pero un poco de reflexión hace variar la primera impresión, al demostrar que, aunque el caso no se halle estrictamente comprendido en la definición de libertad individual, se le pueden aplicar, sin embargo, las razones sobre las que se funda el principio de esta libertad. Si se debe permitir que las gentes obren según les parezca, ateniéndose después a los riesgos y peligros que de ello resultare, deberán ser igualmente libres para consultarse entre sí qué es conveniente hacer, para intercambiar sus opiniones, así como para dar y recibir mutuamente sugerencias. Todo lo que está permitido hacer puede ser objeto de consejo. La cuestión sólo es dudosa cuando el sugeridor obtiene de su consejo un proyecto personal, o si es que aconseja para subsistir o para enriquecerse, o para alentar lo que la sociedad y el Estado consideran un mal. Entonces, realmente, se introduce un nuevo elemento de complicación, es decir, la existencia de una clase de personas cuyo interés se opone a lo que se considera como el bien público, y cuya manera de vivir se basa en poner obstáculos a este bien. ¿Es éste un caso de intervención? La prostitución y el juego deben ser tolerados, pero ¿una persona debe ser libre para mantener y afirmar esta corrupción o para tener una casa de juego? Es éste uno de los casos que se encuentran en el extremo limite de dos principios, y es difícil ver con claridad a cuál de los dos pertenece realmente. Existen argumentos favorables a una y otra parte. Se puede decir en favor de la tolerancia que el simple hecho de tomar una cosa como oficio y de vivir y de enriquecerse haciéndola, no puede convertir en criminal lo que de otro modo no lo sería, y sería admisible; que si los principios que hasta aquí hemos sostenido son justos, la sociedad,
como
sociedad, no tiene por qué declarar malo lo que no afecta más que al individuo; ella no puede ir más allá de la disuasión, y una persona podrá ser tan libre para disuadir como otra para persuadir. En contra de esto, puede alegarse que si bien el público o el Estado no tienen derecho a decidir autoritariamente sobre tal o cual conducta personal —cuando afecta sólo a los intereses del individuo— sí tienen fundamento en suponer que, si la consideran mala, séalo o no, al menos se trata de una cuestión discutible. Siendo esto así, el Estado no puede hacer ningún mal al tratar de destruir la influencia de instigadores que no obran de modo imparcial y desinteresado, que tienen un interés directo en un aspecto (un aspecto malo, según lo que piensa el Estado), y que impulsan declaradamente hacia ese aspecto a los demás según puntos de vista personales. Además, no se pierde nada, no se sacrifica ningún bien, con que las gentes obren de acuerdo con sus gustos, sabia o estúpidamente, pero por sí mismos, sin ser inducidos ni impulsados por gentes que llevan en ello su propio provecho. Así, se nos dirá aunque los estatutos sobre los juegos ilícitos sean teóricamente insostenibles —aunque todo el mundo deba tener libertad para jugar en su casa, o en casa de otros, o en cualquier lugar de reunión, fundado por suscripción y abierto solamente a sus miembros o a visitantes—, sin embargo, no hay que permitir las casas de juego públicas. Es verdad que la prohibición no resulta siempre eficaz, por muchos poderes que goce la policía, y que siempre será posible mantener las casas de juego con otros pretextos; pero estarán obligadas a efectuar sus operaciones con un cierto grado de misterio y secreto, de modo que sólo quienes las frecuentan las conozcan; y la sociedad no debe aspirar a más.

Estos argumentos tienen una fuerza considerable. Yo no me arriesgaría a decidir si bastan para justificar la anomalía moral que hay que castigar lo "accesorio" cuando lo "principal" es y debe ser libre; en multar o encarcelar al alcahuete, pero no al fornicador, por ejemplo; al que tiene la casa de juego y no al jugador.

Menos aún se debería intervenir, por motivos semejantes, en las operaciones corrientes de compra y venta. Casi todo lo que se vende o se compra puede servir para cometer excesos, y los vendedores tienen un interés pecuniario en mantener esos excesos; pero no se puede basar un argumento en favor, por ejemplo, de la ley del Maine, porque los vendedores de bebidas fuertes, aunque interesados en el abuso, son indispensables a causa del uso legítimo de esas bebidas. Sin embargo, el interés que tienen esos comerciantes en favorecer la intemperancia es un mal real, y justifica que el Estado imponga restricciones y exija garantías, que de otro modo resultarían trabas impuestas a la libertad legítima.

Una cuestión ulterior es si el Estado, aunque la permita, debe imposibilitar, de manera indirecta, una conducta que él estima contraria a los más preciados intereses del agente; si debería, por ejemplo, tomar medidas para hacer más cara o más rara la embriaguez, limitando el número de lugares de venta. Pero, sobre esto, como sobre la mayoría de las cuestiones prácticas, es necesario establecer una serie de distinciones. Poner un impuesto a las bebidas fuertes es una medida que difiere poco de su prohibición completa y sólo es justificable en el caso de que la prohibición lo sea a su vez. Todo aumento de precio es una prohibición para los que no pueden pagar el nuevo precio, y para quienes pueden pagarlo supone una penalidad sólo por satisfacer un gusto particular. La elección de sus placeres y la manera de emplear su dinero no interesa a nadie más que a ellos, una vez que han cumplido con sus obligaciones morales y legales en relación al Estado y al individuo. A primera vista, puede parecer que estas consideraciones condenan la elección de bebidas fuertes como objeto especial de impuesto con el fin de obtener ingresos. Pero se debe recordar que la imposición con fines fiscales es absolutamente indispensable; que en muchos países es necesario que gran parte de esta imposición sea indirecta; y que, por consecuencia, el Estado no tiene más remedio que gravar impuestos sobre ciertos artículos de consumo, aunque para algunas personas resulten prohibitivos. Constituye un deber del Estado, pues, considerar al establecer los impuestos, de qué artículos pueden prescindir mejor los consumidores; y
a fortiori,
elegir preferentemente entre ellos los que puedan ser nocivos, en caso de que su uso no sea moderado. Por consiguiente, los impuestos sobre los estimulantes, elevados hasta el punto de que produzcan el máximo ingreso (suponiendo que el Estado tenga necesidad de todo el beneficio que este impuesto produzca), no sólo son admisibles, sino convenientes.

El problema que consiste en saber si la venta de esas mercancías ha de ser un privilegio más o menos exclusivo, debe ser resuelto de modo diferente según los motivos a los que se quiera subordinar la restricción. La vigilancia de la policía es necesaria en todos los lugares de esparcimiento público, y principalmente los de esta especie, porque en ellos es fácil que se originen ofensas contra la sociedad. Por tanto, será conveniente no conceder el permiso de vender estas mercancías (cuando se trata de una consumición inmediata) más que a personas de conducta respetable y reconocida; deberán reglamentarse, además, las horas de apertura y cierre como lo exige la vigilancia pública, y se retirará la licencia si, en ocasiones repetidas, se cometen violaciones contra la paz pública, por la connivencia o la incapacidad de quien rige el establecimiento, o si éste se convierte en un lugar de cita de personas que maquinan y preparan actos contra la ley. Ninguna otra restricción en principio, me parece justificable. Por ejemplo, la limitación del número de tabernas y cervecerías, con objeto de hacer más difícil su acceso y disminuir las ocasiones de tentación, no sólo expondría a todos a ciertas molestias, por el simple hecho de que haya quienes abusarían de la facilidad, sino que no sería conveniente más que a un estado de la sociedad en que las clases obreras fueran tratadas como niños o como salvajes y mantenidas con una educación restrictiva que las capacite para ser admitidas en el futuro, a los privilegios de la libertad. No es éste el principio con que se gobierna declaradamente a las clases obreras en los países libres; y nadie que estime la libertad en su justo valor consentiría que lo fuesen de ese modo, a menos que se hayan agotado todas las posibilidades de formarlas según los principios de la libertad, y de gobernarlas como hombres libres, habiéndose llegado a la conclusión de que sólo pueden ser gobernadas como niños. La simple exposición de la alternativa muestra lo absurdo que sería suponer que tales esfuerzos se han hecho en alguno de los casos que así merecen ser tratados. En nuestro país, debido a que las instituciones son un amasijo de inconsistencias, se ponen en práctica cosas que pertenecen a los gobiernos despóticos, o, como se les llama, paternales, mientras que la libertad general de nuestras instituciones impide ejercer el control necesario para que las trabas resulten verdaderamente eficaces como educación moral.

Ya se señaló en las primeras páginas de este ensayo que la libertad del individuo en cosas que sólo a él conciernen, implica la libertad análoga para cualquier número de individuos, de regirse de mutuo acuerdo en todo aquello que conjuntamente les atañe, y que no ataña a nadie más que a ellos. Esta cuestión no presenta ninguna dificultad, en tanto que la voluntad de todas las personas interesadas permanezca inalterable: pero como esta voluntad puede cambiar, a menudo resulta necesario, incluso en cosas que sólo a estas personas conciernen, que ellas tomen sus acuerdos hallándose en presencia mutua unas de otras; y siendo esto así, resulta conveniente como regla general que sus acuerdos sean mantenidos. Sin embargo, es probable que en las leyes de cada país esta regla general tenga algunas excepciones. Las personas interesadas no están obligadas a cumplir sus compromisos cuando resulta perjuicio para un tercero, y el hecho de que tal perjuicio exista es razón suficiente para relevarlas de ellos. Por ejemplo, en nuestro, país y en la mayoría de los países civilizados, un compromiso por el que una persona se comprometiera a ser vendida como esclava sería nulo y sin ningún valor; ni la ley ni la opinión impondrían su cumplimiento. El motivo por el que así se limita el poder de un individuo sobre sí mismo es manifiesto, y ello se ve muy claramente en este caso extremo. El motivo para no intervenir en las acciones voluntarias de un individuo (a menos que sea en beneficio de otras personas) estriba en el respeto o consideración de su libertad. Su elección, por ser voluntaria, prueba que lo que él elige es deseable, o al menos soportable para él, y después de todo no hay modo mejor de asegurar a nadie su dicha que el de permitirle que elija lo que desea. Pero, al venderse como esclavo, un hombre abdica de su libertad; abandona, después de ese acto único, todo uso futuro de su libertad. Destruye, pues, en su propio caso, la razón por la cual le era permitido disponer libremente de su persona. Y no sólo dejará de ser libre, sino que, desde entonces, permanecerá en una posición que presumiblemente ya no será de su agrado y que, por lo tanto, habrá dejado de ser voluntaria. El principio de libertad no puede exigir en ningún caso que se sea libre para no serlo. No es libertad el poder enajenar la libertad propia. Estas razones, cuya fuerza es tan manifiesta en este caso concreto, tienen evidentemente una aplicación más amplia; no obstante, por todas partes se hallan limitadas, pues las necesidades de la vida exigen continuamente, no que renunciemos a nuestra libertad, sino que consintamos en verla limitada de tal forma o de tal otra. El principio que reclama completa libertad de acción en todo aquello que sólo al individuo particular interesa, sin que afecte para nada a sus semejantes, exige que quienes se hallen comprometidos con otra persona, . en relación a ciertas cosas que no afectan a un tercero, puedan liberarse mutuamente de su compromiso; e incluso, sin esta liberación voluntaria, no existen quizá contratos o compromisos, a menos que se trate de dinero o algo que valga dinero, que no lleven implícita alguna libertad de retractarlos. El barón Guillermo de Humboldt, en su excelente ensayo ya citado, declara que en su opinión los compromisos que implican relaciones o servicios personales no deberían ligar más que por un determinado tiempo, y que el más importante de estos compromisos, el matrimonio, debería poder ser anulado sin más que la voluntad declarada de cada una de las partes, pues tiene la particularidad de que sus fines se frustran si los sentimientos de las dos partes no se avinieran armónicamente a cumplirlo. Este asunto es demasiado importante y demasiado complicado para ser tratado en un paréntesis, y no hago aquí más que insinuarlo a manera de ilustración. Si la concisión y la generalidad de la disertación del barón de Humboldt no le hubieran obligado a conformarse con enunciar su conclusión, sin discutir las premisas, hubiera reconocido sin duda que la cuestión no puede decidirse según razones tan sencillas como las que él se limita a dar. Cuando una persona, o por una promesa expresa o por su conducta, ha inducido a otra. a creer que obrará de un cierto modo, a fundar esperanzas, a hacer cálculos, a ordenar parte de su vida de acuerdo con esta suposición, esta persona se ha creado en relación con la otra una nueva serie de obligaciones morales que, de hecho, podrán ser desatendidas, pero que no pueden ser ignoradas. Además, si las relaciones entre las dos partes contratantes han ido seguidas de consecuencias para otras personas, si han colocado a terceras partes en una posición particular, o si, como en el caso del matrimonio, han dado nacimiento a un tercero, las dos partes contratantes tendrán obligaciones que cumplir con respecto a ese tercero, cumplimiento que se verá afectado en gran manera por la continuación o la ruptura de las relaciones entre las partes que originaron el contrato.

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