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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (32 page)

En seguida estuvieron dispuestas a revelar sus verdaderas preocupaciones, conflictos y mecanismos de defensa cuando comprendieron que sus declaraciones se usaban para comprender una situación conflictiva concreta y no para juzgarlas. Apoyaban espontáneamente a un médico que tuviera el valor de oír la opinión que de él tenía su paciente, y pronto aprendieron a detectar cuándo surgían actitudes defensivas, tanto en los médicos como en ellas mismas.

Había una sala en el hospital en la que al parecer los pacientes moribundos permanecían solos mucho tiempo. La enfermera supervisora organizó una reunión con su equipo de enfermeras para comprender los problemas específicos. Cuando estuvieron todas reunidas en una pequeña sala de conferencias, preguntó a cada una de ellas qué pensaba del papel de las enfermeras ante el paciente enfermo de muerte. Una enfermera mayor rompió el hielo y manifestó su desaliento ante “la cantidad de tiempo que se malgasta con esos pacientes”. Señaló la realidad de la escasez de enfermeras y el “absurdo absoluto que supone malgastar un tiempo precioso en personas a las que ya no se puede ayudar”.

Luego una enfermera más joven añadió que siempre se ponía mala cuando “esa gente sé muere en mis brazos”, y a otra le molestaba especialmente cuando “se mueren en mis brazos mientras están presentes otros miembros de la familia” o “cuando acabo de ahuecarles la almohada”. De doce enfermeras, sólo una tenía la impresión de que los pacientes moribundos necesitaban sus cuidados, y de que, aunque no pudiera hacer mucho, por lo menos podía hacerles encontrarse cómodos físicamente. Toda la reunión fue una valiente manifestación de su disgusto ante aquella clase de trabajo mezclado con una sensación de ira, como si aquellos pacientes les jugaran una mala pasada al morir en su presencia.

Estas mismas enfermeras han llegado a entender las razones de sus sentimientos, y ahora quizá reaccionan ante sus pacientes moribundos tratándolos como a seres humanos que sufren y necesitan más cuidados que sus compañeros de habitación menos graves.

Su actitud ha cambiado gradualmente. Muchas de ellas han empezado a asumir el papel que nosotros representábamos en el seminario. Ahora muchas de ellas se encuentran muy cómodas cuando un paciente les hace una pregunta sobre su futuro. Tienen mucho menos miedo de pasar tiempo con un paciente desahuciado y no vacilan en venir a vernos para hablar de sus problemas con una persona especialmente atribulada o de trato difícil. A veces traen parientes al seminario o al despacho del capellán, y organizan reuniones de enfermeras para discutir diferentes aspectos del cuidado total del paciente. Para nosotros han sido alumnas y maestras, y han aportado mucho al seminario. Hay que agradecer mucho al personal administrativo y supervisor, que ha apoyado el seminario desde el principio y que incluso ha tomado medidas para suplir en las salas a las enfermeras que querían asistir a las entrevistas y a los coloquios.

Las asistentas sociales, las terapistas ocupacionales y las terapistas de inhalación, aunque menos en número, han colaborado igualmente y han hecho de esto un seminario verdaderamente interdisciplinar. Se han presentado voluntariamente a visitar a nuestros pacientes más tarde y a hacer de lectoras para aquellos que ni siquiera podían abrir un libro. Nuestras terapistas ocupacionales han ayudado a muchos de nuestros pacientes con pequeños proyectos artísticos y trabajos manuales como medio para mostrarles que todavía pueden funcionar a algún nivel. De todo el personal que ha participado en este proyecto, las asistentas sociales han sido las que menos aprensión han manifestado al afrontar la crisis. Quizás es que la asistencia social está tan ocupada con los vivos que en realidad no tienen de qué tratar con los moribundos. Generalmente le preocupan el cuidado de los niños, los aspectos financieros, quizás el problema de la residencia, y por último, e igualmente importante, los conflictos de los parientes, o sea que una muerte puede ser menos temible para ella que para los miembros del personal hospitalario que tratan directamente con el enfermo desahuciado y cuyo trabajo termina ruando muere el paciente.

Un libro sobre el estudio interdisciplinar del cuidado de los enfermos desahuciados no quedaría completo sin hacer referencia al papel del capellán de hospital. A él es a quien se suele llamar cuando un paciente atraviesa una crisis, cuando se está muriendo, cuando su familia tiene dificultad para aceptar la noticia, o cuando el equipo de tratamiento desea que él haga de mediador. Durante el primer año yo hice este trabajo sin la asistencia de sacerdotes. Su presencia ha cambiado mucho el seminario. El primer año fue increíblemente difícil por muchas razones. Ni mi trabajo ni yo éramos conocidos y por lo tanto nos encontrábamos con mucha resistencia comprensible y con cierta renuencia además de las dificultades inherentes a esta empresa. Yo no tenía recursos y no conocía bastante al personal como para saber a quién tenía que abordar y a quién esquivar. Tenía que hacer centenares de kilómetros por los pasillos del hospital y descubrir quién era abordable y quién no, con el duro método de probar y cometer errores. Si no hubiera sido porque la respuesta de los pacientes fue abrumadoramente buena, tal vez habría abandonado hace tiempo.

Fue después de una búsqueda infructuosa cuando acabé en el despacho del capellán una noche, exhausta, frustrada y en demanda de ayuda. Entonces el capellán del hospital compartió conmigo los problemas que tenía con aquellos pacientes, sus propias frustraciones y su necesidad de ayuda, y a partir de entonces unimos nuestras fuerzas. Él tenía una lista de los enfermos críticos que había, y había tenido ya contactos con muchos de ellos; así pues, terminó la búsqueda y se convirtió en trabajo de escoger los más necesitados.

Entre los muchos capellanes, pastores, rabinos y sacerdotes que han asistido al seminario, he visto a pocos que eludieran la cuestión o que mostraran tanta hostilidad o disgusto desplazado como he visto entre otros miembros de las profesiones asistenciales. Lo que me sorprendió, sin embargo, fue la cantidad de clérigos que se sentían tan a gusto utilizando un libro de rezos o un capítulo de la Biblia como única comunicación entre ellos y los pacientes, evitando así escuchar sus necesidades y verse expuestos a preguntas que tal vez no podrían o no querrían contestar.

Muchos de ellos habían visitado a innumerables personas muy enfermas, pero empezaron por primera vez, en el seminario, a afrontar realmente la cuestión de la muerte y de la forma de morir. Estaban muy ocupados con las ceremonias funerarias y con su papel durante el entierro y después de él, pero tenían muchas dificultades para tratar con la propia persona moribunda.

A menudo usaban la orden del médico de “no decírselo” o la frecuente presencia de un miembro de la familia como excusa para no comunicarse en serio con los pacientes moribundos. Fue a lo largo de repetidos encuentros cuando empezaron a comprender que eran muy reacios a afrontar los conflictos y que usaban la Biblia, el pariente o las órdenes del médico como una excusa o intento de razonar su falta de compromiso.

El cambio de actitud más conmovedor e instructivo, quizás, fue el manifestado por uno de nuestros estudiantes de teología que había asistido a las clases regularmente y que parecía muy metido en este trabajo. Una tarde vino a mi despacho y pidió verme a solas. Había pasado una semana de angustia total y de enfrentamiento con la posibilidad de su propia muerte. Le habían aumentado mucho las glándulas linfáticas y le habían dicho que se hiciera una biopsia para ver si se trataba de algo maligno. Asistió al siguiente seminario y compartió con el grupo las fases de conmoción, desaliento e incredulidad por las que había pasado los días de rabia, depresión y esperanza, alternando con una ansiedad y un miedo totales. Comparó gráficamente sus intentos de afrontar la crisis con la dignidad y el amor propio que había visto en nuestros pacientes. Describió el alivio que le había supuesto la comprensión de su mujer y compartió con nosotros las reacciones de sus niños cuando habían oído algunas de sus conversaciones. Fue capaz de hablar de ello con gran realismo y nos hizo conscientes de la diferencia que hay entre ser un observador y ser el propio paciente.

Este hombre nunca usará palabras vacías cuando se encuentre con un paciente desahuciado. Su actitud no ha cambiado gracias al seminario sino porque tuvo que afrontar la posibilidad de su propia muerte en unos momentos en los que estaba aprendiendo a afrontar la muerte inminente de aquellos a quienes tenía que cuidar.

Gracias al personal hemos aprendido que la resistencia ante una empresa así es tremenda, la hostilidad desplazada y la indignación a veces son difíciles de aceptar, pero estas actitudes pueden variar. Cuando los del grupo hubieron comprendido las razones de su actitud defensiva y aprendido a afrontar los conflictos y a analizarlos, fueron capaces de contribuir no sólo al bienestar de los pacientes sino también a la madurez y a la comprensión de los demás participantes. Donde los obstáculos y el miedo son grandes, la necesidad es igualmente grande. Quizá por eso ahora disfrutamos tanto del fruto de nuestro trabajo; porque tuvimos que cavar tan duramente la tierra y tuvimos que esperarnos tanto para sembrarla.

Reacciones de los estudiantes

La mayoría de nuestros estudiantes empezaron el curso sin saber exactamente lo que les esperaba, sólo porque, al oír hablar a otros, habían encontrado atractivos ciertos aspectos. La mayoría de ellos creían que tenían que enfrentarse a “pacientes de verdad” antes de asumir la responsabilidad de cuidarlos. Sabían que las entrevistas tenían lugar tras un espejo de una sola dirección y que eso servía para muchos estudiantes como una “forma de acostumbrarse” antes de tener que enfrentarse a un paciente de una forma directa.

Muchos estudiantes (de esto nos enteramos más tarde, durante los coloquios) se matricularon porque tenían en su propia vida conflictos sin resolver respecto a la muerte de una persona querida o ambivalente, y unos pocos vinieron porque quisieron aprender técnicas para entrevistar. La mayoría decían que venían para aprender más sobre los complejos problemas que plantea la muerte; pero sólo unos pocos tenían realmente esa intención. Más de un estudiante vino a la primera entrevista lleno de confianza en sí mismo, y salió de la sala antes de que terminara la entrevista. Muchos estudiantes tuvieron que hacer varios intentos antes de poder resistir toda una entrevista y un coloquio, y luego todavía les afectaba cuando un paciente pedía que la sesión tuviera lugar en una sala de cara al público, y no detrás del espejo.

Hasta después de tres o más sesiones no se encontraban a gusto hablando de sus propias reacciones y sentimientos delante del grupo, y muchos de ellos discutían sobre sus respuestas mucho después de terminada la sesión. Había un estudiante que siempre hablaba de detalles sin importancia de la entrevista, provocando un debate en el grupo, hasta que otros participantes se preguntaron si aquello no sería quizá su manera de eludir la verdadera cuestión, a saber, la muerte inminente del paciente. Otros sólo eran capaces de hablar de los problemas médico-técnicos y de gestión, y se sentían muy incómodos cuando la asistenta social se refería a la agonía de un joven esposo y de los niños. Cuando tomaba la palabra una enfermera y ponía en cuestión la racionalidad de ciertos procedimientos y pruebas, los estudiantes de medicina se identificaban rápidamente con el médico que los había ordenado y salían en su defensa. Luego hubo otro estudiante de medicina que se preguntó si reaccionaría de la misma manera si el paciente fuera su padre y él pudiera dar las órdenes. De repente, los estudiantes de las diferentes disciplinas empezaron a darse cuenta de la magnitud de los problemas con los que se enfrentan algunos médicos, y empezaron no sólo a apreciar mejor el papel del paciente sino también los conflictos y la responsabilidad de los diferentes miembros del equipo de tratamiento. Pronto empezaron a sentir un respeto y un aprecio crecientes por el papel del otro, que permitieron al grupo compartir verdaderamente sus problemas a nivel interdisciplinar.

Partiendo de una impresión de inutilidad, impotencia o puro miedo, desarrollaron un dominio conjunto de los problemas y una conciencia gradual y creciente de su propio papel en aquel psicodrama. Todos y cada uno se vieron obligados a afrontar las cuestiones importantes; tenían que comprometerse si no querían que otro del grupo pusiera de relieve su actitud defensiva. Y así, cada cual a su modo trató de afrontar su propia actitud con respecto a la muerte y, gradualmente, tanto él como el grupo se familiarizaron con ella. Como todos pasaron por el mismo proceso, doloroso pero compensatorio, esto fue más fácil para cada uno de ellos individualmente considerados. Del mismo modo que en la terapia de grupo la forma de resolver los problemas de uno puede ayudar a otro a afrontar los propios conflictos y enseñarle a solucionarlos mejor, la apertura, la honestidad y la aceptación, hicieron posible compartir lo que cada miembro aportaba al grupo.

Reacciones de los pacientes

En gran contraste con el personal, los pacientes respondieron favorablemente y de una forma abrumadoramente positiva a nuestras visitas. Menos de un 2 por ciento de los pacientes interrogados se negaron categóricamente a asistir al seminario, sólo un paciente de entre más de doscientos ni siquiera habló de la gravedad de su enfermedad, de los problemas resultantes de su enfermedad mortal o de su miedo a la muerte. Este tipo de paciente está descrito con más detalle en el capítulo III (sobre la negación).

Todos los demás pacientes acogieron muy bien la posibilidad de charlar con alguien que se ocupara de ellos. La mayoría nos pusieron a prueba primero, de una u otra forma, para asegurarse de que verdaderamente queríamos hablar de las últimas horas y de los últimos cuidados. La mayoría de los pacientes agradecieron que se rompieran sus defensas, se sintieron aliviados al no tener que mantener el juego de la conversación superficial cuando en el fondo estaban tan preocupados por temores reales o imaginarios. Muchos reaccionaron ante el primer encuentro como si hubiéramos abierto una compuerta volcaron todos sus sentimientos contenidos y lograron gran alivio después del encuentro.

Algunos pacientes aplazaban un poco la confrontación, pero el día o la semana siguientes nos pedían que fuéramos a verles. Los que estén intentando hacer esta clase de trabajo deben recordar que un “rechazo” de un paciente así no significa: “No, no quiero hablar de eso.” Sólo significa: “Ahora no estoy preparado para abrirme o para compartir algunas de mis preocupaciones.” Si después de este rechazo las visitas no se hacen raras sino que se renuevan, el paciente dará la señal cuando esté dispuesto a hablar. Mientras los pacientes sepan que hay alguien disponible para cuando ellos lo estén, llamarán en el momento oportuno. Muchos de estos pacientes han manifestado más tarde su agradecimiento por nuestra paciencia y nos han explicado las luchas interiores por las que habían pasado antes de poder expresarlas con palabras.

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