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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Sputnik, mi amor (14 page)

A primera hora de la tarde no se veía un alma en la plaza. Era el momento más caluroso del día. Los habitantes de la ciudad se encerraban en el frescor de sus casas y, la mayoría, disfrutaban de una siesta. A los únicos a quienes se les antojaba salir era a algunos extranjeros. En la plaza se erguía la estatua de un héroe. Se sublevó contra el ejército turco que ocupaba la isla al mismo tiempo que en la península griega se producía una revuelta, pero fue capturado y condenado a morir por empalamiento. Los turcos hincaron una afiladísima estaca en la plaza del puerto, desnudaron al infeliz héroe y allí lo clavaron. Con el peso del cuerpo, la estaca fue introduciéndose despacio, avanzando desde el ano hasta la boca, pero el héroe tardó mucho tiempo en expirar. Al parecer, la estatua se erguía en el mismo lugar donde habían hincado la estaca. En la época en que fue levantada, debió de haber sido una grandiosa y gallarda estatua de bronce; la brisa marina, el polvo y los excrementos de las gaviotas, el inevitable desgaste del paso del tiempo, habían hecho que ahora apenas se le distinguieran las facciones. Los habitantes de la isla casi ni prestaban atención a la mísera estatua, y a ella, por su parte, poco parecía importarle ya adónde fuera a parar el mundo.

—Hablando de gatos, guardo un recuerdo algo extraño —dijo Sumire como si se acordara de repente—. Cuando estaba en segundo de primaria, tenía un precioso gatito tricolor de unos seis meses. Una tarde, mientras yo estaba leyendo en el porche, empezó a pegar brincos, terriblemente excitado, al pie de un gran pino que crecía en el jardín. Los gatos suelen hacerlo, ¿verdad? Aunque no pase nada. Bufan, arquean el lomo, erizan el pelo, se ponen en posición de ataque con el rabo tieso.

»El gato estaba tan excitado que ni se daba cuenta de que yo lo estaba mirando desde el porche. Era una escena tan extraña que dejé el libro y me lo quedé observando. Parecía que quisiera proseguir eternamente aquel juego solitario. De hecho, conforme pasaba el tiempo, más en serio parecía tomárselo. Como si estuviera poseído. —Sumire se bebió el vaso de agua y se rascó la oreja—. Cuanto más lo miraba, más miedo me entraba. Se me ocurrió que, tal vez, el gato estuviera viendo algo que yo no podía ver, que eso era lo que lo agitaba de aquel modo. Poco después empezó a dar vueltas alrededor del árbol. Con una energía inusitada, como el tigre que se convierte en mantequilla del cuento ilustrado. Tras seguir así durante un tiempo, empezó a trepar por el tronco del árbol. Vi su carita atisbando entre las ramas, allá arriba. Desde el porche, lo llamé en voz alta. Pero no pareció oírme.

»Pronto anocheció y empezó a soplar el viento frío de finales de otoño. Sentada en el porche, esperaba a que bajase del árbol. Era un gatito muy sociable y pensé que, si yo permanecía allí, él bajaría enseguida. Pero no lo hizo. Tampoco lo oí maullar. Oscurecía deprisa. Me entró miedo y fui a avisar dentro de casa. Todos me dijeron: “¡Déjalo! ¡Bajará pronto!”. Pero el gato jamás volvió.

—¿No volvió? —preguntó Myû.

—No. El gato desapareció.
Como el humo
. Todos me dijeron que, durante la noche, habría bajado del árbol y se habría ido a jugar a alguna parte. Que los gatos, cuando se excitan, suben a lugares altos, pero que, una vez arriba, cuando miran hacia abajo, les entra miedo y ya no pueden bajar. Que pasa a menudo. Pero que si mi gatito aún estuviera arriba, maullaría desesperado para avisarnos de que se encontraba allí. Eso me dijeron. Pero yo no me lo creí. Pensaba que el gato debía de estar aferrado a una rama, tan aterrorizado que ni le salía la voz. Por eso, cuando volvía de la escuela, me sentaba en el porche, alzaba la mirada hacia el pino y lo llamaba de vez en cuando en voz alta. Pero nunca respondió. Una semana después desistí. Quería a mi gatito y me entristeció mucho lo sucedido. Cada vez que miraba el pino me imaginaba al infeliz gatito aferrado aún a las ramas altas, rígido, muerto. Mi gatito no había ido a ninguna parte, sino que había ido languideciendo allí arriba, hambriento y reseco.

Sumire alzó los ojos y miró a Myû.

—Desde aquel día, jamás he tenido otro gato. Me siguen gustando. Pero entonces decidí que aquel pobre gatito que había subido al árbol y que no había regresado jamás sería mi único gato. Olvidarlo y querer a otro era algo que yo no podía hacer.

*

—Ésta es la conversación que mantuvimos aquella tarde en el café del puerto —dijo Myû—. Entonces pensé que no eran más que recuerdos inocuos, pero, al pensar en ello luego, me dio la impresión de que todo tenía un significado. O tal vez sean sólo imaginaciones mías.

Myû miró por la ventana, ofreciéndome su perfil. El viento que llegaba del mar hacía ondear las cortinas fruncidas. Mientras ella miraba hacia la oscuridad, el silencio de la habitación pareció intensificarse un grado más.

—¿Puedo hacerte una pregunta? Siento desviarme del tema, pero hay algo que me preocupa desde hace rato —dije—. Has dicho que Sumire ha desaparecido, que se ha desvanecido
como el humo
. Hace cuatro días. Y que luego has ido a la policía, ¿es así? —Myû asintió—. Pero tú me has llamado a mí en vez de ponerte en contacto con su familia. ¿Por qué?

—No hay ninguna pista sobre lo sucedido. He estado dudando sobre si era mejor llamar a sus padres y preocuparlos antes de aclarar los hechos. Me lo he pensado mucho, pero he decidido esperar un poco más y ver cómo va todo.

Imaginé al guapo y sereno padre de Sumire tomando el ferry y llegando a la isla. ¿Lo acompañaría también, acongojada, su madrastra? De suceder tal cosa, la situación se complicaría, sin duda. Claro que, a mi parecer, ya era bastante complicada. No era fácil que un extranjero desapareciera y nadie lo hubiera visto durante cuatro días en una isla tan pequeña.

—¿Y cómo es que me has llamado a mí?

Myû volvió a cruzar sus piernas desnudas y tiró de los bajos de su falda sujetándolos con dos dedos.

—Eras la única persona a quien podía pedirle ayuda.

—¿Pese a no habernos visto nunca?

—Sumire confiaba en ti más que en nadie. Decía que tú, se tratara de lo que se tratase, eras capaz de ver las cosas en toda su complejidad.

—No creo que haya mucha gente que comparta su opinión —repliqué.

Myû entrecerró los ojos y sonrió, de tal forma que se le dibujaron, como siempre, aquellas finas arrugas.

Me levanté, me acerqué a ella, tomé de su mano la copa vacía. Fui a la cocina, le serví Courvoisier en la copa, volví a la sala de estar, se lo ofrecí. Myû me dio las gracias, tomó el brandy. El tiempo pasaba y, de vez en cuando, las cortinas oscilaban en silencio. El viento traía el olor de otra tierra.

—Oye, ¿tú
realmente
quieres saber la verdad? —preguntó Myû. Su voz tenía un timbre seco, como si al fin hubiese tomado una determinación.

Levanté la cabeza y la miré. Entonces dije:

—Hay una sola cosa que puedo asegurarte. Y es que, si no quisiera saber la verdad, no habría venido.

Durante unos instantes, Myû se quedó mirando las cortinas con ojos ciegos. Luego empezó a contar con voz pausada.

—Sucedió la noche del día en que hablamos de los gatos en el café del puerto.

9

Después de intercambiar sus historias de gatos en el café del puerto, Myû y Sumire fueron a comprar comida y volvieron a la casa. Luego, cada una a su manera, dejaron pasar el tiempo hasta la hora de la cena. Sumire entró en su habitación, se dirigió a su ordenador portátil y empezó a escribir. Myû se sentó en un sofá de la sala de estar, cruzó las manos detrás de la cabeza, cerró los ojos y escuchó las baladas de Brahms ejecutadas por Julius Katchen. Era un viejo LP, pero la interpretación estaba cargada de una dulce emoción. Sin ser presuntuosa, era rica en matices.

—¿Te molesta la música? —preguntó Myû asomándose a la habitación. La puerta estaba abierta de par en par.

—Brahms no me molesta jamás —respondió Sumire volviéndose. Era la primera vez que Myû la veía escribiendo tan concentrada. En su rostro se reflejaba una tensión desconocida. Mantenía la boca cerrada, como un animal al acecho, sus pupilas parecían haber cobrado profundidad.

—¿Qué estás escribiendo? —preguntó Myû—. ¿Una nueva novela «sputnik»?

Sumire relajó un poco la tensión en torno a su boca.

—Nada importante. Sólo estoy anotando algunas ideas que se me han ocurrido. Quizá puedan serme útiles más adelante.

Myû volvió al sofá, se sumergió en el pequeño mundo que trazaba la música en la luz de la tarde. Pensó en lo maravilloso que sería interpretar a Brahms en toda su belleza. «En el pasado me costaba tocar las piezas pequeñas. Las baladas se me resistían especialmente. Jamás había sido capaz de penetrar en ese mundo de matices y suspiros fluctuantes. Ahora podría tocarlas mucho mejor.» Pero Myû lo sabía muy bien:
«Jamás podré volver a tocar algo»
.

A las seis y media, prepararon juntas la cena en la cocina y cenaron, una al lado de la otra, en la terraza. Sopa de besugo con hierbas aromáticas, ensalada y pan. Descorcharon una botella de vino blanco y, después de la cena, tomaron café. Un barco pesquero apareció desde detrás de la isla y penetró en el puerto trazando una breve estela blanca. Quizás en su hogar les estuviera aguardando, a los pescadores, una cena caliente.

—Por cierto, ¿cuándo nos iremos de aquí? —preguntó Sumire mientras lavaban los platos en el fregadero.

—Me gustaría quedarme otra semana, sin hacer nada, pero más tiempo no puedo —contestó Myû mirando el calendario que había en la pared—. Por mí, estaría así siempre, pero…


Y por mí también, claro
—dijo Sumire sonriendo alegre—. ¡Qué le vamos a hacer! Todas las cosas buenas se acaban un día u otro.

Se retiraron, como siempre, cada una a su cuarto antes de las diez. Myû se puso un camisón largo de algodón blanco y se durmió apenas hundió la cabeza en la almohada. Poco después se despertó sacudida por los latidos de su corazón. El despertador de viaje que había a la cabecera de la cama marcaba poco más de las doce y media de la noche. La habitación estaba sumida en las tinieblas. Reinaba un silencio absoluto. Pero ella sentía que allí cerca había alguien agazapado, conteniendo el aliento. Tiró de la colcha hasta cubrirse la barbilla y aguzó el oído. En el pecho, el corazón le repicaba con intensos latidos de advertencia. No oía nada. Pero no se equivocaba. Allí había alguien. No era la continuación de una pesadilla. Alargó la mano y, sin hacer ruido, descorrió las cortinas unos centímetros. La luz pálida y acuosa de la luna penetró en la habitación. Moviendo únicamente los ojos, Myû inspeccionó su cuarto.

Conforme sus ojos iban acostumbrándose a la oscuridad, algo de oscuros contornos fue emergiendo en un rincón. Cerca de la puerta, a la sombra del armario, donde las tinieblas se intensificaban aún más.
Aquello
era de escasa estatura, de formas redondas. Parecía una gran saca de correos olvidada. Quizá fuera un animal. ¿Un perro grande? Pero la puerta del recibidor tenía la llave echada y la de la habitación estaba cerrada. Un perro no habría sido capaz de entrar.

Myû siguió conteniendo el aliento mientras mantenía la vista fija en
aquella cosa
. Sentía la boca terriblemente seca. Le quedaba el ligero regusto del brandy que se había tomado antes de acostarse. Alargó la mano y descorrió unos centímetros más la cortina. La luz de la luna penetró un poco más en la habitación. Y Myû, como si fuera soltando los hilos de una madeja, empezó a distinguir, una a una, las líneas del contorno de aquella masa negra. Parecía un cuerpo humano. El pelo le caía sobre la frente y dos piernas delgadas estaban dobladas por la rodilla formando un ángulo agudo. Alguien estaba sentado en el suelo, hecho un ovillo, con la cabeza hundida entre las piernas. El cuerpo ligeramente encogido, como dispuesto a protegerse de algo que fuera a caer del cielo.

Era Sumire. Con el pijama azul de siempre, aovillada como un insecto, entre la puerta y el armario. No movía ni un músculo. Tampoco se la oía respirar.

Al identificarla, Myû lanzó un suspiro de alivio. Pero ¿qué diablos estaría haciendo ahí Sumire? Myû se incorporó en silencio y encendió la lamparilla de noche. La luz amarilla iluminó sin recato toda la habitación. Pero Sumire no hizo movimiento alguno. Ni siquiera parecía darse cuenta de que la luz estuviera encendida.

—¿Qué te pasa? —la llamó Myû. Primero en voz baja, luego en voz más alta.

No hubo respuesta. La voz de Myû no parecía haber llegado a oídos de Sumire. Myû saltó de la cama, se le acercó. Bajo sus pies descalzos, la alfombra parecía más rugosa que nunca.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Myû a Sumire y se puso en cuclillas a su lado.

Como era de esperar, no hubo respuesta.

Entonces, Myû vio que Sumire llevaba algo en la boca. Era una toalla rosa que estaba siempre en el cuarto de baño. Myû intentó quitársela, pero no pudo. Sumire la mantenía fuertemente aferrada entre los dientes, tenía los ojos abiertos, pero no veía. Myû desistió de estirar de la toalla y le puso una mano sobre el hombro. Se dio cuenta de que llevaba el pijama empapado.

—Es mejor que te quites el pijama —le dijo Myû—. Has sudado mucho y te resfriarás.

Sumire parecía absorta. No oía nada, no veía nada. Myû decidió quitárselo. Si continuaba con el pijama puesto, quedaría aterida de frío. Era agosto, pero en las islas, por la noche, a veces refresca. Las dos se bañaban cada día sin bañador, estaban acostumbradas a mostrarse desnudas la una a la otra. A Sumire no tenía por qué importarle que la desnudara.

Myû, sosteniendo el cuerpo de Sumire, desabrochó los botones, le quitó la chaqueta despacio. Luego los pantalones. Al principio, el cuerpo de Sumire estaba rígido, pero se fue relajando gradualmente hasta quedar desmadejado. Myû pudo quitarle la toalla de la boca. Estaba empapada en saliva. En ella se apreciaba claramente la huella de los dientes de Sumire.

Debajo del pijama no llevaba bragas. Myû tomó una toalla que tenía cerca y empezó a secarle el sudor. La espalda, los sobacos, le secó el pecho. Y el vientre. De la cintura a los muslos, someramente. Sumire la dejaba hacer, dócil. Parecía seguir inconsciente, pero en el fondo de sus ojos se veía brillar, tenue, la luz de la percepción. Era la primera vez que Myû tocaba el cuerpo desnudo de Sumire. Su piel era tersa, suave como la de un niño pequeño. Al sostenerla, comprobó que su cuerpo era más pesado de lo que había supuesto, y olía a sudor. Mientras la secaba, Myû sintió cómo, dentro de su pecho, volvían a acelerársele los latidos del corazón. La boca se le llenó de saliva.

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