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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (18 page)

Una cosa: después de mi primer ciclo de Decadurabolin no llegaba a atarme los zapatos; así de grandes tenía los brazos. Mi agente dijo que eso no era problema, y contrató a alguien para atarme los zapatos.

Después de un ciclo de diecisiete semanas de Metahapoctehosich rusas se me cayó todo el pelo, y mi agente me compró una peluca.

—En esto tendrás que ceder un poco —me dice mi agente—. A la gente no les gusta un dios que se ata los zapatos.

Nadie va a querer adorarte si tienes sus mismos problemas, aliento sucio y pelo mal cortado y uñeros. Tienes que ser todo lo que la gente normal no es. Allí donde ellos fracasan, tú has de llegar hasta el final. Tienes que ser lo que la gente no se atreve a ser. Convertirte en la persona a quien admiran.

La gente que busca un mesías quiere calidad. Nadie va a ser seguidor de un payaso. Cuando se trata de elegir a un salvador, nadie se conforma con un ser humano.

—Para ti, la peluca es lo mejor —me dice mi agente—. Tiene ese grado de perfección constante en el que podemos confiar. Al bajarte de un helicóptero, con la hélice y todo y siempre en público, no se puede controlar el aspecto del pelo real.

Tal y como me lo explicó mi agente, nuestro objetivo no es la gente más inteligente del planeta, sino sólo la mayoría de gente.

Me dice:

—A partir de ahora, piensa en ti mismo como en un refresco sin azúcar.

Me dice:

—Piensa en todos esos jóvenes que hay en el mundo metidos en religiones caducas o sin religión, piensa en ellos como tu objetivo de mercado.

Ya hay gente procurando combinarlo todo. Necesitan una teoría básica unificada que combine el
glamour
con la santidad, la moda con la espiritualidad. La gente tiene que aprender a asociar lo bueno con la presentación aseada.

Después de días y días sin comida sólida, sueño limitado, miles de escaleras trepadas y un agente que no para de chillarme sus ideas una y otra vez, todo tenía por fin sentido.

El equipo de músicos estaba ya ocupado componiendo himnos antes incluso de que yo firmase el contrato. El equipo de redactores le daba retoques a mi autobiografía. La gente de los medios de comunicación escribía crónicas, preparaba licencias comerciales, ultimaba el espectáculo de patinaje:
La tragedia de la Iglesia del Credo sobre hielo
, las conexiones vía satélite, las horas de mis rayos UVA. El equipo de imagen tiene potestad creativa sobre mi aspecto. El equipo de redactores controla cada palabra que sale de mi boca.

Para tapar el acné que me produce el Laurabolin empecé a usar maquillaje. Para curar el acné, alguien del equipo me consiguió una receta de Retin-A.

Para la pérdida de cabello, el equipo de apoyo me espolvoreaba con Rogaína.

Todo lo que hacíamos para arreglarme tenía efectos secundarios que había que arreglar. Los arreglos tenían efectos secundarios que arreglar, y etcétera, etcétera, etcétera.

Imaginad el cuento de Cenicienta, pero en éste el protagonista se mira en el espejo y del otro lado le mira un completo desconocido. Cada palabra que dice la escribe para él un equipo de profesionales. Todo lo que viste ha sido aprobado o diseñado por un equipo de diseñadores.

Cada minuto de cada día ha sido planificado por su agente de publicidad.

Puede que ahora empecéis a haceros una idea.

Añadidle que el protagonista se está chutando drogas que sólo se consiguen en Suecia o en México hasta tal punto que ya no se ve por debajo del pecho hinchado. Está bronceado, y afeitado, y empelucado, y apabullado porque a la gente de Tucson, a la de Seattle, la de Chicago o Baton Rouge no les gustan los avatares de espaldas peludas.

Hacia el piso doscientos es cuando alcanzas el estado álgido.

Has alcanzado el punto anaeróbico, empiezas a quemar músculo en vez de grasa, pero tu mente es transparente.

La verdad es que todo esto era parte del proceso de suicidio. Porque el bronceado y los esteroides sólo son un problema si tienes pensado vivir mucho tiempo.

Porque la única diferencia de verdad entre el suicidio y el martirio es la atención que pueda prestar la prensa.

Si un árbol cae en medio del bosque y no hay nadie allí para oírlo, ¿se queda allí tirado y se pudre?

Y si Jesucristo hubiese muerto de una sobredosis de barbitúricos, solo y tirado en el suelo del cuarto de baño, ¿estaría en el Cielo?

Ahora no se trataba ya de si me iba a suicidar o no. Esto, este esfuerzo, todo este tiempo y dinero, el equipo de redactores. Las drogas, la dieta, el agente, los tramos de escaleras que no van a ninguna parte..., todo era para poder matarme bajo la atenta mirada del mundo entero.

25

Hubo una vez que mi agente me preguntó que dónde me veía en cinco años.

Muerto, le dije. Me veo muerto y pudriéndome bajo tierra. O en cenizas. Me veo reducido a cenizas.

Recuerdo que tenía una pistola cargada en el bolsillo. Estábamos los dos solos en la parte trasera de un auditorio abarrotado y oscuro. Recuerdo que esa noche fue mi primera gran aparición en público.

Me veo muerto y en el infierno, le dije.

Recuerdo que tenía previsto suicidarme aquella noche.

Le conté al agente que contaba con pasar los primeros mil años de infierno en un puesto modesto, pero que después aspiraba a entrar en el área de dirección. A ser parte del equipo. La cotización del infierno experimentará el próximo milenio una subida enorme. Quiero estar en la cresta de la ola.

El agente me dice que suena de lo más realista.

Estábamos fumando cigarrillos, recuerdo. Sobre el escenario, un predicador local había empezado con el acto de presentación. Parte de su tarea era hacer que el público hiperventilase. Basta con hacerles cantar alto y fuerte. O bien corear frases. Según mi agente, la gente respira demasiado cuando chilla de ese modo o canta
Amazing Grace
a voz en grito. La sangre humana tiene que ser acida. Al hiperventilar, la tasa de dióxido de carbono en la sangre se hunde y la sangre se vuelve alcalina.

—Alcalosis respiratoria —me dice.

A la gente se le va la cabeza. Se desploman con un zumbido en los oídos, se les entumecen los dedos de las manos y los pies, tienen dolores de pecho y sudan. Eso es en teoría el arrebato. La gente cae al suelo con las manos engarfiadas. Eso cree la gente que es éxtasis.

—Los que están metidos en el negocio de la religión lo llaman «langosteo» —me dice el agente—. Lo llaman hablar en lenguas.

Los movimientos repetitivos incrementan el efecto, y el acto de presentación sigue su curso habitual. El público palmea al compás. Largas hileras de gente se cogen de la mano y se balancean en su delirio. La gente hace la ola.

Quienquiera que inventase este montaje, me dice mi agente, debe de ser un jefazo en el infierno.

Recuerdo que uno de los patrocinadores era la limonada instantánea clásica Summertime.

Me toca salir en cuanto me llamen a escena, y mi número trata de electrizar a los presentes.

—Un estado de trance naturalista —dice mi agente.

Se saca una botellita marrón del bolsillo de la chaqueta. Me dice:

—Tómate un par de endorfinoles si notas que te viene alguna emoción.

Le digo que me dé un puñado.

Para preparar la noche de hoy, varios miembros del equipo han ido visitando a gente de por allí y les han dado entradas gratuitas para el espectáculo. El agente me lo repite por enésima vez. La gente del equipo pide permiso para ir al baño durante su visita y toman nota de todo lo que encuentran en el botiquín. Según mi agente, el reverendo Jim Jones hacía lo mismo, y le fue de maravilla con el Templo del Pueblo.

Puede que maravilla no sea la palabra adecuada.

Junto al pulpito hay una serie de gente a la que nunca he visto y que espera con sus dolencias mortales.

Lo único que tengo que hacer es llamar: «Señora de Steven Brandon, acerqúese, y deje que Dios pose Su mano sobre sus ríñones enfermos».

«Señor William Doxy, acerqúese, y deje que Dios pose Su mano en su lisiado corazón.»

Parte de mi adiestramiento consistió en aprender a apretar los dedos deprisa y fuerte contra los ojos de alguien, de forma que su nervio óptico registre la presión como una explosión de luz blanca.

—La luz divina —dice mi agente.

Parte de mi adiestramiento consistió en aprender a apretar las orejas con las manos de manera que oigan un zumbido, el cual, les informo, es el Om eterno.

—Va —dice mi agente.

No he entrado a tiempo.

Sobre el escenario, el predicador telonero grita «Tender Branson» por el micrófono. El único, el verdadero, el último superviviente, el gran Tender Branson.

El agente me dice:

—Espera.

Me quita el cigarrillo de la boca y me empuja.

—Venga, ahora.

Todas las manos se estiran hacia el pasillo para tocarme. Los focos del escenario son cegadores. En la oscuridad que me rodea están las sonrisas de un millar de personas que creen amarme. Lo único que tengo que hacer es caminar hacia el proscenio.

Esto es morir sin mecanismos de control.

La pistola pesa, y me va golpeando la cadera, metida en el bolsillo de los pantalones.

Esto es como tener una familia sin familiaridad. Como tener parientes sin parentesco alguno.

Los focos del escenario son cálidos.

Esto es ser amado sin tener que amar a nadie a cambio.

Recuerdo que aquél era el momento perfecto para morir.

No era el cielo, pero era lo más cerca que iba a estar nunca.

Alcé los brazos, y la gente aplaudió. Los bajé y se hizo el silencio. En el atril tenía el guión. La lista mecanografiada me decía quién padecía qué en la oscuridad.

La sangre de todos era alcalina. Todos los corazones estaban a disposición del primero que pasase. Así me sentía al robar en las tiendas. Así me sentía al escuchar las confesiones en mi línea de ayuda telefónica. Así me imaginaba yo el sexo.

Sin dejar de pensar en Fertility, empecé a leer el guión: «Todos somos el divino producto de la Creación».

«Todos y cada uno de nosotros somos fragmentos que, juntos, constituyen un todo completo y hermoso.»

Cada vez que me detenía, la gente contenía la respiración.

«El don de la vida —leí en el guión— es precioso.»

Meto la mano en el bolsillo de la pistola cargada.

El precioso don de la vida debe ser preservado, por muy doloroso e inútil que pueda parecer. La paz, les dije, es un don tan perfecto que sólo Dios es capaz de otorgarlo. Les dije que sólo los más egoístas de entre los hijos de Dios robarían el mayor regalo que Dios pueda hacer. El único portento más grande que la vida. El don de la muerte.

Me dirijo al asesino, les dije. Me dirijo al suicida. Me dirijo al abortista. Me dirijo a los que sufren y padecen.

Sólo Dios tiene derecho a sorprender a Sus hijos con la muerte.

No me di cuenta de lo que estaba diciendo hasta que fue demasiado tarde. Y puede que fuese coincidencia, o puede que el agente supiese lo que me traía entre manos cuando le pedí que me consiguiese munición y un arma; en cualquier caso, el guión aquel me chafó todo el plan. No había manera de leer todo aquello y luego suicidarme. Parecería todo muy estúpido.

Así que nunca llegué a suicidarme.

El resto de la tarde discurrió según lo previsto. La gente volvió a casa sintiéndose redimida, y yo me dije a mí mismo que ya me mataría otro día. El momento no era el adecuado, fui mintiéndome a mí mismo, y el momento lo es todo.

Además...

La eternidad se me iba a hacer larguísima.

A la vista de las multitudes que me sonreían en la oscuridad, a mí, que me he pasado la vida limpiando sus baños y cortando sus céspedes, me dije: ¿por qué acelerar las cosas?

Ya había recaído antes, y volvería a recaer. La perfección nace de la práctica.

Por llamarlo de algún modo.

Me imaginé que unos cuantos pecados más acabarían de redondear mi currículo.

Ésa es la parte positiva de estar condenado para la eternidad. Puedes pensar: el infierno puede esperar.

24

Antes de que el avión caiga, antes de que se acabe la cinta del registro de vuelo, una de las cosas por las que quiero disculparme es por el
Libro de las plegarias más comunes
.

La gente tiene que saber que el
Libro de las plegarias más comunes
no fue idea mía. Vale que vendió doscientos millones de copias en todo el mundo. Vale que les dejé que pusieran mi nombre en la portada, pero el libro entero fue cosa de mi agente. Antes de eso, el libro fue idea de algún don nadie del equipo de redactores. O de algún escribidor con ganas de dar el golpe, no me acuerdo.

Lo importante es que el libro no fue idea mía.

Lo que pasó es que un día me viene el agente con esa lucecita bailándole en los ojos que indica que hay negocio. Según el de publicidad, ya estoy más que establecido. Esto fue después de sacar la colección de Biblias que yo firmaba luego en sesiones de librería. Teníamos garantizados trescientos kilómetros de estantería en las librerías, y yo salí de gira de presentación.

—No esperes que la gira sea divertida —me dice el agente.

Lo que tienen las giras de presentación de un libro, me explica el agente, es que son exactamente iguales que el último día en el instituto, cuando todo el mundo quiere que escribas algo en su anuario, con la diferencia de que una gira de presentación puede durar el resto de tu vida.

Según mi itinerario, estoy en un centro comercial de Denver firmando las existencias cuando el agente me vende la idea de un librito de meditación que la gente pueda usar en su vida cotidiana. Lo ve como una edición de bolsillo de poemas en prosa. Cincuenta páginas como mucho. Pequeños homenajes al medio ambiente, a los niños, cosas seguras. Madres. Osos panda. Tópicos que no ofendan a nadie. Problemas comunes. Ponemos mi nombre en el lomo, decimos que lo he escrito yo, y nos forramos a vender.

Lo que la gente tiene que saber también es que no llegué a ver el libro hasta la segunda reedición, después de vendidos ya cincuenta mil ejemplares. Para entonces mucha gente estaba mucho más que cabreada, pero el escándalo potenciaba las ventas.

Lo que pasó es que un día estaba en la salita esperando para copresentar no sé qué proyecto diurno de televisión. Esto es un salto hacia delante muy grande, mucho después de la gira de las Biblias. La idea es que si hago de presentador y suficiente gente sintoniza ganaré un coche. La cosa está en que estaba en la salita compartiendo consejos sobre las uñas de los pies con alguien, la actriz Wendi Daniels o alguien por el estilo, y de pronto me pide que le firme su ejemplar del libro. El
Libro de las plegarias más comunes
. Era la primera vez que veía un ejemplar, lo juro. Lo juro sobre un montón de Biblias firmadas por mí.

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