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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (24 page)

—Sin miedo —dice Felicity—. No va a matarte, eso lo sé seguro.

—No puedo verte —dice Adam—, pero tengo seis balas, y al menos una te dará.

—No vas a matar a nadie —dice la boca roja a la pistola, ambos hablando por encima de mi pálido regazo—. Anoche estuvo en mi apartamento poniéndome la pistola en la sien, y lo único que consiguió fue despeinarme.

—A callar —dice la pistola.

La boca dice:

—No tiene balas.

La pistola dice:

—¡A callar!

La boca dice:

—Volví a soñar contigo la otra noche. Ya sé lo que te hicieron de niño. Sé que lo que te hicieron fue horrible. Entiendo que te aterrorice el sexo.

Susurro que a mí no me pasó nada.

La pistola dice:

—Intenté evitarlo, pero la idea de lo que los ancianos os hacían me ponía enfermo.

Susurro que no era tan malo.

—En mi sueño —dice la boca— estabas llorando. La primera vez eras un crío y no tenías ni idea de lo que iba a pasar.

Susurro que todo eso ya lo he superado. Ahora soy una famosa autoridad religiosa de fama mundial.

La pistola dice:

—No lo has superado.

Sí que lo he superado.

—Entonces, ¿por qué eres aún virgen?

Me caso mañana.

La boca dice:

—Pero no lo harás con ella.

Digo que ella es una chica preciosa y encantadora. La boca dice:

—Pero no te acostarás con ella. No consumarás el matrimonio.

La pistola le dice a la boca:

—Así hacía la Iglesia con los crios para que nunca quisieran practicar el sexo en el mundo exterior.

La boca le dice a la pistola:

—La historia entera era sádica a más no poder.

Hablando de matrimonios, digo, me hace falta el mayor milagro que tengas.

—Necesitas más que eso —dice la boca—. Mañana por la mañana, mientras te casas, tu agente va a morirse. Te van a hacer falta un buen milagro y un buen abogado.

La idea de que mi agente muera no es tan mala.

—La policía —dice la boca— sospecha de ti.

¿Pero por qué?

—Hay una botella de tu nueva colonia,
Verdad
—dice la boca—, y se asfixiará al olerla.

—En realidad es amoníaco mezclado con blanqueador —dice la pistola.

¿Igual que con la asistente?, pregunto.

—Por eso irá la policía detrás de ti —dice la boca.

Pero fue mi hermano el que mató a la asistente social, digo yo.

—Me declaro culpable —dice la pistola—. Y yo robé el MDE y la colección de historiales médicos.

La boca dice:

—Y es él el que lo ha arreglado todo para que tu agente muera asfixiado.

—Cuéntale lo mejor —dice la pistola.

—En mis sueños —dice la boca—, la policía sospecha cada vez más que fuiste tú quien asesinó a todos los miembros del Credo cuyos suicidios parecían falsos.

Todos los miembros del Credo asesinados por Adam.

—Esos mismos —dice la pistola.

La boca dice:

—La policía piensa que quizá cometiste los asesinatos para hacerte famoso. De la noche a la mañana pasaste de ser un marmitón gordo y feo a ser un líder religioso, y mañana te acusarán de ser el asesino en serie de mayor éxito.

Puede que éxito no sea la palabra adecuada.

Le digo que no estaba tan gordo.

—¿Cuánto pesabas? —pregunta la pistola—. Di la verdad. En la pared pone: «Hoy es el peor día del resto de tu vida». La boca dice:

—Estabas gordo. Estabas gordo.

Les pregunto que entonces, ¿por qué no me matan ya? ¿Por qué no ponen las balas en su sitio y me disparan?

—Las balas ya están cargadas —dice la pistola, y el cañón va dando vueltas para apuntarme a la cara, a las rodillas, a los pies, a la boca de Fertility.

La boca dice:

—No tienes balas.

—Sí que tengo —dice la pistola.

—Pues demuéstralo —dice la boca—. Pégale un tiro. Ahora. Dispárale. Dispara.

Le digo que no dispare.

La pistola dice:

—No me da la gana.

La boca dice:

—Mentiroso.

—Bueno, puede que hace mucho tiempo quisiese meterle un tiro —dice la pistola—, pero ahora, cuanto más famoso se haga, mejor. Por eso maté a la asistente social y destruí su ficha médica y psiquiátrica. Por eso he hecho lo de la puñetera botellita de vapores de cloro con la que asfixiar a su agente.

Les digo que lo de ser un pervertido demente sólo lo fingía ante la asistente social.

Escrito en la pared se lee: «Caga deprisa, caga lento, caga triste o caga contento, pero por Dios ¡caga dentro!».

—No importa quien mate al agente —dice la boca—. La policía estará contigo en la línea de cincuenta yardas, lista para arrestarte en cuanto se apaguen las cámaras.

—Pero no te preocupes —dice la pistola—. Estaremos allí para rescatarte.

¿Rescatarme?

—Tú dales este milagro —dice la boca—, y crearás unos minutos de caos para poder salir del estadio.

Yo pregunto:

—¿caos?

La pistola dice:

—Estaremos en un coche.

La boca dice:

—Un coche rojo.

La pistola dice:

—¿Cómo lo sabes? Aún no lo hemos robado.

—Lo sé todo —dice la boca—. Robaremos un coche rojo de cambio automático, porque no sé conducir con marchas.

—Vale —dice la pistola—. Un coche rojo.

—Vale —dice la boca.

No podría estar menos emocionado. Dame el milagro de una vez.

Y Fertility me da el milagro. El milagro más grande de mi carrera.

Y tiene razón. Habrá caos.

Habrá un completo pandemónium.

16

A la mañana siguiente, el agente sigue vivo a las once.

El agente sigue vivo a las once y diez y a las once y cuarto.

El agente sigue vivo a las once y media y a las once y cuarenta y cinco.

A las once y cincuenta, el coordinador de actuaciones me lleva del hotel al estadio.

Con toda la gente que tenemos siempre alrededor, coordinadores y representantes y mánagers, no puedo preguntarle a mi agente si lleva encima una botellita de
Verdad
ni cuándo piensa olerla. No puedo ir y decirle que no huela hoy ninguna colonia. Que es veneno. Que el hermano que no tengo y que nunca he visto ha revuelto su equipaje y le ha puesto una trampa. Cada vez que veo al agente, cada vez que se mete en el baño o que tengo que distraerme un minuto puede ser la última vez que le vea.

No es que quiera tanto a mi agente. No me cuesta mucho imaginarme en su funeral, ni pensar qué llevaré puesto, o lo que diré en la elegía. Me entraría la risa. Luego me veo a mí y a Fertility bailando un tango argentino sobre su tumba.

Simplemente, no quiero que me juzguen por asesinato múltiple.

Es lo que mi asistente social hubiese llamado una situación de atracción-rechazo.

Diga lo que diga sobre la colonia, la gente que tenemos alrededor se lo repetirá a la policía si aparece asfixiado.

A las cuatro y media ya estamos en el estadio, entre bastidores, con las mesas plegables y el banquete y la ropa de alquiler, los esmoquines y el vestido de la novia colgados en un perchero, y el agente sigue vivo y me pregunta qué tengo previsto anunciar como mi gran milagro de media parte. No se lo puedo decir.

—Pero ¿es grande? —quiere saber mi agente.

Es grande.

Es tan grande que cada uno de los presentes en el estadio querrá forrarme a patadas en el culo.

El agente me mira con una ceja alzada y frunce el ceño.

El milagro que tengo es tan grande que hará falta toda la policía de la ciudad para evitar que la multitud me mate. Eso no se lo digo a mi agente. No le explico que precisamente ése es el plan. La policía estará tan ocupada manteniéndome vivo que no tendrán tiempo de arrestarme por homicidio. A mi agente tampoco le cuento esta parte. A las cinco, el agente sigue vivo, y yo me embuto en un esmoquin blanco con corbata blanca de lazo. El juez de paz se acerca y me dice que todo está bajo control. Lo único que tengo que hacer es respirar.

La novia se acerca ya vestida, frotándose lubricante en el dedo del anillo, y me dice:

—Me llamo Laura.

Ésta no es la chica que iba en la limusina el otro día.

—Ésa era Trisha —me dice la novia.

Trisha se ha puesto enferma, y por eso Laura la sustituye. No pasa nada. Seguiré estando casado con Trisha aunque ella no esté aquí. Trisha sigue siendo la que quiere mi agente.

Laura me dice:

—La cámara no lo sabrá.

Lleva puesto un velo.

La gente ya está comiendo el refrigerio. Junto a las puertas de acero que dan a las bandas, los empleados de la floristería están listos ya para trasladar el altar al campo. Están los candelabros. El emparrado cubierto de flores blancas de seda. Rosas y peonías y guisantes de olor y alhelíes, todos rígidos y pegajosos por la laca que les han echado. El ramillete de seda que tiene que llevar la novia es de gladiolos de seda y dalias de poliseda blanca y tulipanes perdidos entre metros y metros de madreselva blanca de seda.

Todo es hermoso si lo ves desde lejos.

Los focos del estadio brillan mucho, me dice la maquilladora, y me planta una boca roja enorme.

A las seis en punto empieza la Super Bowl. Fútbol americano. Cardinals contra Colts.

A los cinco minutos del primer cuarto, el partido va Colts seis, Cardinals cero, y mi agente sigue vivo.

Junto a las puertas de acero que dan al campo están los monaguillos y las damas de honor vestidas de ángeles, coqueteando y fumando.

Los Colts están en la línea de cuarenta; es su segundo
down
y les quedan seis yardas. El coordinador posceremonia me va explicando que pasaremos la luna de miel en una gira de diecisiete ciudades para promocionar los libros, los juegos y la estatuilla del coche. Lo de fundar mi propia religión no está del todo descartado. Está en proyecto una gira mundial, ahora que la puñetera cuestión de mi sexualidad está resuelta. El plan incluye actuaciones de buena voluntad en Europa, Japón, China, Australia, Singapur, Suráfrica, Argentina, las islas Vírgenes y Nueva Guinea, y debería regresar a Estados Unidos con tiempo para ver nacer a mi primogénito.

Para que no quede nada al azar, el coordinador me explica que mi agente se ha tomado ciertas libertades para garantizar que mi esposa tendrá nuestro hijo al final de mis nueve meses de gira.

Los planes a largo plazo prevén que mi esposa y yo tengamos seis o quizá siete hijos, como una familia modélica del Credo.

El coordinador de actuaciones me dice que no tendré que mover ni un dedo.

En lo que a mí me concierne, serán concepciones inmaculadas.

Los focos del campo son demasiado brillantes, me dice la maquilladora, y me unta las mejillas con colorete.

Al final del primer cuarto, mi agente se acerca para hacerme firmar unos cuantos papeles. Documentos de beneficios compartidos, me explica. «Tender Branson, conocido en adelante como La Víctima, concede a la parte conocida en adelante como El Agente el poder de acceder y distribuir el capital imputable a la compañía Tender Branson Media and Merchandising Syndicate, que incluye sin por ello excluir otros ingresos los relativos a venta de libros, programas audiovisuales, imágenes, actuaciones en vivo y cosmética (colonia de hombres).»

—Firma aquí —me dice mi agente.

—Y aquí.

—Aquí.

—Y aquí.

Alguien me pone una rosa blanca en la solapa. Alguien se arrodilla a lustrarme los zapatos. La maquilladora sigue retocándome.

El agente es dueño ahora de mi imagen. Y de mi nombre.

Ha acabado el primer cuarto con empate a siete, y mi agente sigue vivo.

Mi preparador físico me inyecta diez centímetros cúbicos de adrenalina para insuflarme un poco de vida en los ojos.

El coordinador general de actuaciones me dice que lo único que tengo que hacer es caminar a lo largo de la línea de cincuenta yardas hasta donde está el altarcito, colocado en el centro del estadio. La novia se irá acercando desde el otro lado. Estaremos todos subidos a un entarimado de cajas de madera dentro de las cuales hay escondidas cinco mil palomas blancas. El sonido de la ceremonia ya ha sido grabado en un estudio, y eso es lo que oirá el público. No tengo que decir ni palabra hasta que llegue mi predicción.

Luego tendré que pisar un interruptor que liberará a las palomas. Está chupado.

El supervisor de vestuario anuncia que para conseguir la figura deseada necesitaremos el corsé, y me pide que me dé prisa y me desnude delante de todo el mundo. De los ángeles, del personal, de los camareros, de la gente de la floristería. De mi agente. Ahora. Todo excepto los calzoncillos y los calcetines. Ahora. El supervisor de vestuario tiene ya preparada la tortura de goma y alambre del corsé, y me advierte de que ésta será mi última oportunidad de ir al baño en las próximas tres horas.

Mi agente rezonga:

—No tendrías que ponerte ese monstruo si fueses capaz de bajar de peso.

Llevamos cuatro minutos del segundo cuarto y el anillo de boda no aparece.

El agente le echa la culpa al coordinador de actuaciones que echa la culpa al supervisor de vestuario que echa la culpa al responsable de atrezzo que echa la culpa al joyero, que en teoría donaba un anillo a cambio de espacio publicitario en el dirigible que sobrevuela el estadio. Allá fuera, el dirigible da vueltas por el cielo, anunciando el nombre del joyero. Dentro, mi agente empieza a amenazar con una demanda por ruptura de contrato e intenta contactar con el dirigible por radio.

El coordinador de actuaciones me dice:

—Finge que tienes el anillo.

Ellos se encargarán de que las cámaras tomen un primer plano de mi cara y la de la novia. Sólo tengo que fingir que le pongo el anillo a Trisha.

La novia señala que ella no es Trisha.

—Y recuerda —me dice el coordinador—, sólo abre y cierra la boca. Todo está ya pregrabado.

Llevamos nueve minutos del segundo cuarto, y mi agente sigue vivo, gritando al teléfono.

—Derribadlo —chilla—. Cortad la corriente. Dadme un rifle y lo bajaré yo. Bajad el maldito dirigible.

—No se puede —dice el coordinador.

En cuanto la comitiva nupcial salga del estadio, la tripulación del dirigible dejará caer ocho mil kilos de arroz sobre el aparcamiento.

—Acompáñame, por favor —me dice el coordinador.

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