Read Taibhse (Aparición) Online

Authors: Carolina Lozano

Tags: #Infantil y juvenil, #Terror, #Romántico

Taibhse (Aparición) (17 page)

Liadan se ha llevado la mano a los labios y sus ojos reflejan su turbación, así que le ahorro el resto pese a que yo lo recuerdo bien, pues estaba presente cuando sacaron el cuerpo de la hermosa y vivaracha Caitlin del agua. Las algas y el lodo la embadurnaban.

—Nunca pudo separarse del lago —digo—. Cuando apareció no estaba segura de por qué había muerto, así que le expliqué que se había ahogado y jamás le he revelado el porqué.

—Cuánto lo siento —dice Liadan, y parece sincera—. ¿Podría conocerla?

—Mejor que no —respondo sin dudarlo.

Liadan no llegaría a comprender que Caitlin no es la chica inocente y candorosa que fue cuando estaba viva. Que perdemos mucha de nuestra humanidad por el camino.

—Pues yo podría animarla y comprenderla. Conozco a otra aparición, y me aprecia —me dice Liadan alzando la barbilla, retándome.

Y lo cierto es que la idea no me hace ninguna gracias.

—¿A quién?

—A Bobby, y es feliz cuando voy a verle. Y he visto a Annie. Estoy segura de que hay muchos más como tú por Edimburgo. Ese tipo del uniforme verde del Bruntsfield Park...

—Jonathan —se me escapa, aunque creo que Liadan no me ha oído.

Ella sabe que existe y duda de él, por mucho que Jon crea que jamás se ha fijado en él. Su temeridad y perspicacia me aterran, pues ningún vivo se quedaría impasible después de ver a Annie, y Liadan ha hablado de ella como si la dulce niña llena de pústulas no fuera algo siniestro y espeluznante. Además de inestable. Y aún me gusta menos que haya reconocido a Bobby, pues ni siquiera tiene improntas de muerte que lo delaten. Si sigue tentando a la suerte, acabará por encontrarse con algo mucho peor que yo.

—Liadan —le advierto—, olvídate de ello. No hables con extraños, y no sigas buscando, preguntándote quién es de los míos y quién de los tuyos.

Alza las cejas y sonríe.

—¿Que me olvide de que veo muertos? Por favor, Alar. De hecho, si no me recuerdo constantemente que tú estuviste dentro del lago más de quince minutos, soy incapaz de asimilarlo. Y no quiero convencerme de que no estás ahí.

—Liadan, te lo digo en serio. No todos los míos son tan cándidos como Bobby o como yo.

—¿Como tú? —repite.

Se estremece visiblemente, pues se acuerda de mi pequeño enfado de ayer.

—Sí, como yo. Yo soy un remanso de paz comparado con alguien de los míos.

—Está bien —acepta, aunque soy consciente de que lo hace a regañadientes—. ¿Sabes? He estado leyendo ese libro de parapsicología mientras tú estabas... fuera —musita y sigue con rapidez—. Me parece bien que lo pongas entre los libros de filosofía.

Asistente con la cabeza muy seriamente, y no puedo evitar sonreír ante eso. Me ha emocionado su generosidad, sus ganas de ser cordial y la voluntad de crear un puente entre nosotros. Y aunque sé que fuera de estas paredes las cosas son mucho menos sencillas, en nuestra pequeña burbuja podemos ser amigos y descubrir cosas el uno del otro. Ella nunca ha estado muerta, y ya hace demasiado tiempo que yo estuve vivo. Somos dos mundos ajenos que, por razones que no comprendo, han tenido la suerte de gozar de un acercamiento. Que seguramente no se repetirá, y por tanto debo aprovechar.

Al día siguiente también nos reunimos y charlamos, y al siguiente y al siguiente también. Ya ni siquiera me tenso con ella, y Liadan ha dejado de mantenerse a distancia de mí. Ahora tan sólo se interpone entre nosotros la mesa del bibliotecario, y tengo que reconocer que gracias a las incansables preguntas de Liadan y a sus inesperadamente sabias reflexiones estoy aprendiendo muchas cosas sobre mí también.

Por ejemplo, jamás me había parado a pensar en mi capacidad para atravesar las cosas sólidas. Pero ella es insaciable, y me exige una explicación de por qué puedo atravesar la pared y no hundirme sin querer en el suelo. Después de meditarlo acabo por explicarle que, sin duda, al ser yo una especie de producto psicogénico de mi mente extinta, soy menos denso que las superficies sólidas, y que por eso floto sobre ellas. Como aceite sobre agua. Para comprobar mi teoría, me adentro en una de las estanterías y me dejo llevar, flotando hasta la superficie. Desde encima de la estanería veo a Liadan estremecerse. A veces olvida que yo estoy muerto, igual que yo olvido que es una de ellos. Pero enseguida nos reponemos y decidimos que mi teoría es aceptable. Y seguimos hablando como si realmente no fuéramos más diferentes que otros dos jóvenes que se están conociendo.

Tampoco había pensado que quizás mi obsesión por acudir cada día a la biblioteca y poner los libros donde yo quiero no sea natural. De hecho, es más que probable que se debe, como dice Liadan, a algún tipo de inercia obsesivo-compulsiva que he ido adquiriendo con el tiempo. Un coqueteo con la locura, aunque ella no lo dice. Como la manía de Adam Lyal el ladrón de aparacerse por las noches en la esquina de Grassmarket donde fue colgado, o del viejo zapatero de la Royal Mile que no puede dejar de tocar los zapatos de los turistas. Pero eso me lo callo, ya que Liadan muestra una curiosidad casi temeraria por los míos, e incluso tengo que reconocer que me siento algo celoso de que quiera conocer a otros. Cada día siento más aprecio por ella, y me fascina. Es una joven verdaderamente especial, y me gustaría poder llegar a comprender hasta qué punto. La quiero para mí.

Las tardes en la biblioteca se convierten en una nueva obsesión de cada día, e incluso Caitlin se ha dado cuenta de que estoy más feliz. Tengo la sensación de que sabe el motivo de mi nueva alegría, pero no saca el tema y la conozco lo suficiente para saber que prefiere no indagar más para no tener que preocuparse o discutir. Además, a veces la hago partícipe de algunos de los descubrimientos que hacemos Liadan y yo, y Caitlin no puede negar que algunas cosas no son interesantes para nosotros.

A Caitlin le parece especialmente atrayente la teoría de Liadan sobre la capacidad de entrar en contacto con el mundo vivo de las infestaciones, o sea, nosotros, para mi amargura, según la cual está directamente relacionada con la conciencia sobre el cuerpo que no tenemos, pero que sentimos igualmente. «Como los soldados a los que les han amputado la mano y siguen sintiéndola aunque ya no la tenga, porque sienten un deseo increíblemente intenso de seguir utilizándola», me había dicho Liadan. Y desde que se lo comenté, Caitlin no deja de ejercitar con los dedos entre la hierba cuando cree que no la veo. La comprendo, pues ella es incapaz de tocar objetos sólidos, excepto la vez que consiguió agarrar el tobillo del joven al que quiso ahogar. Espero que no esté pensando en eso cuando trata de evolucionar, pero no le digo nada porque tengo fe en ella.

Yo a cambio le explico cosas que Liadan quiere saber, como si nos damos cuenta de que pasa el tiempo. Sin duda está pensando en Bobby, que se pasa el tiempo. Sin duda está pensando en Bobby, que se pasa los días frente al restaurante. Y es que para nosotros el tiempo es algo superfluo, si no nos atamos al mundo.

Cuando llega al viernes, mi alegría se evapora, dejándome con una honda sensación de soledad, casi desesperada que hacía siglos que había olvidado. Liadan no volverá hasta el lunes, y yo no puedo acompañarla allí donde ella va. Y eso me duele.

—¿Qué vas a hacer este fin de semana? —le pregunto.

Liadan hace un mohín.

—Aithne y yo tenemos que pensar seriamente en el tema de nuestro tabajo de historia. Ojalá pudieras conocer a Aithne. Le he hablado mucho de ti. No te preocupes —me dice cuando las luces titilan—. Nunca vendrá para tratar de conocerte. A la misma hora en que tú y yo hablamos aquí, ella está hablando por teléfono con su novio, Brian. Créeme, no cambiaría su llamada diaria por conocer a un universitario adicto a las bibliotecas.

De pronto Liadan se calla y se me queda mirando fijamente, con una expresión indescifrable. Lo que pasa por su mente siempre es un misterio, pero lo que pueda haber razonado ahora me aterra. Quizás el hecho de que nunca pueda llegar a conocer a su amiga le ha hecho darse cuenta de la situación en la que está, o quizás ya se ha percatado de que pronto, con el fin de curso, nos separaremos para siempre. El embrujo tenía que romperse tarde o temprano, aunque esperaba que fuera algo más tarde y disfrutar de ella un poco más.

—¿Qué pasa? —le pregunto con suavidad.

—¡Tú podrías ayudarnos con el trabajo de historia! —dice, y su rostro se ilumina—. Bueno, tú has vivido la Historia, ¿no? Podrías darnos alguna pista.

Eso sí que no me lo esperaba, y siento una oleada cálida de ternura hacia ella.

—Claro —le digo—. Tú sólo pregunta.

Me sonríe, y me siento feliz de nuevo sabiendo que el embrujo durará todavía un poquito más. Ojalá fuera para simpre, para toda la eternidad.

Capítulo 16
Liadan

L
e he prometido a Alar que me olvidaré del resto de los muertos que pululen por Edimburgo, pero es una promesa imposible de cumplir. Por el amor de Dios, ¿qué espera? No puedo dejarlo correr. Creo que me he pasado la vida viendo muertos entre los vivos y los quiero reconocer. Yo me digo que es por mi vocación científica, pero mi morbosa curiosidad tiene mucho que ver en el asunto. Aún estoy esperando a que el estado de shock acabe y me vuelva loca de puro terror. A que reaccione como lo haría una persona normal en esta situación. Pero quizá ésta es la forma natural de reaccionar y yo no lo sé. ¿Quién puede saberlo? Dudo mucho que encuentre una asociación de «observadores de muertos» con los que contrastar sentimientos.

Como tengo todo el fin de semana para mí sola, pues Aithne se va a casa a ver a sus padres, decido que es un buen momento para empezar mis pesquisas. Y me voy sobre seguro. A Bobby lo considero ya un amigo, pero aún conozco a otro fantasma al que no me he presentado: Annie.

Ser la protegida del respetado profesor McEnzie tiene sus ventajas, y voy a servirme de una de ellas. Durante la hora de comer ya he ido a verle a su despacho y le he comentado lo del trabajo de historia, y lo mucho que me serviría poder visitar el Mary King's Close sin el agobio de los grupos turísticos para poder documentarme. A Malcom le consta que soy muy aplicada en mis estudios, y sabe que soy sensata y responsable, así que no tarda ni un minuto en llamar al encargado del callejón más famoso de Edimburgo para pedirle como un favor especial que me dejen bajar una vez finalizados los turnos de visita. Sé que no le ha costado nada conseguirlo cuando Malcom le pregunta a su interlocutor que cómo le va a su hijo por Estados Unidos, y si su hija se va a casar pronto. Sonrío con orgullo.

Así que a las siete ya estoy preparada para hacer mi visita, con la sobria ropa de niña buena bien arreglada y mi mejor cara de tengo mucho que aprender para sacar muy buenas notas. El personal del callejón me recibe con gran cordialidad, diciéndome lo orgulloso que está Malcom de mí, y prácticamente se sienten abochornados cuando me recuerdan que no debo tocar nada. No tienen que preocuparse, les digo con aplomo. Al fin y al cabo no voy a tocar nada que ellos puedan ver.

Cuando bajo hacia el subsuelo de la ciudad, en ese pequeño pueblo abandonado que es el Mary King's Close, vuelvo a sentir la conocida opresión en las vías respiratorias que me hace preguntarme cómo pudo nadie sobrevivir durante años, quizás toda una corta vida, aquí abajo. Aunque me he reído cuando los guías me han dicho que apagarían los sonidos ambientales para que estuviera más relajada, ahora se lo agradezco. Este sitio da bastante miedo visitándolo sola como para tener que ir acompañada encima de los susurros, los goteos, los martilleos y los quejidos de las puertas. Avanzo decidida hacia el cuartito de Annie, aunque no dejo de fijarme en el recorrido por si hay alguien más viviendo aquí. No veo a nadie, y eso me alegra. Deseo ver fantasmas, pero no que aparezcan de súbito delante de mí. Y no dejo de pensar en las advertencias de Alar.

No puedo evitar estremecerme cuando llego a la habitación de Annie. Es a ella a quien venía a buscar, pero la parte racional de mi mente esperaba no ver nada más que el jergón del atrezo y el baúl lleno de juguetes. Pero ahí está Annie, mirando todavía con anhelo los objetos con los que nunca podrá jugar, como hace cada día desde quién sabe cuándo. Como si no pasara el tiempo, tal como dijo Alar. Annie no parece ser consciente de que lleva décadas mirando esos juguetes, y que no va a cambiar nada. Está arrodillada junto al baúl, que es casi más grande que ella, con el vestido sucio y raído y las pústulas destacando en su rostro desvalido y su cuello frágil. Es la viva imagen del desaliento y noto cómo la garganta se me cierra en un nudo doloroso.

Annie debe de saber que estoy aquí, pero ni siquiera se molesta en mirarme. Seguro que hace ya centurias que ignora al resto de la gente. Esoy convencida de que al principio imploraba mimos y caricias, un amor que toda niña busca, pero debió de cansarse de atravesar a gente indiferente mucho tiempo atrás. No tengo claro cómo abordar la situación, no quiero asustarla. Ni que ella me asuste a mí. Que de pronto un vivo le hable seguro que la turba y la atemoriza. Así que decido que tengo que ser dulce y paciente.

—Annie —la llamo, aunque ella habrá escuchado miles de veces su nombre antes—. Annie, pequeña, he venido a verte. Levántate y habla conmigo. Vamos, Annie.

He avanzado dos pasos hacia ella cuando me detengo en seco. Se ha girado a mirarme y su expresión es sombría, temerosa y agresiva a un tiempo. Empieza a darse cuenta de que la estoy mirando, de que me estoy dirigiendo directamente a ella. Se levanta poco a poco del suelo y mi corazón empieza a martillar contra mi pecho. Los ojos de la pequeña Annie se están tiñendo de negro igual que lo hicieron los de Alar y siento ganas de salir corriendo. No sé cómo me convenzo de que ella tiene más miedo que yo.

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