Tartarín de Tarascón (5 page)

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Authors: Alphonse Daudet

Por todas partes un prodigioso hacinamiento de mercancías de todas clases: sedas, minerales, carritos de madera, salmones de plomo, paños, azúcar, algarrobas, colza, regaliz, caña de azúcar… El Oriente y el Occidente revueltos. Grandes montones de quesos de Holanda, que las genovesas teñían de rojo con las manos.

Más allá, el muelle del trigo; mozos descargando sacos en la orilla, de lo alto de grandes andamiadas. El trigo, torrente de oro, se vertía entre una humareda rubia. Hombres con fez rojo, cribándolo en grandes cedazos de piel de burro y cargándolo en carros que se alejaban seguidos de un regimiento de mujeres y chicos con escobillas y cestas de mimbres… Más lejos, el dique de carenar; barcos tendidos de costado y chamuscándolos con malezas para quitarles las hierbas marinas, hundidas las vergas en el agua; olor de resma, ruido ensordecedor de carpinteros que forraban el casco de los navíos con grandes planchas de cobre…

A veces, entre los mástiles, un claro. Entonces Tartarín veía por él la entrada del puerto, el ir y venir de barcos, una fragata inglesa que salía para Malta, rozagante y bien lavada, con oficiales de guante amarillo, o bien un alto bergantín marsellés, desatracando en medio de gritos y juramentos, y a popa un capitán gordo, de levita y sombrero de seda, que mandaba la maniobra en provenzal. Navíos que se iban corriendo a velas desplegadas. Otros, allá, muy lejos, que arribaban lentamente, a pleno sol, como sostenidos en el aire.

Y en todo momento un alboroto horrible, rodar de carretas, el «¡eh!, ¡iza!» de los barqueros, juramentos, canciones, silbidos de los buques de vapor, tambores y cornetas del fuerte de San Juan y del de San Nicolás, campanas de la Mayor, de las Accoules y de San Víctor; y por encima de todo esto, el maestral, que recogía todos aquellos ruidos, todos aquellos clamores, los echaba a rodar, los sacudía, los confundía con su propia voz, y componiendo con todo ello una música loca, salvaje y heroica, como la gran charanga del viaje, que daba ganas de marcharse lejos, muy lejos, de tener alas.

Al son de tan espléndida charanga se embarcó el intrépido Tartarín de Tarascón para el país de los leones…

Episodio segundo
En el país de los
teurs
1. La travesía. Las cinco posturas de la
chechia
. La tarde del tercer día. Misericordia

Quisiera, lectores queridos, ser pintor, y gran pintor, para poneros ante los ojos, a la cabeza de este episodio segundo, las diferentes posturas que tomó la
chechia
de Tartarín de Tarascón en aquellos tres días de travesía que pasó a bordo del Zuavo, entre Francia y Argelia.

Os la mostraría primero al zarpar, sobre cubierta, heroica y soberbia como ella sola, hecha nimbo de aquella hermosa cabeza tarasconesa. Os la enseñaría después a la salida del puerto, cuando el Zuavo empezó a caracolear sobre las olas; os la pintaría temblorosa, asombrada, como si presentase ya los primeros síntomas del mareo.

Luego, en el golfo de León, según se va entrando en altamar, cuando ésta se formaliza, os la dejaría ver en lucha con la tempestad, levantándose asustada sobre el cráneo del héroe, con su gran borla de lana azul erizada en la bruma y la borrasca… Cuarta posición. Las seis de la tarde: costas de Córcega a la vista. La infortunada
chechia
se inclina por encima del empalletado y, lamentablemente, mira y sonda el mar… Por último, quinta y postrera posición: en el fondo de un estrecho camarote, en una litera que parece un cajón de cómoda, algo informe y desolado rueda quejumbroso por la almohada. Es la
chechia
, la que fue heroica
chechia
al zarpar, y reducida al vulgar estado de gorro de dormir, hundido hasta las orejas en una cabeza de enfermo, descolorida y convulsa…

¡Ah! Si los tarasconeses hubiesen podido ver a su gran Tartarín, tumbado en el cajón de cómoda bajo la pálida y triste luz que caía de las portillas, entre aquel insulso olor de cocina y de madera mojada, repugnante olor de barco; si le hubiesen oído jadear a cada vuelta de la hélice, pedir té cada cinco minutos, y jurar contra el mozo con vocecita de niño, ¡cómo se hubieran arrepentido de haberle obligado a partir!… Pues —palabra de historiador— el pobre
teur
movía a lástima. Sorprendido de pronto por el mareo, el infortunado no tuvo valor para aflojarse la faja argelina ni para desprenderse de su arsenal. El cuchillo de monte, de grueso mango, le rompía el pecho; el cuero del revólver le mortificaba las piernas, y, para remate, los refunfuños de Tartarín Sancho, que no cesaba de gimotear y echar pestes:

—¡Anda allá, imbécil!… ¡Ya te lo decía yo!… ¡Quisiste ir a África!,… Pues, ea, ¡ahí tienes tu África!… ¿Qué te parece?

Pero lo más cruel era que desde el fondo de su camarote y de sus gemidos, el infeliz oía a los pasajeros del salón principal reír, comer, cantar y jugar a las cartas. La sociedad era tan alegre como numerosa a bordo del Zuavo. Oficiales que iban a incorporarse a sus regimientos, estrellas del Alcázar de Marsella, cómicos, un musulmán rico que volvía de la Meca, un príncipe montenegrino, muy bromista, que imitaba a Ravel y a Gil Perés… Ni uno se mareaba, y todos mataban el tiempo bebiendo champaña con el capitán del Zuavo, perfecto tipo marsellés, que tenía familia en Argel y en Marsella y respondía al alegre nombre de Barbassou.

Tartarín de Tarascón odiaba a todos aquellos miserables. La alegría de ellos redoblábale el mal.

Por fin, en la tarde del tercer día se produjo a bordo extraordinario movimiento, que sacó a nuestro héroe de su largo sopor. Sonó la campana de proa y oyéronse las recias botas de los marineros correr sobre cubierta.

—¡Máquina adelante!… ¡Máquina atrás! —gritaba la voz ronca del capitán Barbassou.

Y después: «¡Máquina! ¡Alto!» Parada repentina, una sacudida, y luego, nada… Nada más que el vapor balanceándose de costado, como un globo en el aire…

Aquel extraño silencio espantó al tarasconés.

—¡Misericordia! ¡Nos vamos a pique! —exclamó con voz terrible, y redoblando sus fuerzas por arte de magia, saltó de su litera y se precipitó sobre cubierta con todo su arsenal.

2. ¡A las armas! ¡A las armas!

No zozobraban; habían llegado.

Acababa el Zuavo de entrar en la rada, bella rada de aguas sombrías y profundas; pero silenciosa, triste, casi desierta. Enfrente, sobre una colina, Argel la blanca, con sus casitas de blanco mate que bajan hacia el mar, apretadas unas contra otras. Inmenso tendedero de ropa blanca en el ribazo de Meudon. Y encima de todo, un cielo de raso azul, y ¡qué azul!…

El ilustre Tartarín, algo repuesto de su espanto, miraba el paisaje, escuchando con respeto al príncipe montenegrino, que, de pie a su lado, iba nombrándole los diferentes barrios de la ciudad: la Casbah, la ciudad alta, la calle de Bab-Azún. ¡Qué bien educado aquel príncipe montenegrino! Además, conocía a fondo Argelia y hablaba el árabe correctamente. Tartarín se propuso cultivar su amistad… De pronto, a lo largo del empalletado, en el cual se apoyaban, distinguió el tarasconés una hilera de manzanas negras que se agarraban por fuera. Casi al mismo tiempo, una cabeza de negro apareció delante de él, y antes de que hubiese tenido tiempo de abrir la boca, la cubierta se halló invadida por todas partes por un centenar de piratas, negros, amarillos, medio desnudos, horrorosos, terribles.

Ya conocía Tartarín a aquellos piratas… Eran ellos, aquellos famosos
ellos
que con tanta frecuencia había buscado por las noches en las calles de Tarascón. Al cabo se decidían a venir…

Primeramente, la sorpresa le dejó clavado en el sitio. Pero cuando vio que
ellos
se precipitaban sobre los equipajes, arrancaban la tela de lona que los cubría y empezaban el saqueo del barco, el héroe despertó, y desenvainando el cuchillo de monte:

—¡A las armas! ¡A las armas! —gritó a los viajeros, y fue el primero en caer sobre los piratas.


Qués acó?
¿Qué es eso? ¿Qué le pasa? —preguntó el capitán Barbassou, que en aquel momento bajaba del puente.

—¡Ah, capitán!… ¡Deprisa, deprisa!… ¡Arme usted a sus hombres!…

—¿Para qué,
boun Diou?

—Pero ¿no lo ve usted?…

—¿Qué?

—Ahí…, delante de usted…, ¡los piratas!

El capitán Barbassou le miró alelado. En aquel instante, un negrazo pasaba delante de ellos, corriendo, con el botiquín del héroe sobre las espaldas…

—¡Miserable!… ¡Espera! —rugió el tarasconés; y se lanzó sobre él con la daga en alto.

Barbassou le paró al vuelo, y, agarrándole de la faja, le dijo:

—Pero, trueno de Dios, estese quieto… No hay tales piratas… Hace mucho tiempo que ya no quedan… Son cargadores.

—¡Cargadores!

—Sí; ganapanes, que vienen a buscar los equipajes para llevarlos a tierra… Envaine usted, pues, el cuchillo, deme el billete y vaya detrás de ese negro, que es un buen muchacho, y él le llevará a tierra, y aun al hotel, si usted quiere…

Tartarín, un poco azorado, dio el billete y, siguiendo al negro, bajó por la escalerilla a una barcaza que bailaba al costado del buque. Allí estaba ya todo su equipaje: baúles, cajas de armas, botiquín, conservas alimenticias… Como ocupaban toda la barca, no hubo necesidad de esperar a otros pasajeros. El negro se encaramó sobre los bultos y allí se acurrucó como un mono, con las rodillas entre las manos. Otro negro cogió los remos… Los dos miraban a Tartarín riendo y mostrando sus blancos dientes.

De pie en la popa, con aquel terrible gesto que era el terror de sus paisanos, el gran tarasconés acariciaba febrilmente el mango de su cuchillo; porque, a pesar de lo que Barbassou le dijo, sólo a medias se había tranquilizado con respecto a las intenciones de aquellos cargadores de piel de ébano, que tan poco se parecían a los simpáticos mozos de cuerda de Tarascón…

Cinco minutos después, la barcaza llegaba a tierra, y Tartarín ponía el pie en aquel muelle berberisco en que, trescientos años antes, un galeote español llamado Miguel de Cervantes, bajo el látigo de la chusma argelina, preparaba cierta sublime novela que había de llamarse el
Quijote
.

3. Invocación a Cervantes. Desembarco. ¿Dónde están los
teurs
? No hay
teurs
. Desilusión

¡Oh, Miguel de Cervantes Saavedra! Si es cierto lo que dicen, que en los lugares en que han vivido los grandes hombres, algo de ellos flota en el aire hasta el fin de los tiempos, lo que de ti quedaba en aquella playa berberisca debió de estremecerse de gozo al ver desembarcar a Tartarín de Tarascón, tipo maravilloso de francés del Mediodía, en quien encarnaban los dos héroes de tu libro: Don Quijote y Sancho Panza…

El aire estaba caluroso aquel día. En el muelle, inundado de sol, cinco o seis aduaneros; argelinos que esperaban noticias de Francia; moros en cuclillas, que fumaban en largas pipas; marineros malteses que tiraban de unas vastas redes, entre cuyas mallas relucían millares de sardinas como si fuesen moneditas de plata.

Pero en cuanto Tartarín puso el pie en tierra, el muelle se animó, cambió de aspecto. Una bandada de salvajes, más horribles aún que los piratas del barco, se levantó de entre los guijarros de la orilla y se lanzó sobre el viajero. Robustos árabes, desnudos bajo sus mantas de lana; moritos harapientos, negros, tunecinos, mahoneses, morabitos, mozos de hotel con delantal blanco, todos gritando, dando aullidos, agarrándose en las ropas del tarasconés y disputándose sus equipajes; uno se lleva sus conservas; otro, su botiquín, y todos, en fantástica algarabía, arrojándole al rostro nombres de hoteles inverosímiles.

Aturdido por todo aquel tumulto, el pobre Tartarín iba, venía, echaba pestes, juraba, se agitaba, corría detrás de sus equipajes, y no sabiendo cómo hacerse entender por aquellos bárbaros, los arengaba en francés, en provenzal y aun en latín, latín macarrónico:
Rosa, rosae; bonus, bona, bonum…,
todo lo que sabía… Trabajo perdido. Nadie le escuchaba… Felizmente, un hombrecito con túnica de cuello amarillo y armado de largo bastón intervino, como un dios de Homero, en la contienda y dispersó toda aquella chusma a bastonazos. Era un guardia municipal argelino. Con mucha cortesía invitó a Tartarín a que fuese al hotel de Europa, y lo confió a unos mozos de aquel hotel, que le llevaron junto con sus equipajes en varias carretillas.

A los primeros pasos que Tartarín de Tarascón dio por Argel, abrió los ojos de par en par. Se había figurado una ciudad oriental, maravillosa, mitológica, algo así como un término medio entre Constantinopla y Zanzíbar…, y caía en pleno Tarascón… Cafés, restaurantes, calles anchas, casas de cuatro pisos, una plazuela solada de macadán en que los músicos militares tocaban polcas de Offenbach; caballeros en sillas bebiendo cerveza con pan salado; señoras, algunas mujeres galantes y luego militares…, ¡pero ni un
teur
!… El único
teur
era él… Por eso se vio algo apurado para atravesar la plaza. Todos le miraban. Los músicos militares se pararon, y la polca de Offenbach se quedó con un pie en el aire.

Con ambos fusiles al hombro y revólver al cinto, feroz y majestuoso como Robinson Crusoe, Tartarín pasó gravemente por entre aquellos grupos, pero al llegar al hotel le abandonaron las fuerzas. La salida de Tarascón, el puerto de Marsella, la travesía, el príncipe montenegrino, los piratas, todo se confundía dándole vueltas en la cabeza… Hubo que subirle a su cuarto, desarmarle, desnudarle… Y aun se trató de avisar al médico. Pero en cuanto echó la cabeza en la almohada empezó a roncar tan alto y de tan buena gana que el fondista consideró innecesarios los socorros de la ciencia, y todos se retiraron discretamente.

4. El primer acecho

Las tres daban en el reloj del Gobierno cuando despertó Tartarín. Había estado durmiendo todo el anochecer, toda la noche, toda la mañana y un buen pedazo de aquella tarde.

¡Justo es decir que buena la había corrido la
chechia
durante tres días!…

El primer pensamiento del héroe al abrir los ojos fue éste: «¡Estoy en la tierra del león!» Y ¿por qué no decirlo? Ante la idea de que los leones estaban tan cerca, a dos pasos, casi a la mano, y que iban a darle quehacer, ¡brrr!…, un frío mortal le sobrecogió y se arrebujó intrépidamente con las sábanas.

Pero, al cabo de un momento, la alegría de la calle, el cielo tan azul, el sol que inundaba el cuarto, el buen almuerzo que se hizo servir en la cama, teniendo abierta la ventana grande que daba al mar, y todo ello regado con una botella de excelente vino de Crescia, le devolvió pronto su antiguo heroísmo.

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