Tarzán el terrible (20 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

—Fue así —comenzó el prisionero—: Hacía tres días que yo cazaba con un grupo de compañeros cerca de la boca del Kor-ul-lul, no lejos de donde me habéis capturado a mí esta mañana, cuando fuimos sorprendidos y atacados por un gran número de ho-don, que nos hicieron prisioneros y nos llevaron a A-lur. Unos cuantos fueron seleccionados para ser esclavos y el resto fueron arrojados a una cámara bajo el templo donde están retenidos para el sacrificio de víctimas que los ho-don ofrecen a Jad-ben-Otho en los altares de los sacrificios del templo de A-lur.

»Parecía entonces que en verdad mi destino estaba sellado y que eran afortunados los que habían sido seleccionados para ser esclavos entre los ho-don, pues ellos al menos podían albergar la esperanza de escapar…, los que se hallaban conmigo en la cámara deben de estar desesperados.

»Pero ayer ocurrió una cosa extraña. Acudió al templo, acompañado por todos los sacerdotes y por el rey y muchos de sus guerreros, uno a quien todos mostraban gran reverencia, y cuando llegó a la puerta de barrotes que conducía a la cámara en la que los desdichados aguardábamos nuestro sino, vi para mi sorpresa que no era otro que aquel hombre terrible que hacía poco había sido prisionero en la aldea de los kor-ul-lul, aquel al que llamáis Tarzán-jad-guru, pero al que ellos llamaban Dor-ul-Otho. Nos miró e interrogó al sumo sacerdote y cuando le dijeron el propósito para el que se nos mantenía encarcelados se puso furioso y gritó que no era la voluntad de Jad-ben-Otho que su gente fuera sacrificada de ese modo, y ordenó al sumo sacerdote que nos liberara, y así se hizo.

»Se permitió a los prisioneros ho-don que regresaran a sus hogares, nos llevaron lejos de la ciudad de A-lur y nos pusieron en el camino del Kor-ul-lul. Éramos tres, pero muchos son los peligros que acechan entre A-lur y Kor-ul-lul, y sólo éramos tres e íbamos desarmados. Por lo tanto, ninguno llegó a la aldea de nuestro pueblo y sólo uno vive. He dicho.

—¿Eso es todo lo que sabes respecto a Tarzán-jad-guru? —preguntó Om-at.

—Eso es todo lo que sé —respondió el prisionero—, aparte de que aquel a quien llamaban Lu-don, el sumo sacerdote de A-lur, estaba muy enojado y que uno de los dos sacerdotes que nos llevó fuera de la ciudad dijo al otro que el extranjero no era Dorul-Otho; que Lu-don lo había dicho y que también había dicho que le descubriría y que debería ser castigado con la muerte por su atrevimiento. Esto es todo lo que dijeron al alcance de mi oído.

»Y ahora, jefe de los kor-ul-ja, déjanos marchar.

Om-at hizo un gesto de asentimiento.

—Marchaos —dijo—; Ab-on, envía a tus guerreros a que les protejan hasta que se encuentren a salvo en el Kor-ul-lul.

—Jar-don —dijo haciendo una seña al extranjero—, ven conmigo.

Se puso en pie y abrió la marcha hacia la cima del risco, y cuando se hallaron sobre la montaña, Om-at señaló el valle que se extendía abajo, hacia la ciudad de A-lur, que relucía a la luz del sol poniente.

—Allí está Tarzán-jad-guru —dijo, y Jar-don le entendió.

CAPÍTULO XIII

LA MASCARADA

C
UANDO Tarzán saltó al suelo detrás del muro del templo, no tenía intención de escapar de la ciudad de A-lur hasta estar seguro de que su compañera no se encontraba prisionera allí, pero ahora, en esta extraña ciudad en la que todo hombre debía de estar contra él, vivir y proseguir su búsqueda no le parecía nada seguro.

Sólo había un lugar que podía ofrecerle refugio, aunque fuera temporal, y se trataba del Jardín Prohibido del rey. Allí había espesos arbustos en los que podía ocultarse un hombre, y agua y frutas. Como era una astuta criatura de la jungla, si llegaba al lugar sin que nadie lo sospechara podría permanecer allí oculto por un período de tiempo considerable, pero ahora tenía que cruzar la distancia entre el templo y el jardín sin que le viera nadie, lo cual era un asunto muy serio, se daba perfecta cuenta.

«Poderoso es Tarzán en su jungla nativa —se dijo—, pero en las ciudades de los hombres no es mejor que ellos».

Confiando en su capacidad de observación y en su sentido de la orientación estaba seguro de que podía llegar a los jardines de palacio a través de los corredores subterráneos y cámaras del templo por las que había sido conducido el día anterior, pues ni el más mínimo detalle había escapado a sus ojos. Eso sería mejor, razonó, que cruzar el terreno abierto de arriba, donde sus perseguidores naturalmente le seguirían de inmediato y pronto le descubrirían.

Y así, a unos pasos del muro del templo, desapareció de la vista de cualquier observador casual por una de las escaleras de piedra que conducían a los aposentos subterráneos. El camino por el que le habían llevado el día anterior seguía las vueltas y recodos de numerosos corredores y aposentos, pero Tarzán, seguro de sí mismo en semejantes asuntos, rehizo la ruta exactamente y sin vacilar.

Temía poco que le prendieran enseguida, ya que creía que todos los sacerdotes del templo se habían reunido en la sala de arriba para presenciar su juicio, su humillación y su muerte, y con esta idea firmemente grabada en su mente dobló un recodo del corredor y se encontró cara a cara con un segundo sacerdote, ocultando su grotesco tocado cualquier emoción que pudiera provocar ver a Tarzán.

Sin embargo, Tarzán tenía la ventaja sobre el enmascarado devoto de Jad-ben-Otho de que en el momento en que vio al sacerdote supo sus intenciones con respecto a él, y por tanto no se vio obligado a retrasar la acción. Antes de que el sacerdote reaccionara, un largo y afilado cuchillo se le había clavado en el corazón.

Cuando el cuerpo se desplomó, Tarzán lo cogió antes de que cayera al suelo y arrancó el tocado de sus correas, pues al ver a la criatura se le había ocurrido un atrevido plan para engañar a sus enemigos.

Salvado el tocado de todo posible daño que se hubiera producido de haber caído al suelo con el cuerpo de su propietario, Tarzán dejó de sostener el cadáver, dejó el tocado con cuidado en el suelo, se agachó y cortó la cola del ho-don cerca de la raíz. A su derecha había una pequeña cámara de la que el sacerdote evidentemente había salido y a la que Tarzán arrastró el cuerpo, el tocado y la cola.

Cortó rápidamente una estrecha tira de pellejo del taparrabo del sacerdote, la ató con fuerza en tomo al extremo superior del miembro cortado y luego se apretó la cola bajo el taparrabo, detrás, y lo colocó en su lugar lo mejor que pudo. Luego se puso el tocado que se apoyaba en los hombros y salió del aposento con la apariencia de un sacerdote del templo de Jad-ben-Otho, a menos que se le examinaran demasiado de cerca los pulgares y dedos de los pies.

Había observado que entre los ho-don y los wazdon no era en absoluto inusual que el extremo de la cola se llevara en una mano, y se cogió la cola por si el aspecto inerte del miembro al arrastrarse detrás levantaba sospechas.

Tras cruzar el corredor y las diversas cámaras salió al fin a los jardines de palacio, detrás del templo. La persecución aún no había llegado a este punto, aunque era consciente de que había un gran alboroto no lejos de él. Encontró a guerreros y esclavos pero ninguno le echó más que una mirada pasajera, ya que un sacerdote era algo muy corriente en el recinto del palacio.

Y así, pasando por delante de los guardias sin ningún problema, llegó al fin a la entrada interior al Jardín Prohibido y allí se detuvo y examinó rápidamente esa parte del hermoso lugar que se extendía ante sus ojos. Para su alivio parecía desocupado y Tarzán, que se felicitaba por la facilidad con la que hasta entonces había burlado los altos poderes de A-lur, avanzó rápidamente hacia el otro extremo del recinto. Allí encontró una parcela de arbustos floridos que habrían podido ocultar sin peligro a una docena de hombres.

Una vez se metió dentro, se quitó el incómodo tocado y se sentó para esperar cualesquier eventualidad que el destino le tuviera reservada mientras formulaba planes para el futuro. La noche que había pasado en A-lur permaneció despierto hasta altas horas, lo que le permitió saber que, mientras había pocos fuera en los terrenos del templo, eran suficientes para que a él le resultara posible avanzar bajo cubierto con su disfraz sin llamar la atención de los guardias; y también había observado que el sacerdocio constituía una clase privilegiada que parecía ir y venir a voluntad y sin ningún problema por todo el palacio y el templo. Decidió, pues, que la noche le proporcionaba las horas más propicias para su investigación; de día podía yacer entre los arbustos del Jardín Prohibido, razonablemente a salvo de ser descubierto. De detrás del jardín le llegaron voces que se llamaban aquí y allí, y supuso que la búsqueda que se estaba efectuando de él era diligente.

Los momentos ociosos le dieron la oportunidad de desarrollar un plan más satisfactorio para sujetarse el apéndice que había robado. Lo arregló de tal modo que pudiera ser adoptado o arrancado rápidamente, y una vez hecho esto se puso a examinar la extraña máscara que con tanta eficacia había ocultado sus facciones.

El objeto estaba tallado con gran habilidad de un solo bloque de madera, muy probablemente una sección de un árbol, en el que las facciones habían sido grabadas y después el interior vaciado hasta quedar sólo una cáscara comparativamente fina. Había una gran muesca semicircular a cada lado que encajaban perfectamente sobre los hombros, mandiles de madera que se extendían hacia abajo unos centímetros sobre el pecho y la espalda. De estos mandiles colgaban largas borlas o trenzas de pelo que salían de los bordes exteriores hacia el centro que llegaba hasta más abajo de la parte inferior de su torso. Fue preciso un examen más minucioso para que el hombre-mono advirtiera que estos ornamentos consistían en cráneos humanos, tomados sin duda de las cabezas de los sacrificios celebrados en los altares orientales. En el tocado mismo había sido tallada una cara horrible que sugería hombre y
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al mismo tiempo. Estaban los tres cuernos blancos, el rostro amarillo con las bandas azules rodeando los ojos y la capucha roja que adoptaba la forma de los mandiles posterior y anterior.

Cuando se hallaba sentado entre el follaje de los arbustos que le ocultaban, reflexionando sobre la espantosa máscara sacerdotal que tenía en la mano, se dio cuenta de que no estaba solo en el jardín. Percibía la presencia de otra persona y sus aguzados oídos detectaron el lento acercamiento de unos pies desnudos que cruzaban el césped. Al principio sospechó que podía ser alguien que le buscaba con sigilo en el Jardín Prohibido, pero la figura entró en su campo de visión limitado por tallos, follaje y flores. Vio entonces que se trataba de la princesa O-lo-a y que se encontraba sola, caminando con la cabeza baja como absorta en la meditación, triste meditación, pues en sus párpados había indicios de lágrimas.

Poco después sus oídos le avisaron de que otros habían entrado en el jardín; eran hombres y el ruido de sus pasos proclamaba que no se movían ni lenta ni meditativamente. Fueron directos hacia la princesa y cuando Tarzán los vio descubrió que ambos eran sacerdotes.

—O-lo-a, princesa de Pal-ul-don —dijo uno dirigiéndose a ella—, el extranjero que nos ha dicho que era el hijo de Jad-ben-Otho acaba de escapar de la ira de Lu-don, el sumo sacerdote, que le ha descubierto a él y a su perversa blasfemia. El templo, el palacio y la ciudad están siendo registrados y hemos sido enviados a buscarle en el Jardín Prohibido, ya que Ko-tan, el rey, ha dicho que esta misma mañana le ha encontrado aquí, aunque no sabía cómo había pasado por delante de los guardias.

—No está aquí —dijo O-lo-a—. Hace rato que estoy en el jardín y no he oído a nadie. Sin embargo, registradlo si lo deseáis.

—No —dijo el sacerdote que había hablado antes—, no es necesario ya que nadie habría podido entrar sin que lo supieras y sin la connivencia de los guardias, y aunque lo hubiera hecho, el sacerdote que nos ha precedido lo habría visto.

—¿Qué sacerdote? —preguntó O-lo-a.

—Uno que ha pasado por delante de los guardias poco antes que nosotros —explicó el hombre.

—No le he visto.

—Sin duda se habrá marchado por otro sitio —observó el segundo sacerdote.

—Sí, sin duda —coincidió O-lo-a—, pero es extraño que no le haya visto.

Los dos sacerdotes hicieron su saludo y se dieron la vuelta para marcharse.

«Estúpidos como Buto, el rinoceronte —pensó Tarzán, que consideraba a Buto una criatura muy estúpida—. Debería ser fácil burlar a esta gente».

Los sacerdotes apenas se habían marchado cuando llegó el ruido de pies que corrían rápidamente por el jardín en dirección a la princesa, con el acompañamiento de rápidas respiraciones como de alguien casi agotado, o de fatiga o de excitación.

—Pan-at-lee —exclamó O-lo-a—, ¿qué ha ocurrido? Pareces aterrorizada como la cierva cuyo nombre llevas.

—Oh, princesa de Pal-ul-don —exclamó Pan-at-lee—, le habrían matado en el templo. Habrían matado a ese maravilloso extranjero que afirmaba ser el Dor-ul-Otho.

—Pero ha escapado —dijo O-lo-a—. Tú estabas allí. Cuéntamelo.

—El sumo sacerdote ha ordenado que le prendieran y le mataran, pero cuando se han precipitado sobre él ha arrojado a uno de ellos a la cara de Lu-don con la misma facilidad con que tú me arrojarías el desayuno; y luego ha saltado sobre el altar y de allí a la parte superior del muro del templo y ha desaparecido. Le están buscando, pero, oh, princesa, ruego por que no le encuentren.

—¿Y por qué ruegas por eso? —preguntó O-lo-a—. ¿El que ha blasfemado no se merece la muerte?

—Ah, pero tú no le conoces —replicó Pan-at-lee.

—¿Y tú sí? —espetó O-lo-a sin vacilar—. Esta mañana te has traicionado a ti misma y luego has intentado engañarme. Las esclavas de O-lo-a no hacen esas cosas con impunidad. ¿Es él entonces el mismo Tarzán-jad-guru de quien me hablaste? Habla, mujer, y di la verdad.

Pan-at-lee se irguió, su pequeña barbilla alzada, pues ¿no era ella también entre su gente como una princesa?

—Pan-at-lee, la kor-ul-ja, no miente para protegerse —dijo.

—Dime entonces lo que sepas de este Tarzán-jad-guru —insistió O-lo-a.

—Sé que es un hombre maravilloso y muy valiente —dijo Pan-at-lee— y que me salvó de los tor-o-don y del
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como te conté, y que en verdad es el mismo que ha entrado en el jardín esta mañana; y no sé si no es el hijo de Jad-ben-Otho, pues su valor y su fuerza son superiores a los de cualquier mortal, igual que su bondad y su honor; pues cuando podía haberme hecho daño me protegió, y cuando podía haberse salvado él pensó sólo en mí. Y todo esto lo hizo por su amistad con Om-at, que es
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de los kor-ul-ja y con quien yo debería haberme apareado si los ho-don no me hubieran capturado.

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