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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tarzán en el centro de la Tierra (6 page)

—¡Muy bien! —aprobó el capitán.

—A mí me parece —siguió diciendo Gridley—, que von Horst y yo deberíamos salir con Muviro y los guerreros waziris. Es gente dura, grandes conocedores de la selva y valientes en la pelea. 

—Pero no conocedores de estas selvas —opuso Dorf.

—De todas formas, conocen las selvas mucho mejor que todos nosotros —insistió Gridley.

—Me gusta su plan, Gridley —dijo el capitán—. Además, usted es ahora el comandante en jefe, y los demás acatamos gustosos sus órdenes.

—Las condiciones que nos rodean son nuevas para todos —señaló a continuación Gridley—. Ahora todos podemos opinar y dar órdenes, ya que la experiencia y las observaciones de cada uno pueden sernos preciosas al resto. Así es que lo mejor es que prescindamos por completo de direcciones y jefaturas.

—Esa ha sido la política de Tarzán —comentó Zuppner—, y a todos nos ha complacido y convencido hasta ahora. En consecuencia, estoy de acuerdo con usted, Gridley, pues creo que su plan es excelente e inmejorable.

—De acuerdo entonces —murmuró Gridley sonriendo—. Teniente, ¿quiere usted acompañarme?

—¿Qué si quiero? No le habría perdonado nunca que me hubiera dejado atrás en esta ocasión —contestó von Horst sonriendo.

—¡Perfectamente! —exclamó Gridley—. Entonces debemos hacer los preparativos necesarios y partir lo antes posible. Ocúpese de que los waziris vengan alimentados, y dígale a Muviro que quiero que todos lleven rifles. Aunque desprecien las armas de fuego, es preferible que las lleven.

—Sí —señaló Hines—. Muviro me comentó hace unos días que los negros consideran las armas de fuego como cosas diabólicas, propias de cobardes. Prefieren sus lanzas y sus flechas. Según él, les estuvo enseñando a tirar al blanco, pero la verdad es que cuando esos hombres persiguen leones u otras fieras, prefieren sus armas primitivas.

—Cuando hayan visto lo que yo —dijo Dorf—, ya les inspirará más aprecio y respeto un rifle.

—Ocúpese de que lleven bastantes municiones —recomendó Gridley, dirigiéndose a von Horst—, porque por lo que he divisado en la selva no hace falta que llevemos apenas víveres.

Von Horst salió a cumplir las órdenes de Gridley, mientras este último se dirigía a su cabina para preparar la expedición.

Cuantos oficiales y tripulación quedaron en el dirigible desearon toda clase de suertes a los expedicionarios que partieron en busca de Tarzán de los Monos. Cuando los diez gigantescos negros, marchando en pos de Gridley y von Horst, se perdieron en la espesura de la cercana selva, el cocinero negro suspiró.

—¡Qué inocentes! —murmuró— ¡Salen en busca de reptiles voladores!

Después de que el grupo se perdiera entre la arboleda, el cocinero volvió a mirar al sol, alto e inmóvil, y elevó sus manos al cielo con ademán de resignación, volviendo hacia su cocina.

En cuanto la partida abandonó el dirigible, Gridley dijo a Muviro que se encargara de buscar el rastro de Tarzán, puesto que, de todos los guerreros negros, él era el más experimentado en el arte de seguir un rastro en la selva. Muviro no tuvo ningún problema en seguir la pista de Tarzán a través de la llanura y la primera parte de la selva, pero, finalmente, al llegar junto a un gran árbol, se detuvo.

—El gran bwana trepó aquí a los árboles. Nadie será capaz de seguir ahora su rastro —dijo.

—¿Qué hacemos entonces, Muviro? —preguntó Gridley.

—Si esta fuera la selva de Tarzán —contestó el guerrero negro—, casi podría estar seguro del lugar al que se hubiera dirigido, pero aquí... Lo más probable es que Tarzán estuviera cazando, y, de ser así, su rumbo habrá sido caprichoso, siguiendo el rastro de las piezas.

—Con toda seguridad, Tarzán vino aquí a cazar —comentó von Horst.

—En tal caso, ¿Qué podemos hacer, Muviro? —preguntó Gridley.

—Quizá Tarzán ha pasado de largo el sendero o lo ha seguido —contestó Muviro—. Creo más bien lo último, porque a Tarzán le gusta explorar los territorios nuevos que visita.

—En ese caso, sigamos en esta dirección selva adelante, hasta que encontremos alguna pieza de caza —decidió Gridley. 

Muviro y tres de sus guerreros fueron delante, cortando troncos o maleza allí donde era necesario, y marcando los árboles de vez en cuando para poder orientarse al regresar. Con ayuda de una pequeña brújula de bolsillo, Gridley dirigía la marcha de la pequeña columna siempre en la misma dirección, ya que de otra forma habría sido imposible orientarse, a causa de aquel sol, cuyos ardientes rayos penetraban de modo invariable a través del follaje de aquel bosque selvático.

—¡Dios mío, qué selva! —comentó al rato von Horst—. ¡Buscar aquí a un hombre es como buscar una aguja en un pajar!

—A no ser —dijo Gridley a su vez—, que pudiéramos tener alguna posibilidad de encontrar la aguja.

—Tal vez fuera conveniente hacer un disparo de vez en cuando —propuso von Horst.

—Excelente idea —aprobó Gridley—. Los rifles hacen más ruido que los revólveres.

Tras comunicárselo a los demás, Gridley ordenó a uno de los waziris que disparara tres tiros con su rifle con intervalos de pocos segundos, ya que ni él ni von Horst llevaban rifles, sino Colts del calibre 45. A partir de ese momento se realizaron varios disparos cada media hora, aunque, conforme avanzaban selva adentro, todos iban teniendo la sensación de que sus esfuerzos resultaban inútiles.

Por fin, la selva se hizo menos espesa y los expedicionarios se encontraron en un terreno más abierto, donde, aunque la maleza también era abundante, podía verse un sendero hecho por miles de pezuñas y plantas de animales, que habían socavado el suelo hasta hacer en él una amplia depresión de más de dos pies de profundidad.

Y aquí, Jason Gridley cometió un error. 

—Bien, amigos —dijo—; a partir de ahora no tendremos que molestarnos en ir señalando nuestro camino en los troncos de los árboles. Bastará solo con que hagamos algunas marcas en aquellos sitios en que el sendero se bifurque con otros, para luego evitar tener dudas.

Después de todo, aquello era lógico, porque siguiendo aquel sendero podrían volver por él cuando quisieran. 

A partir de entonces el avance fue más fácil, y, como los waziris iban a un paso ágil y rápido, la expedición devoró muchas millas casi sin darse cuenta, ya que aquel sol de mediodía, eternamente inmóvil, confundía a negros y blancos en el sentido del transcurso del tiempo.

Además, las maravillas de aquel mundo nuevo y desconocido llamaban la atención de los expedicionarios a cada instante. Los monos, algunos de ellos del tamaño de enormes orangutanes y muy parecidos a hombres primitivos, les observaban pasar con ojos curiosos. Pájaros de brillantes o sombríos plumajes huían ante su paso, lanzando chillidos y gritos de protesta, y a cada instante aparecían entre la espesura masas y bultos, oscuros y enormes, que miraban con ojos encendidos a los exploradores.

A veces, atravesaban un paraje donde reinaba un silencio de muerte, pero, un poco más adelante, les volvía a rodear un concierto terrible de gritos y aullidos, de rugidos y bufidos de fieras.

—Preferiría que se acercara alguna de esas bestias —dijo, de pronto, von Horst.

—Sin duda nos extrañan —contestó Gridley—, no sólo por el temor que les inspira nuestro número, sino por el olor que emanamos y que debe serles desconocido. O quizá también les haya asustado el estrépito de los disparos.

—Os habéis dado cuenta —comentó von Horst—, que la mayoría de los rugidos y los chillidos de las bestias y los pájaros vienen de nuestras espaldas, quiero decir, que se oyen detrás de nosotros. También me ha parecido oír ruidos extraños, como si fueran de elefantes, delante de nosotros, aunque muy lejanos.

—La única ventaja que tenemos en este mundo extraño —dijo Gridley—, es que el eterno día tiene sus compensaciones. Al menos tenemos la seguridad de que la noche no nos sorprenderá en esta selva.

En aquel instante, la atención de los dos hombres blancos fue absorbida por el grito de uno de los guerreros negros. Al volverse, vieron que el hombre, extendiendo el brazo hacia atrás, gritaba:

—¡Mirad, bwanas, mirad!

Entonces, los dos hombres blancos pudieron ver una enorme bestia que aparecía en el sendero, a sus espaldas.

—¡Dios mío! —exclamó von Horst—. ¡Y yo que había creído que Dorf exageraba!

—Es increíble —murmuró Gridley, pensativo—, que a quinientas millas bajo nuestros pies haya automóviles que crucen las avenidas de las grandes ciudades, que exista el telégrafo, el teléfono y la radio, que millones y millones de vidas puedan existir sin necesidad de tener que defenderse y que, en el mismo instante, nosotros estemos aquí, frente por frente con un tigre colosal, en un paisaje hostil y bárbaro como no habrá podido existir en nuestro mundo desde hace miles de años.

—¡Mirad! —exclamó de pronto von Horst—. ¡Detrás de ese tigre debe venir por lo menos una docena!

—¿Hacemos fuego, bwana? —preguntó uno de los guerreros waziris.

—Todavía no —contestó Gridley—. Juntémonos y estemos en guardia. Parece que nos vienen siguiendo.

La partida, agrupada ahora, comenzó a retroceder lentamente en dirección a los tigres, que les imitaron a su vez. Muviro se acercó a Gridley y le dijo: 

—Desde hace un rato, bwana, he estado percibiendo en la selva el olor peculiar de los elefantes o de algo parecido. Ahora, he podido ver a algunos de ellos cerca. Me han parecido elefantes o una bestia muy similar a ellos.

—En ese caso, estamos entre la espada y la pared —repuso Gridley.

—Los elefantes que he visto estaban delante de nosotros —siguió diciendo Muviro—. Pero también hay elefantes o tigres a ambos lados del sendero. Los oigo moverse entre la maleza.

Quizá todos en aquel momento estaban pensando en que tenían el recurso de subirse a los árboles; pero no se sabe por qué razón, nadie expresó su pensamiento en voz alta. Así, el grupo fue avanzando hasta llegar a un claro.

De pronto, desde varias rutas y senderos que parecían converger en aquella gran explanada de la selva, surgieron varias partidas de bestias apocalípticas y monstruosas, tan extrañas como jamás las contemplaran los ojos humanos. Eran animales enormes, algunos parecidos a gigantescos toros, con amplios cuerpos peludos y largos cuernos muy abiertos. Otros eran una especie de ciervos o gamos rojizos, y también había ardillas y alimañas de tamaño colosal, mastodontes y mamuts de terrorífica presencia, y una especie de elefante, de enorme cabeza y larguísimos colmillos curvos, que seguramente levantaba más de diez pies del suelo. Lo único que le diferenciaba de los elefantes eran sus orejas pequeñas y peludas, semejantes a las del cerdo.

Los dos hombres blancos, olvidándose momentáneamente del peligro de los tigres a sus espaldas, se quedaron inmóviles y boquiabiertos a la vista de tanto monstruo como se agrupaba en la explanada.

—¿Habías visto alguna vez algo parecido? —preguntó Gridley el primero.

—No, ni yo ni nadie —repuso von Horst.

—Podría catalogar a muchos de estos monstruos, aunque todos están ya extinguidos en nuestro mundo. De cualquier forma, aquella bestia me intriga más que todas las demás.

Esto último lo dijo señalando al monstruo que se parecía al elefante.

—Creo que es un dinoterio del periodo mioceno —contestó von Horst.

Muviro, detenido ante los dos hombres, miraba también a los monstruos con los ojos muy abiertos.

—¿Qué te parece todo esto, Muviro? —preguntó Gridley—. ¿Qué hacemos?

—Creo que sé lo que está ocurriendo, bwana —contestó el jefe negro—. Si queremos escapar con vida de aquí, debemos huir cuanto antes de esta zona. Los tigres están empujando a todos esos monstruos hacia la explanada, y en breves momentos cargarán sobre ellos originando una carnicería como jamás hayamos visto. Si no nos devoran los tigres, nos matarán estos monstruos en su desesperado intento de huir de la matanza que va a sobrevenir en pocos minutos.

—Me parece que tienes razón, Muviro —concedió Gridley.

—Por fortuna, hay un sendero amplio y fácil de recorrer frente a nosotros —dijo von Horst.

Gridley ordenó que los hombres se agruparan más todavía, y luego señaló al otro extremo de la explanada.

—Nuestra única posibilidad de salvarnos —dijo—, es atravesar la explanada antes de que nos cerquen los tigres al rodear a todos estos monstruos. Hemos avanzado demasiado a través de la explanada para intentar retroceder hasta el punto de partida y refugiarnos en los árboles, porque los tigres están muy cerca y nos cerrarían el paso. ¡Manteneos todos bien unidos y que nadie haga fuego a menos que nos veamos atacados!

—¡Mirad! —exclamó ahora von Horst—. ¡Los tigres comienzan a entrar en la explanada por todos los lados! ¡Han rodeado por completo a sus presas!

—Pero por el sendero de enfrente todavía no hay tigres, bwana —dijo Muviro.

El grupo comenzó a atravesar la explanada, en la que bestias y monstruos se movían de un lado a otro dando muestras de un nerviosismo y una inquietud extremas. Hasta la aparición de los tigres, unas y otros habían mantenido una actitud casi tranquila, e incluso algunos de ellos pacían la hierba o mordisqueaban las hojas más bajas de los raros árboles que poblaban los alrededores de la explanada; pero con la aparición de los felinos todo había cambiado. Un enorme mastodonte, levantando su colosal trompa, lanzó un horrendo barrunto que semejaba un trompetazo de alarma, y, al momento, todo el rebaño de monstruos se puso en guardia. Ante la vista de los terribles felinos, todo el rebaño comenzó a rugir, a bufar y a barritar, formando un espantoso y ensordecedor concierto de mil demonios.

—¡Dios mío! —exclamó von Horst—. ¡Debe haber más de cien tigres!

Sus palabras no eran exageradas, ya que por todos los lados de la explanada, excepto el sendero que se abría frente a los expedicionarios, surgían los enormes tigres en cantidad incontable, rodeando a los monstruos que llenaban la explanada. El hecho de que no atacaran a sus enemigos demostraba que los tigres sentían cierto respeto y temor por muchos de los monstruos a los que habían acorralado, a muchos de los cuales no se hubieran atrevido a atacar de no ser tan superiores en número.

De pronto, un enorme mamut, alzando su rabo en el aire, irguiendo las peludas orejas, arrolló su trompa y embistió a los tigres. Pero un gran número de éstos, rugiendo de un modo espantoso, se lanzó enseguida al encuentro del osado enemigo. El mamut, acobardado, giró en redondo y volvió al lado del rebaño de mastodontes. De haber logrado abrir una brecha en el círculo de tigres, el grupo de bestias apresadas en la explanada hubiera podido huir hacia la cercana selva.

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