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Authors: Henning Mankell

Tea-Bag (6 page)

Mientras Jesper Humlin se dirigía hacia la Estación Central, pensó en la portada de su último libro. Había protestado a la editorial hasta el final, hasta que viajó a las islas del Pacífico. Se enfrentó muchas veces a Olof Lundin al respecto. La portada no tenía ninguna relación con el contenido de los poemas. Además era fea, con ese dibujo descuidado característico de las portadas de libros de los últimos años. Pero Olof Lundin había insistido en que eso lo haría más vendible. Jesper Humlin todavía recordaba una conversación telefónica que tuvo con Lundin. Fue la mañana que iba a viajar, estaba en Arlanda y había decidido hacer un último intento para parar la portada.

—Detesto la tapa. Si la dejas pasar no te lo perdonaré nunca.

—La portada no tiene que ser aburrida porque los poemas sean aburridos.

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que digo.

—Me estás insultando.

—No estoy diciendo que los poemas sean aburridos porque son pesados. Digo que son aburridos porque son tristes.

—Podías haberlo dicho antes.

—Lo digo ahora.

—Detesto la cubierta.

—Es una buena cubierta.

La conversación acabó porque llamaron a Jesper Humlin por los altavoces del aeropuerto. Los últimos años, desde que había empezado a ser conocido, había adquirido la costumbre de llegar tarde a los aeropuertos para que dijeran su nombre y así conseguir llamar la atención.

El tren se puso en marcha. Jesper Humlin decidió pensar en la conversación que había tenido con Olof Lundin hasta haber pasado Södertälje. Luego empezaría a concentrarse en la velada de lectura que tenía ante sí. En realidad había pensado prepararse antes del mediodía, pero la conversación nocturna con su madre lo había dejado sin fuerzas.

Sonó el móvil. Era Andrea.

—¿Dónde estás?

—Camino de Gotemburgo. ¿Has olvidado que tengo que estar allí esta tarde?

—No he olvidado nada porque no me has dicho que ibas a Gotemburgo.

Jesper Humlin supuso que ella tenía razón. Por eso no se metió en ninguna discusión que de todos modos sabía que iba a perder.

—Hablaremos cuando llegue a casa.

—¿Qué vas a hacer en Gotemburgo?

—Voy a leer poemas y hablar de mis obras.

—Cuando nos veamos, quiero que hablemos de la realidad. No de tus poemas.

Andrea finalizó de golpe la conversación, como solía hacer. Jesper Humlin continuó pensando en lo hablado con Olof Lundin. Su indignación iba en aumento.

Cuando pasó Södertälje se obligó a dejar a un lado todo lo referente a la novela policiaca y a pensar en lo que iba a suceder por la tarde. Le gustaba viajar alrededor del país y hablar. Una vez, en uno de los almuerzos más desagradables con Viktor Leander, éste le había acusado de ser un conferenciante vanidoso. Lo que más le gustaba a Jesper Humlin era comparecer en bibliotecas y universidades. Cuando aparecía en institutos de enseñanza secundaria se sentía más inseguro, y le aterraba hacerlo en todas las escuelas de niveles inferiores. Lo que le esperaba en Gotemburgo era lo que más le gustaba. Una tarde tranquila en la biblioteca, un público adulto concentrado que aplaudía con amabilidad y nunca hacía preguntas molestas.

Revisó mentalmente qué poemas iba a leer y qué punto de vista de su obra literaria quería establecer. Había probado distintos modelos durante años y al final se había decidido por tres variantes que podía mezclar entre sí para no aburrirse ni ajustarse demasiado a la rutina. El primero de esos modelos consistía simple y llanamente en ceñirse a la verdad. Hablaba sobre su infancia cómoda y de que lo que más le asustaba de sus años juveniles era que nunca había sentido deseo alguno de rebelarse. Se había adaptado a la escuela, no se había metido en ninguna organización radical, no había consumido drogas y tampoco había salido de viaje en busca de aventuras. Alrededor de esa normalidad anormal había creado una conferencia que duraba exactamente veintiún minutos.

Para variar, había reunido otros dos modelos de conferencia. Uno se basaba en puras fantasías. Se inventó una juventud dramática que contrastaba por completo con las experiencias que había tenido. Como se había dado el caso de que antiguos compañeros de clase o amigos de su juventud habían aparecido por sus charlas, había puesto mucho cuidado en procurar que las fantasías fueran imposibles de constatar.

La tercera versión trataba del largo y nada fácil camino que se recorre para ser escritor. Afirmaba haber escrito su primera novela a los ocho años, pero haberla quemado el año de su debut. En esta versión, Jesper Humlin contaba a un público que por lo general escuchaba en absoluto silencio una narración de cómo en el fondo le hubiera gustado que hubieran sido las cosas. Pero nunca desvelaría la verdad profunda: que todo lo que decía era inventado.

El tren llegó a la hora prevista. Tomó un taxi para ir a la biblioteca, que estaba en Mölndal. La bibliotecaria que lo recibió era joven.

—¿Asistirá público?

—Las entradas están agotadas. Serán ciento cincuenta personas.

—¿Quién dijo que los movimientos populares suecos habían muerto? —dijo Jesper Humlin con una modestia que le favorecía—. Una tarde oscura y fría de febrero se reúnen ciento cincuenta personas para escuchar a un simple poeta.  

—Vienen algunos grupos.

—¿Grupos de qué tipo?

—No lo sé. Puedes preguntárselo a la otra bibliotecaria.* Más tarde, Jesper Humlin se arrepentiría muchas veces de no haber preguntado qué clase de grupos se habían acercado. Creyó que se trataba de algunos círculos literarios o tal vez una asociación de jubilados. Pero cuando, a las siete, salió a la tarima iluminada del auditorio después de que el vicepresidente de la Comisión de Cultura le diera la bienvenida, no vio ni asociaciones de jubilados ni círculos literarios. En medio del público habitual, compuesto por expectantes damas de mediana edad, registró algunos elementos que no pudo determinar en ese momento.

En la primera fila estaba sentado un grupo de hombres de mediana edad que ni en su forma de vestir ni en su aspecto se parecían al público al que estaba acostumbrado. Muchos de ellos llevaban el pelo largo, aros en las orejas y vestían chupas de cuero y vaqueros con las rodillas agujereadas. Jesper Humlin se puso alerta inmediatamente. Cuando echó una ojeada al público, descubrió también a varias personas de piel oscura sentadas en grupos. Los inmigrantes no formaban parte de sus lectores más fieles. Jesper Humlin no había tenido ningún contacto especial con los denominados nuevos suecos, a excepción de un chino que vivía en Haparanda y le escribía continuamente largas cartas con análisis minuciosos y del todo erróneos sobre sus poemas. Pero aquí en Mölndal vio sentados a algunos representantes de ese grupo poco definido de ciudadanos, además todos eran bastante jóvenes.

Jesper Humlin tomó la palabra y llevó a cabo su conferencia, la que estaba basada en la realidad y duraba veintiún minutos. Luego leyó varios de los poemas de su última colección que consideraba más indicados para ser leídos en voz alta. Durante la conferencia mantuvo todo el tiempo bajo una discreta vigilancia a los hombres que estaban en la primera fila. Habían escuchado con atención, lo que le había hecho pensar con creciente satisfacción que tal vez estaba conquistando nuevos grupos de lectores. Un hombre de la primera fila se movía inquieto y se mecía hacia delante y hacia atrás, a la vez que suspiraba de modo audible. Jesper Humlin comenzó a sudar. Se saltó una de las estrofas debido al nerviosismo, y el poema, que ya era en sí difícil de interpretar, resultó totalmente incomprensible.

Los hombres que estaban delante del todo se quedaron mirándolo cuando hubo terminado. Ninguno aplaudió. Jesper Humlin, intranquilo, hojeaba las páginas del libro mientras decidía hacer un cambio dramático y leer sólo los poemas más cortos. Al mismo tiempo se preguntaba con creciente desesperación quiénes serían realmente los que estaban sentados en la primera fila, ¿quiénes eran esos hombres de raídos vaqueros y chaquetas de cuero manchadas? El otro elemento desconocido, el grupo de inmigrantes, lo miraba en silencio y con rostro inexpresivo. Aplaudieron, pero sin entusiasmo. Jesper Humlin tenía ya una fuerte sensación de que algo se estaba yendo al traste, sin que pudiera decir exactamente qué. Pero se dio cuenta de que la velada literaria, en medio de la cual se encontraba en ese momento, no se parecía a ninguna de las anteriores.

Leyó su último poema y se secó el sudor de la frente. Los que consideraba sus habituales, su público normal, aplaudieron de buena gana. Los hombres que se hallaban en los asientos delanteros continuaban mirándolo con ojos muy brillantes, según empezó a percibir Jesper Humlin. Dejó el libro a un lado y esbozó una sonrisa como recurso para ocultar su temor.

—Ahora paso a contestar las preguntas. Después firmaré libros, si hay alguna persona interesada.

Una mujer del público levantó la mano y preguntó cómo definiría el término bondad. Le parecía haberlo percibido como trasfondo a lo largo de todo el poemario. Jesper Humlin notó un leve gruñido procedente de la fila delantera. Empezó a sudar otra vez.

—La palabra bondad es, a mi juicio, un término más bonito para referirse a la amabilidad.

El hombre de los pantalones más rotos, que se había movido inquieto durante la lectura de los poemas, se levantó con tanta vehemencia que tiró la silla.

—¿Qué mierda de preguntas son ésas? —dijo casi gritando con voz aguda—. Quisiera preguntarte a ti, señor escritor, qué quieres decir con estas poesías que hemos tenido que escuchar. Si quieres puedo darte mi opinión en términos muy cortos.

—Encantado.

—No entiendo cómo se puede esconder tanta basura entre las tapas de un libro tan delgado. Que, además, cuesta casi trescientas coronas. Tengo una sola pregunta a la que me gustaría que me respondieras.

A Jesper Humlin le temblaba la voz al contestar.

—¿Cuál es tu pregunta?

—¿Cuánto te pagan por palabra?

Un murmullo de insatisfacción comenzó a extenderse entre el grupo de asistentes a quienes complacía la aparición en público de Jesper Humlin. Éste se dirigió rápidamente a la bibliotecaria responsable, que estaba sentada a un lado detrás de él.

—¿Quiénes son los de la primera fila? —preguntó en voz baja.

—Son internos de un centro carcelario de régimen abierto que se encuentra en las afueras de Gotemburgo.

—¿Qué hacen aquí?

La bibliotecaria lo miró con severidad.

—Una de las tareas más importantes para mí es hacer llegar la literatura a personas que tal vez nunca se habían dado cuenta de lo que se habían perdido. No sabes lo que he tenido que luchar para traerlos aquí.

—Creo que me lo puedo imaginar. Pero ¿has oído la pregunta de él?

—Pienso que debe tener una respuesta.

Jesper Humlin se tranquilizó y miró al hombre, que no se había sentado y estaba todavía de pie mirándolo como un furioso contendiente de lucha libre.

—A mí no me pagan por palabra. Los poetas, en general, reciben muy poca remuneración por sus esfuerzos.

—Me agrada saberlo.

La mujer que había hecho la pregunta acerca de la bondad se levantó haciendo ruido y golpeando el suelo con su bastón.

—Considero que es vergonzoso formular preguntas sobre dinero al señor Humlin. Estamos aquí para escuchar y para discutir sus versos tranquilamente.

Otro de los hombres de la primera fila se puso en pie. Jesper Humlin había observado durante la tarde que había estado a punto de quedarse dormido. Al levantarse dio un traspié. Jesper Humlin notó que estaba borracho.

—No entiendo lo que quiere decir la vieja.

—¿Lo que quiere decir con qué? —preguntó Jesper Humlin desolado.

—¿No vivimos en una sociedad libre? ¿No se puede preguntar lo que se quiera? Vale. Pues has de saber que estoy de acuerdo con Akesson, aquí presente. Nunca en mi vida había leído ni oído tanta mierda.

El flash de una cámara de fotos centelleó. Sin que Jesper Humlin lo hubiera percibido, un fotógrafo y un reportero local habían entrado en el auditorio durante el recital. «Esto va a ser un escándalo», pensó Jesper Humlin con horror, imaginándose los titulares de los grandes periódicos vespertinos del país. Como les ocurría a otros escritores, en su fuero interno tenía un punto que le hacía dudar de su talento, un punto en el que se derrumbaba todo y sólo quedaba la gravilla que había amontonado un charlatán literario. Jesper Humlin estuvo a punto de suplicar al fotógrafo y al reportero que no dieran cuenta de lo ocurrido. Pero antes de que dijera nada recibió la ayuda inesperada del hombre llamado Akesson. Había reaccionado directamente sobre el flash y se había lanzado rugiendo sobre el fotógrafo.

—¿Quién te ha dado permiso para hacerme fotos? —gritó—. No podéis tratarnos de cualquier manera por estar en el trullo.

El fotógrafo trató de defenderse, pero todos los hombres que estaban sentados en la primera fila se habían reunido ahora a su alrededor. Las bibliotecarias trataban de llamar a la calma, a la vez que el público dejaba el local y la amenaza de pelea lo más rápidamente que podía. Jesper Humlin estaba de pie en silencio. Nunca hubiera podido imaginar que sus poemas causarían un revuelo como el que estaba teniendo lugar ante sus ojos.

El alboroto cesó con la misma rapidez que había empezado. Jesper Humlin se encontró de repente solo en el auditorio. Oyó el creciente y decreciente murmullo de las voces indignadas procedentes del pasillo exterior. Entonces descubrió que, a pesar de todo, quedaba alguien más aparte de él, una chica de piel oscura. Estaba sentada en medio del local y mantenía uno de sus brazos en alto. Pero lo más llamativo era su sonrisa. Jesper Humlin no había visto nunca en su vida una sonrisa así. Era como si sus dientes blancos emitieran una luz.

—¿Quieres preguntar algo?

—¿Has escrito algo de alguien como yo?

«Se acabaron las preguntas fáciles», pensó Jesper Humlin con desesperación.

—Creo que no entiendo a qué te refieres.

La chica hablaba sueco con acento extranjero, pero de modo claro y comprensible.

—Los que hemos venido aquí. Los que no hemos nacido aquí.

—Sin duda, nunca he imaginado la poesía como algo que pone límites.

Jesper Humlin se daba cuenta de que a él mismo le sonaba su respuesta a hueco. «Es exactamente como uno de mis poemas», pensó.

La muchacha se levantó.

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