Read Temerario II - El Trono de Jade Online

Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

Temerario II - El Trono de Jade (46 page)

—Si perforáramos un par de agujeros en esta pared delantera, podríamos abatir a cualquiera que se acerque —dijo Riggs, dando golpecitos en el ladrillo—. En caso contrario, señor, lo mejor será que levantemos una barricada en mitad de la sala y disparemos según vayan accediendo. Pero entonces no podremos poner a hombres con espadas en la entrada.

—Levante la barricada y ponga hombres en ella —ordenó Laurence—. Señor Granby, bloquee la entrada lo mejor que pueda de manera que no puedan pasar más que tres o cuatro a la vez. Colocaremos al resto de los hombres a ambos lados de la puerta, fuera del área de fuego, y la defenderemos con pistolas y alfanjes entre andanada y andanada mientras el señor Riggs y sus hombres recargan.

Granby y Riggs asintieron.

—Bien pensado, señor —dijo Riggs—. Tenemos un par de fusiles de sobra. Nos vendría bien que nos ayudara en la barricada.

La sugerencia era bastante transparente y Laurence la recibió con el desprecio que merecía.

—Úselos para hacer segundos disparos mientras sea posible. No podemos desperdiciar esas armas en manos de ningún hombre que no sea un fusilero entrenado.

Keynes entró casi tambaleándose bajo un cesto lleno de sábanas, sobre las que llevaba tres de las refinadas porcelanas que tenían en la residencia.

—Ustedes no son los pacientes a los que suelo tratar —dijo—, pero en cualquier caso sé cómo vendarlos y entablillarlos. Estaré en la parte trasera, junto al estanque, y he traído esto para echar agua —añadió sarcástico, apuntando con la barbilla hacia los jarrones—. Supongo que cada uno puede llegar a valer cincuenta libras en una subasta, así que espero que eso les anime para no tirarlos al suelo.

—Roland, Dyer, ¿a quién de ustedes se le da mejor recargar? —preguntó Laurence—. Muy bien, los dos ayudarán al señor Riggs en las tres primeras andanadas, y luego Dyer ayudará al señor Keynes y traerá y llevará los jarrones de agua cuando su tarea se lo permita.

—Laurence —dijo Granby en voz baja cuando los demás se fueron—, no veo señal de todos esos guardias por ninguna parte, y siempre patrullan a esta hora. Alguien debe de haberlos retirado.

Laurence asintió en silencio y con un gesto le indicó que volviera al trabajo.

—Señor Hammond, por favor, póngase detrás de la barricada —dijo cuando el diplomático se acercó a él, seguido por Sun Kai.

—Capitán Laurence, le ruego que me escuche —dijo Hammond en tono apremiante—. Es mucho mejor que nos vayamos con Sun Kai enseguida. Los atacantes que espera son jóvenes banderizos, miembros de las tribus tártaras que por culpa de la pobreza y el desempleo han entrado en una especie de banda local de forajidos, y puede que vengan en gran número.

—¿Tendrán artillería? —preguntó Laurence, sin prestar atención a aquel intento de convencerle.

—¿Cañones? No, claro que no. Ni siquiera tienen mosquetes —respondió Sun Kai—, pero ¿qué importa eso? Pueden ser cien o quizá más, y he oído rumores de que entre ellos hay algunos que incluso han estudiado el shaolin quan
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en secreto, aunque va contra la ley.

—Y algunos de ellos pueden ser parientes del emperador, aunque sea lejanos —añadió Hammond—. Si matamos a alguno, pueden usarlo como pretexto para sentirse ofendidos y expulsarnos del país. ¡Debe comprender que tenemos que marcharnos cuanto antes!

—Señor, déjenos hablar en privado —le dijo Laurence a Sun Kai con voz tajante. El embajador, sin discutir, inclinó la cabeza en silencio y se apartó a cierta distancia.

—Señor Hammond —dijo Laurence, volviéndose hacia el diplomático—, usted mismo me advirtió que me cuidara de los intentos de separarme de Temerario. Ahora piense en ello: si vuelve aquí y descubre que nos hemos ido sin ninguna explicación y que también falta nuestro equipaje, ¿cómo nos encontrará de nuevo? Quizás incluso consigan convencerlo de que se nos ha ofrecido un trato y le hemos dejado aquí deliberadamente, tal como Yongxing quería que yo hiciera.

—¿Y en qué va a mejorar la situación si vuelve y le encuentra muerto, y a todos nosotros con usted? —dijo Hammond, impaciente—. Sun Kai ya nos ha dado motivos antes para confiar en él.

—Le doy menos importancia que usted a un consejo sin trascendencia, señor, y más a una larga y deliberada mentira por omisión. Es indudable que ha estado espiándonos desde el mismo momento en que nos conoció —dijo Laurence—. No, no vamos a ir con él. Temerario sólo tardará unas cuantas horas en volver, y confío en que hasta entonces seremos capaces de resistir.

—A menos que hayan encontrado alguna forma de entretenerlo para que prolongue su visita —repuso Hammond—. Si el gobierno chino quisiera separarnos de él, durante su ausencia podrían haberlo hecho por la fuerza en cualquier momento. Estoy seguro de que Sun Kai puede arreglarlo para que le enviemos un mensaje a la residencia de su madre una vez que estemos a salvo.

—Entonces dejemos que se vaya y envíe el mensaje ahora, si quiere —dijo Laurence—. Usted puede irse con él.

—No, señor —respondió Hammond, sonrojado, y giró sobre los talones para hablar con Sun Kai. El embajador meneó la cabeza y se fue, mientras Hammond se acercaba al montón de armas para coger un alfanje.

Trabajaron durante otro cuarto de hora. Trajeron a empujones tres de aquellas rocas de formas tan pintorescas que había en el exterior para levantar la barricada de los fusileros, y trajeron también el enorme diván del dragón para bloquear la mayor parte de la entrada. El sol ya se había puesto, pero no se encendieron las linternas que solían iluminar la isla y tampoco se veía señal de vida humana por ninguna parte.

—¡Señor! —le chistó Digby de repente, señalando hacia los jardines—. Dos puntos a estribor, por fuera de las puertas de la casa.

—Apártense de la entrada —ordenó Laurence. Era incapaz de ver nada en el crepúsculo, pero los ojos de Digby eran más jóvenes que los suyos y veían mejor—. Willoughby, apague esa luz.

Al principio no hubo más ruidos que el suave
clic-clic
de las armas al montar los percutores, el eco de su propia respiración en sus oídos y el zumbido constante e imperturbable de las moscas y mosquitos en el exterior. Después se acostumbró a ellos y los filtró, y por debajo pudo oír sonido de pies ligeros a la carrera: eran muchos hombres, pensó. De pronto, se escuchó un chasquido de madera rota y varios gritos.

—Han irrumpido en la casa, señor —susurró Hackley con voz ronca desde las barricadas.

—¡Silencio! —ordenó Laurence, y mantuvieron una callada vigilia mientras el sonido de muebles y cristales rotos llegaba desde la casa.

El resplandor de las antorchas del exterior proyectaba sombras en el pabellón que brincaban y serpenteaban en ángulos extraños conforme empezaba la búsqueda. Laurence oyó las voces de hombres que se llamaban entre sí; el sonido había rebotado en los aleros del tejado. Miró hacia atrás. Riggs asintió y los tres fusileros levantaron sus armas.

El primer hombre apareció en la entrada y vio el trozo de madera del diván que la bloqueaba.

—¡Es mío! —dijo Riggs claramente, y disparó. El chino cayó muerto, con la boca abierta para gritar.

Pero la detonación del arma desató más gritos fuera, y varios hombres entraron corriendo con espadas y antorchas en las manos. Sonó una ráfaga completa, que mató a otros tres, después un disparo más del último fusil, y Riggs gritó:

—¡Cebar y recargar!

La rápida matanza de sus compañeros había refrenado el avance del grueso de los hombres, que se habían apelotonado en la abertura que quedaba en la entrada. Entre gritos de «¡Temerario!» y «¡Por Inglaterra!», los aviadores salieron de entre las sombras y se enzarzaron con los atacantes a brazo partido.

Después de la larga espera en la oscuridad, la luz de las antorchas era dolorosa para los ojos de Laurence, y el humo de la madera ardiendo se mezclaba con el de los mosquetes. No había espacio para practicar esgrima de verdad: peleaban empuñadura contra empuñadura, salvo cuando alguna de las espadas chinas se partía (olían a óxido) y unos cuantos hombres tropezaban. En los demás momentos simplemente empujaban contra la presión de decenas de cuerpos que trataban de abrirse paso por la estrecha abertura.

Digby, demasiado flaco para ser de gran utilidad en aquel muro humano, se dedicaba a acuchillar a los atacantes por entre las piernas y los brazos, en cualquier hueco que le brindaran.

—¡Mis pistolas! —le gritó Laurence. Le era imposible desenfundarlas él mismo: estaba aferrando el alfanje con dos manos, una en la empuñadura y otra en la parte plana de la hoja para contener a tres hombres a la vez. Estaban tan apretados que no podían moverse a los lados para golpearle: sólo subían y bajaban las espadas en línea recta, tratando de quebrar su hoja por el puro peso.

Digby sacó una de las pistolas de su funda y disparó, alcanzando entre los ojos al hombre que estaba justo enfrente de Laurence. Los otros dos retrocedieron sin querer, y Laurence consiguió acuchillar a uno en el vientre; después agarró al otro del brazo derecho y le tiró al suelo. Digby le clavó una espada en la espalda y el chino se quedó inmóvil.

—¡Apunten armas! —gritó Riggs desde atrás, y Laurence rugió:

—¡Despejen la puerta!

Lanzó un tajo a la cabeza del hombre que estaba luchando con Granby, obligándole a retroceder, y luego se apartaron juntos de la puerta; el suelo de piedra pulimentada ya estaba resbaladizo bajo sus botas. Alguien le puso en la mano una jarra goteante; dio un par de tragos y se la pasó a otro, mientras se enjugaba la boca y la frente con la manga. Los fusiles dispararon a la vez, y tras un par de disparos más volvieron a la refriega.

Los atacantes habían aprendido ya a temer a los fusiles y habían dejado un pequeño espacio libre ante la puerta, arremolinándose unos cuantos pasos más atrás bajo las antorchas. Casi llenaban el patio frente al pabellón: el cálculo de Sun Kai no había sido exagerado. Laurence disparó a un hombre a seis pasos de distancia y después le dio la vuelta a la pistola. Le dio un culatazo a otro en la sien cuando los chinos volvieron a la carga, y enseguida se vio de nuevo empujando contra el peso de las espadas, hasta que Riggs volvió a gritar.

—Bien hecho, caballeros —dijo Laurence, respirando hondo. Los chinos habían retrocedido al oír la voz y no se asomaron de inmediato a la puerta. Riggs tenía experiencia suficiente para contener la salva hasta que los atacantes avanzaran de nuevo—. Por el momento la ventaja es nuestra. Señor Granby, vamos a dividirnos en dos grupos. Quédese atrás en la siguiente oleada y nos iremos alternando. Therrows, Willoughby, Digby, conmigo; Martin, Blythe y Hammond, con Granby.

—Yo puedo ir con ambos, señor —dijo Digby—. No estoy cansado, de verdad. Para mí es menos trabajo, ya que no puedo ayudar a contenerlos.

—Muy bien, pero asegúrese de beber agua en los intermedios y retroceder de vez en cuando —dijo Laurence—. Esos malditos son muchísimos, como supongo que ya habrán visto todos —añadió con franqueza—, pero nuestra posición es buena, y estoy seguro de que podemos contenerlos todo el tiempo que haga falta siempre que regulemos bien nuestros esfuerzos.

—Y si alguno recibe un corte o un golpe, que vaya a ver a Keynes enseguida para que se lo vende. No podemos permitirnos perder a nadie porque se desangre —añadió Granby, a lo que Laurence asintió—. Sólo tienen que dar una voz, y alguien ocupará su puesto en la línea.

De pronto, en el exterior sonó un grito enfervorizado que provenía de muchas gargantas. Estaban haciendo acopio de valor para enfrentarse a la descarga. Después se oyó el sonido de muchos pies corriendo y Riggs exclamó «¡Fuego!», mientras los atacantes volvían a asaltar la entrada.

La lucha en la puerta suponía más tensión ahora que había menos defensores a mano, pero la abertura era tan angosta que aun así podían contenerlos. Los cuerpos de los muertos levantaban un siniestro suplemento a la barrera, y ahora se apilaban en dos y hasta en tres pisos, de modo que algunos de los asaltantes tenían que trepar sobre ellos para luchar. El tiempo de recarga parecía sobrenaturalmente largo, aunque se trataba de una ilusión. Laurence agradeció mucho el descanso cuando por fin estuvo lista la siguiente andanada. Se apoyó en la pared y bebió de nuevo del jarrón. Le dolían los brazos y los hombros por aquella presión constante, y también las rodillas.

—¿Está vacío, señor?

Dyer estaba allí, ansioso, y Laurence le pasó el jarrón. El chico trotó de vuelta hacia el estanque, atravesando la humareda que envolvía el centro de la sala y que poco a poco se levantaba hacia el vacío tenebroso que había sobre sus cabezas.

Esta vez los chinos tampoco se lanzaron inmediatamente contra la puerta, sabiendo que les esperaba otra andanada. Laurence retrocedió un poco al interior del pabellón y trató de atisbar algo fuera y ver si conseguía distinguir algo más allá del frente, pero las antorchas le deslumbraban. Tras la primera fila de rostros brillantes que miraban con determinación hacia la entrada, enfervorizados por el ardor del combate, no había más que una oscuridad impenetrable. El tiempo parecía alargarse. Echaba de menos el reloj de arena del barco y la cuenta constante de la campana. Seguramente ya debía de haber pasado una hora, o dos. Temerario llegaría pronto.

Un repentino clamor se alzó en el exterior y de nuevo se les oyó batir palmas para infundirse ánimos antes del próximo ataque. Su mano fue sin pensar a la empuñadura del alfanje, mientras los fusiles rugían.

—¡Por Inglaterra y por el rey! —gritó Granby, y condujo a su grupo a la liza.

Pero los hombres de la entrada se apartaron a ambos lados, y Granby y sus compañeros se quedaron en medio de la abertura en una posición comprometida. Laurence se preguntó si al fin y al cabo no tendrían artillería. Pero en lugar de eso, de repente un hombre vino corriendo hacia ellos por el pasillo recién abierto, solo, como si pretendiera arrojarse sobre sus espadas. Se quedaron quietos, esperando. Cuando estaba a tres pasos de distancia saltó en el aire, de alguna manera rebotó de lado contra una columna, voló literalmente sobre sus cabezas, se giró en pleno salto y cayó al suelo de piedra dando una voltereta limpia.

Laurence no había visto jamás ninguna acrobacia que desafiara a la gravedad como aquella maniobra: más de tres metros en el aire y de nuevo abajo sin más impulso que el de sus piernas. El hombre se incorporó de un brinco, sin un rasguño, y ahora estaba a la espalda de Granby mientras la oleada principal de atacantes cargaba de nuevo contra la entrada.

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