Tengo ganas de ti

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

 

En
Tengo ganas de ti
, la esperada segunda parte de
A tres metros sobre el cielo
, Federico Moccia nos cautiva con una deliciosa novela que nos habla de deseos, amor y sueños.

Tras pasar dos años en Nueva York, Step regresa a Roma. El recuerdo de Babi lo ha acompañado todo este tiempo y teme el momento de reencontrarse con ella. Pronto se da cuenta de que las cosas han cambiado y de que, poco a poco, tendrá que reconstruir su vida en Italia: hacer nuevos amigos, conseguir un empleo, empezar una nueva etapa… Cuando conoce a Gin, una chica alegre y preciosa, cree que podrá volver a enamorarse. Pero no es fácil olvidar a Babi y cuando, por casualidad, tropieza con ella siente cómo todo su mundo se tambalea… ¿Es posible revivir la magia del primer amor?

Federico Moccia

Tengo ganas de ti

Segunda Parte

ePUB v1.4

Mística
27.07.12

Título original:
Ho voglia di te

Federico Moccia, 2006.

Traducción: Mª Ángeles Cabré

Editor original: Mística (v1.0 a v1.4)

Corrección de erratas: Carlos.

ePub base v2.0

A Gin.

Tu sonrisa me ha contado esta historia.

A la abuela Elisa y a la tía Maria, que cocinaban

bien y con amor. Y que, ese día, vinieron a verme…

Uno

«Me quiero morir.» Eso es lo que pensé cuando me marché. Cuando cogí el avión, hace apenas dos años. Quería acabar con todo. Sí, un simple accidente era lo mejor. Para que nadie tuviera la culpa, para que yo no tuviera que avergonzarme, para que nadie buscara un porqué… Recuerdo que el avión se movió durante todo el viaje. Había una tormenta y todos estaban tensos y asustados. Yo no. Yo era el único que sonreía. Cuando estás mal, cuando lo ves todo negro, cuando no tienes futuro, cuando no tienes nada que perder, cuando… cada instante es un peso enorme, insostenible. Y resoplas todo el tiempo. Y querrías liberarte como sea. De cualquier forma. De la más simple, de la más cobarde, sin dejar de nuevo para mañana este pensamiento: «Ella no está.» Ya no está. Y entonces, simplemente, querrías no estar tampoco tú. Desaparecer. Paf. Sin demasiados problemas, sin molestar. Sin que nadie tenga que decir: «Oh, ¿te has enterado? Sí, precisamente él… No sabes cómo ha sido…» Sí, ese tipo contará tu final, lleno de quién sabe cuáles y cuántos detalles, se inventará algo absurdo, como si te conociera de siempre, como si sólo él hubiera sabido realmente cuáles eran tus problemas. Es extraño… Si quizá ni siquiera has tenido tiempo de entenderlos tú. Y ya no podrás hacer nada contra esa gigantesca boca-oreja. Qué palo. Tu memoria será víctima de un imbécil cualquiera y tú no podrás hacer nada por remediarlo. Sí, ese día hubieras querido encontrar a uno de esos magos: colocan un pañuelo sobre una paloma recién aparecida y, paf, de repente ya no está. Ya no está y basta. Y tú sales satisfecho del espectáculo. Quizá hayas visto bailarinas un poco más gordas de lo debido, hayas estado sentado en una de esas sillas antiguas, algo rígidas, en una sala ubicada en el mejor de los casos en un sótano cualquiera. Sí, también olía a moho y a humedad. Pero una cosa es cierta: no te preguntarás nunca adónde ha ido a parar la paloma. En cambio, nosotros no podemos desaparecer tan fácilmente. Ha pasado el tiempo. Dos años. Y ahora saboreo una cerveza. Y acordándome de cuánto me hubiera gustado ser esa paloma, sonrío y me siento un poco avergonzado.

—¿Le apetece otra?

Un azafato en pie junto a su carrito de las bebidas me sonríe.

—No, gracias.

Miro por la ventanilla. Nubes teñidas de rosa se dejan atravesar, blandas, ligeras, infinitas. Una puesta de sol lejana. El sol, que hace un último guiño. No puedo creerlo. Estoy regresando. A-27, ése es mi asiento en el avión. Fila de la derecha inmediatamente detrás de las alas, pasillo central. Y estoy volviendo. Una guapa azafata me sonríe de nuevo mientras pasa cerca. Demasiado cerca. Parece enviada por los Nirvana:
«If she comes down now, oh, she looks so good…»
Lleva un perfume ligero, un uniforme perfecto, una camisa casi transparente hasta el punto de dejar apreciar el sujetador de encaje. Camina arriba y abajo por el avión, sin problemas, sin preocupaciones, sonriendo.
«If she comes down now…»

—Eva es un nombre precioso.

—Gracias.

—Usted es un poco como la primera Eva, usted me tienta…

Se queda un momento en silencio, mirándome. La tranquilizo.

—Pero es una tentación lícita. ¿Me podría dar otra cerveza?

—Es la tercera…

—Pues claro, si sigue pasando así por mi lado… Bebo para olvidarla.

Sonríe. Parece sinceramente divertida.

—¿Cuenta siempre lo que beben los pasajeros o soy yo, que le he quedado grabado en la memoria?

—Decida usted. Sepa que es el único que ha pedido cerveza.

Se marcha, pero antes de irse sonríe de nuevo. Después rebota alegremente mientras se aleja. Asomo la cabeza al pasillo. Piernas perfectas, medias gruesas de compresión, oscuras, y zapatos serios de uniforme como las demás. El pelo recogido, una doble coleta con algún que otro enredo de más, de un rubio ligeramente mechado. Se para. La veo hablar con un señor de mi misma fila que está un poco más adelante. Escucha sus peticiones. Simplemente asiente, sin hablar. Después dice algo riendo y lo tranquiliza. Se vuelve una última vez hacia mí antes de marcharse. Me mira. Ojos verdes. Una raya ligera. Una sombra alta color ébano y algo de curiosidad. Estiro los brazos. Esta vez soy yo quien sonríe. El señor dice algo más. Ella contesta con profesionalidad y después se aleja.

—Muy mona, esa azafata.

La señora de mi lado se inmiscuye en mis pensamientos. Atenta y sonriente, ojos picarones tras unas gruesas gafas. Cincuenta años bien llevados, no como sus dos pendientes, demasiado grandes, precisamente como el azul pesado que lleva en los párpados.

—Sí, una
gnocca
.

—¿Qué?

—Es una
gnocca
. En Roma decimos eso de una azafata como ésa.

Realmente decimos mucho más, pero no me parece apropiado comentárselo.


Gnocca
… —Sacude la cabeza—. No lo he oído nunca.


Gnocca
… A veces, preciosa
gnocca
. Es una expresión simpática robada a la pasta. Sabe cómo son los ñoquis, ¿no?

—Sí, claro. Los he oído nombrar y los he comido un montón de veces.

Se ríe divertida.

—Perfecto, ¿y le han gustado?

—Muchísimo.

—¿Ve?, pues entonces es fácil. Cuando a una chica se le dice que es una
gnocca
, quiere decir que está «buena», como los ñoquis que ha comido usted.

—Sí, pero me resulta extraño pensar en ella como en un ñoqui. Me parece…, ¿cómo se dice?…, eso: ¡grosero!

—¡No! Tiene que pensar en esos ñoquis que llevan la salsa caliente por encima, ese tomate dulce, esos que se deshacen en la boca, que casi se pegan hasta que la lengua tiene que despegarlos del paladar.

—Sí, ya lo he entendido. Parece que le gustan a usted mucho los ñoquis.

—Bastante.

—¿Los come a menudo?

—En Roma, muy a menudo. En Nueva York no he probado la comida italiana…, ¿qué sé yo?, por principios, supongo.

—Qué extraño, dicen que hay un montón de restaurantes italianos buenísimos. Oh, mire, está volviendo la…
gnocca
.

La señora se ríe divertida y señala a la azafata, que llega sonriente con el vaso de cerveza. Es tan guapa que parece casi salida de un anuncio.

—Dígale que es una
gnocca
, ya verá como le gusta.

—Me toma usted el pelo…

—Que no, le aseguro que es un cumplido.

—Entonces, ¿se lo digo?

—Dígaselo.

La azafata llega y me ofrece una pequeña bandeja con el vaso encima de un posavasos de papel.

—Aquí tiene su cerveza. No puedo servirle nada más porque estamos a punto de aterrizar.

—No se lo hubiera pedido. Estoy empezando a olvidarla, aunque no es fácil.

—Ah, sí… Bien, gracias.

Pruebo la cerveza.

—Está muy buena, gracias, perfecta, fría en su punto. Además, traída por usted, parece la cerveza del anuncio.

—Despéjeme una curiosidad. ¿Cuál es la primera cosa que olvidará?

—Quizá cómo iba vestida…

—¿No le gusta nuestro uniforme?

—Mucho. Es que la imaginaré de una manera distinta…

Me mira algo perpleja, pero no le doy tiempo a contestar.

—¿Se queda mucho tiempo en Roma?

—Algunos días… Septiembre en Roma es una maravilla. Quiero pasear e ir de compras; quizá encuentre algo para que no me olviden.

—Oh, estoy seguro. Encontrará ropa perfecta para usted. Porque usted es…, ¿cómo decirlo?…, ¿cómo se dice?

Me vuelvo hacia la señora sentada a mi lado.

—Por favor, ayúdeme.

La señora parece un poco cortada pero después se lanza:

—¡Usted es una…
gnocca
!

La azafata la mira perpleja por un instante y después me mira a mí. Levanta la ceja y, de repente, estalla en una carcajada. Menos mal. Ha salido bien. Hasta yo me río.

—¡Oh, muy bien, señora, eso es precisamente lo que yo hubiera dicho!

La azafata, llamada Eva, se aleja sacudiendo la cabeza.

—Abróchense los cinturones, por favor.

Su cola alta se mueve perfecta como todo lo demás. Perfecta como las alas de una mariposa, una mariposa lista para ser cazada. Había una estrofa de una canción que me hacía enloquecer cuando estaba en Estados Unidos, una estrofa en inglés de hace algunos años…
«I'm gonna keep catching that butterfly…»
, del grupo The Verve. Intento recordarla entera, pero no puedo. Una voz llega para distraerme. La señora está trajinando con algo, y no lo hace precisamente en silencio.

—Uf, nunca puedo encontrar el cinturón en estos aviones.

Ayudo a la mujer, que literalmente se ha sentado encima.

—Aquí está, señora, aquí debajo.

—Gracias, aunque no consigo entender para qué puede servir. No es que nos mantenga muy sujetos, que digamos.

—Ah, eso no, seguro.

—Sí, quiero decir… que si nos estrellamos, no es como ir en coche.

—No, como ir en coche precisamente, no… ¿Está nerviosa?

—Me muero de los nervios.

Me mira y se arrepiente de haber usado esa expresión.

—Pero, señora, el destino es el destino.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que he dicho.

—Sí, pero ¿qué ha dicho?

—Lo ha entendido muy bien.

—Sí, pero esperaba no entenderlo. Me dan pánico los aviones.

—No lo sabía.

La veo muy preocupada mientras me sonríe con la boca pegajosa. Sorbo mi cerveza y decido divertirme.

—Piense que la mayoría de los desastres aéreos tienen lugar en el momento del despegue o bien…

—¿O bien…?

—Del aterrizaje, es decir, dentro de poco.

—Pero ¿qué está diciendo?

—La verdad, señora, siempre hay que decir la verdad.

Bebo un largo trago de cerveza y por el rabillo del ojo me doy cuenta de que me mira fijamente.

—Por favor, dígame algo.

—¿Qué quiere que le diga, señora?

—Distráigame, no me deje pensar en lo que podría…

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