Read Tengo que matarte otra vez Online

Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (9 page)

Por favor, Dios mío, dime que no es fumadora y que no se empeñará en acompañarme…

La otra mujer sonrió con acritud. Se había ofendido, se le notaba claramente.

Gillian pensó en lo que Tom habría dicho al respecto: «¿Lo ves? ¡Por eso siempre estás sola! Cada vez que alguien intenta acercarse a ti lo rechazas de inmediato».

Se abrió paso por la sala y respiró hondo al llegar a la guardarropía. Calma. Las voces sonaban atenuadas al otro lado de la puerta. Gillian se tocó la frente con la mano, tenía mucho calor.

Estuvo cinco minutos largos revolviendo una montaña de abrigos hasta que encontró el suyo y pudo ponérselo. Acto seguido, salió fuera, donde la noche ya era oscura y fría, aunque el viento que había estado soplando durante los últimos días había cesado. Procedente del río se acercaba la niebla, una especie de manto húmedo y frío dispuesto a posarse sobre su cabeza. Sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio las primeras caladas con precipitación. Como siempre, la nicotina cumplió con el efecto relajante que le proporcionaba a pesar del sentimiento de culpa que, por supuesto, experimentaba después de haber fumado. Tom odiaba que fumara y tenía toda la razón en todos los argumentos que esgrimía en contra de ese vicio. Como siempre, en Nochevieja se haría el propósito de dejarlo de una vez.

Y como siempre, fracasaría en el intento.

Con el índice de la mano izquierda se masajeó suavemente los párpados. El ambiente estaba muy cargado en el interior, al salir se había dado cuenta de ello enseguida. Le parecía impensable volver atrás.

Me escaqueo por aquí fuera media hora y luego le digo a Becky que tenemos que marcharnos, decidió. Otro punto negativo para ella, claro. Tal vez no debería asombrarse tanto de que su hija no se llevara bien con ella. Quizá esa extraña forma de ser suya le molestaba a Becky más de lo que creía.

Justo después de apagar el cigarrillo en una maceta vacía vio salir por la puerta a John Burton. Llevaba puesta una chaqueta negra y una bufanda alrededor del cuello y sonrió al verla ahí fuera.

—¿Está aquí por lo mismo que yo? —preguntó—. ¿Para maltratar sus pulmones?

Ella asintió.

—Me temo que sí. Además… —no terminó la frase, pero le pareció que él comprendía lo que había querido decir.

—Además es una buena excusa para escapar. —Hizo un movimiento de cabeza para señalar el pabellón—. Insoportable.

—¿Usted también lo piensa? —preguntó ella, sorprendida.

Burton sacó un paquete de cigarrillos, lo extendió hacia Gillian y esta cogió uno. Mientras también él se llevaba un cigarrillo a la comisura de los labios, intentó encender el mechero, pero la débil llama se extinguía continuamente antes de poder acercarla al cigarrillo. Burton soltó una maldición. Gillian sacó su mechero y le dio fuego antes de encenderse el cigarrillo ella misma.

—Gracias —dijo él.

Fumaron un rato en silencio.

—La he visto salir —confesó él al fin—. Parecía que estuviera huyendo.

—Tenía la esperanza de que no se notaría —dijo Gillian.

—Aparte de mí, puede que nadie más se haya dado cuenta. No prestan atención a los demás, en cualquier caso no desde ese punto de vista. Pero durante todo el rato he tenido la impresión de que no se sentía precisamente a gusto ahí dentro.

Gillian tragó saliva. Era sorprendente lo que un comentario comprensivo y una entonación compasiva podían llegar a desencadenar. Tuvo la sensación de que las lágrimas aflorarían de repente en sus ojos. Y, por supuesto, le horrorizaba la idea. La situación le parecía terriblemente embarazosa: en esa noche de invierno brumosa, estaba frente al pabellón junto al entrenador de balonmano de su hija a punto de echarse a llorar.

—Me han recitado el historial médico completo de un jovencito —contó—, con todo detalle. Tiene todas las alergias posibles. Aquella mujer no paraba de hablar y en algún momento ha empezado a dolerme la cabeza. Tal vez por eso me ha visto atormentada.

—Sí, era la madre de Philip —explicó John—, un chico muy agradable y muy despierto. Yo creo que en realidad no sufre ningún tipo de alergia. Tener a una madre como esa sí que es un problema.

Lo dijo de un modo tan seco e imparcial que Gillian no pudo reprimir una carcajada súbita. Se sorprendió de haber reaccionado de ese modo. Tampoco es que hubiera sido tan raro lo que había dicho, pero la risa le había salido de dentro, había tomado forma en su barriga y había emergido a borbotones. Se rió sin tapujos, como liberada, y pensó que hacía una eternidad que no se reía con tantas ganas, aunque al mismo tiempo se dio cuenta de que había algo raro en ello, puesto que su reacción había sido excesiva, próxima a la histeria, y le pareció que John Burton la miraba algo asombrado.

—Pero bueno, ¿qué ocurre? —preguntó él mientras le tocaba un brazo. Fue entonces cuando Gillian se dio cuenta de que ya no estaba riendo, sino llorando, que ni siquiera se había percatado de cómo había pasado de un estado al otro. Las lágrimas recorrieron su rostro ya humedecido previamente por la niebla, aunque a esas alturas estaba ya mojado y salado del todo.

—No lo sé —respondió ella—. Discúlpeme… no lo sé…

Horrorizada, se dio cuenta de que no era capaz de dejar de llorar.

—Oh, Dios —gimió.

Sin vacilar ni un momento, Burton apagó su cigarrillo, le quitó a Gillian el suyo de la mano y lo hundió en la maceta antes de abrazarla.

—Vamos. Antes de que las demás la vean aquí fuera… Seguro que no le apetece darles carnaza para que puedan chismorrear durante meses.

Ella fue incapaz de responder nada, se limitó a negar con la cabeza. Se dejó acompañar hasta el aparcamiento y subió a un coche después de que John le abriera la puerta. Vio cómo él subía por la otra puerta y se sentaba junto a ella. Siguió llorando, pero como mínimo fue capaz de abrir el bolso y buscar un pañuelo.

—Lo siento mucho —sollozó Gillian.

Burton negó con la cabeza.

—Deje de disculparse. La he estado observando durante toda la tarde y me he dado cuenta de lo desgraciada que se sentía y ¿sabe qué he pensado?

—No.

—He pensado: en cualquier momento se echará a llorar. Tan solo esperaba que no sucediera dentro. Al fin y al cabo creo que es mejor que haya estallado aquí, en mi coche.

Al fin encontró un pañuelo y pudo sonarse la nariz. Siguió derramando lágrimas, aunque sin la vehemencia y el descontrol que había demostrado al principio.

—A decir verdad, yo también lo prefiero así —dijo ella—. Muchas gracias.

—¿Mejor?

—Bastante, sí. Pero no puedo volver a entrar de esta manera.

Burton reflexionó un momento.

—Cerca de aquí hay un pub. Si quiere, podemos ir a tomar una copa. A veces eso ayuda.

—Buena idea. Espero no estar molestándolo demasiado.

John arrancó el motor y maniobró para salir del aparcamiento.

—¿De verdad cree que me apetece lo más mínimo volver ahí dentro?

—Me costaría imaginarlo.

—Pues eso.

Un par de minutos más tarde llegaron al Halfway House. Estaba en Eastern Esplanade, junto a la playa y tenía vistas al río, aunque este no podía más que intuirse a causa de la niebla y de la oscuridad. Las ventanas estaban bien iluminadas y la música se oía desde fuera.

—No es que sea el mejor de la ciudad —dijo Burton nada más bajar del coche—, pero como mínimo está cerca. Y seguramente no se encontrará con nadie conocido.

Los recibieron el vocerío y las carcajadas de los clientes que llenaban el local. Gillian vio que había una barra y alguna que otra mesa. En las paredes blancas no había cuadros colgados, como tampoco había plantas frente a las ventanas. El lugar no podía ser más sobrio, aunque al parecer no afectaba a su popularidad. Entre los parroquianos había gente de todas las edades, pero Gillian se dio cuenta de que John estaba en lo cierto: Tom no habría elegido jamás un lugar como ese. De hecho, ni Tom ni nadie de su círculo de conocidos.

Burton encontró una mesa libre con dos sillas y se abrió paso hasta ella entre la multitud.

—¿Qué le apetece tomar?

—Algo fuerte. Y si puede ser, doble.

John asintió y se dirigió hacia la barra. Mientras tanto, Gillian se quitó el abrigo, lo colgó en el respaldo de la silla y se sentó. Se alegró de estar allí y también de haberse desahogado llorando. Sacó el espejo de mano que llevaba en el bolso y comprobó que tenía los ojos bastante llorosos, manchas rojizas en la piel y los párpados hinchados. Y la nariz colorada, como siempre: era típico de Gillian. Había conseguido meterse en un bar con un hombre realmente atractivo, pero su aspecto era el de una colegiala llorosa. A decir verdad, lo de colegiala habría sido una versión mejorada.

Parezco al menos diez años mayor de lo que soy en realidad, pensó con resignación, lo único que podría llegar a despertar es compasión.

Dejó que su mirada errara por la estancia con la esperanza de descubrir dónde estaba el servicio. Tal vez un poco de agua fría en la cara podría mejorar su aspecto. Debido a la gran cantidad de gente, en la mayoría de los casos concentrada en grupos, resultaba difícil reconocer el local. Sus ojos repararon de repente en un hombre y le pareció que lo conocía de algo. Era más joven que ella, a lo sumo debía de tener treinta y cinco años. Estaba sentado con otro hombre frente a un vaso de cerveza y la estaba mirando. Gillian estaba segura de conocerlo, pero tardó todavía unos segundos en ubicarlo hasta que al fin le vino a la memoria: vivía en la misma calle que ella, solo que en el otro extremo. Vivía con su hermano y su cuñada. Tom había asesorado a su hermano en un caso de herencia y más adelante le había contado que se trataba de gente algo peculiar. Gillian le sonrió sin demasiada convicción. ¡Genial! ¡Suerte que podía estar segura de que nadie la conocería allí! Era viernes por la noche, estaba sentada en un bar con los ojos llorosos, junto a un hombre que no era su marido, y de repente se encuentra con un vecino. A veces las cosas parecían realmente de brujas.

El joven le sonrió tímidamente como única respuesta. Parecía asombrado. Probablemente no se lo podía censurar por ello.

John Burton volvió a la mesa armado con dos vasos de aguardiente.

—He tardado un poco —se disculpó mientras tomaba asiento frente a ella—. ¿Ya se ha aclimatado?

—Sí. Y ya he comprobado que tengo un aspecto horrible. Lo siento.

—Habíamos quedado en que no volvería a disculparse, ¿recuerda? —Levantó su vaso—. ¡A su salud!

Gillian tomó un buen trago. Y luego otro. El aguardiente le abrasó la garganta y le mandó una ola de calor al estómago. Probablemente se estaba equivocando al beber aquello, sobre todo por la cantidad. Eso no era un aguardiente doble, al menos debía de ser cuádruple. Y ese día ella había comido muy poco. Más tarde tendría que pasar a recoger a su hija y conducir de vuelta a casa medio borracha. Sin embargo, decidió dejar a un lado tantos escrúpulos y tomar un trago más. En ese momento lo único que deseaba era ese estado de relajación que le ofrecía el alcohol, quería distanciarse de todo, de las preocupaciones, de los miedos y de la tristeza que sentía.

—¿Le apetece… le apetece hablar de sus penas? —preguntó John al cabo de unos minutos.

¿Por qué no?

—En pocas palabras —dijo Gillian—, mi hija no quiere saber nada de mí porque se siente demasiado controlada, dice que estoy encima de ella en todo momento, y mi marido ya no se fija en mí. Supongo que es lo típico —dijo mientras intentaba reír.

Lejos de darle la razón, John Burton se limitó a mirarla con aire pensativo.

—Sobre su esposo no puedo decirle nada. Pero a su hija la conozco bastante. Becky me cae bien. Le gusta el deporte, es ambiciosa y tiene espíritu de equipo. Tiene un carácter fuerte e independiente. Claro que también es terca y a veces también puede llegar a ser difícil tratar con ella. Pero es posible que esté pasando por una fase problemática y que por eso vaya hiriendo a las personas que tiene más cerca. No debería preocuparse demasiado, todo se arreglará.

Gillian quedó sorprendida por la claridad de la explicación.

—¿Seguro? —preguntó ella.

—Apostaría a que sí —asintió él.

—Gracias —dijo ella, fascinada por la manera como John, con unas pocas frases, había conseguido que se sintiera mejor. No es que todo se hubiera arreglado de repente, pero sin duda alguna se sentía mejor. John la había tomado en serio y había intentado consolarla. A diferencia de Tom, que la mayoría de las veces le respondía que no eran más que imaginaciones suyas. A diferencia de Tara, que enseguida le salía con complejas conexiones psicológicas que acababan provocándole mareos. A diferencia de Diana, que cada vez que Gillian se quejaba de algo insistía en afirmar lo feliz que era ella y lo idílica que era la relación que mantenía con su hija.

Por primera vez, Gillian tuvo la impresión de que alguien la ayudaba realmente.

—Conoce usted bien a los niños —comentó ella.

—Si algo conozco bien es el mundo del deporte. Y las personas pueden llegar a conocerse bien con solo verlas practicar un deporte de equipo. Da igual si son niños, jóvenes o adultos. Básicamente suelen comportarse igual que en la vida real.

Ella lo miró con interés.

—¿Es cierto que trabajaba usted en Scotland Yard?

A John se le ensombreció el rostro de repente.

—Sí —respondió.

Quedaba claro que no le apetecía nada hablar de ese trabajo ni de las circunstancias por las que lo había dejado. Gillian pensó que sería mejor cambiar de tema.

—¿Qué le parece ese crimen tan horrible, el de la anciana de Hackney?

—No sabría decirle gran cosa al respecto. Lo único que sé es lo que he leído en los periódicos.

—Pero por su trabajo debió de enfrentarse a cosas parecidas, ¿no?

—Sí. Pero en este caso no puedo entrar en valoraciones. La policía ni siquiera ha contado cómo asesinaron a la víctima. Probablemente la mataron de un modo poco común y prefieren que no se sepa para conservar la idiosincrasia del criminal. Yo solo he leído que ni la violaron ni le robaron. Por consiguiente, no se trató de dinero y, en principio, tampoco se trató de un crimen sexual.

—¿En principio?

—En caso de que la mataran de un modo especialmente sádico, la motivación podría considerarse de carácter sexual.

—¿Cree que volverá a suceder? ¿Que habrá otra víctima?

—Es posible. No queda nada claro cuál fue el móvil. Tal vez se trató de un problema personal entre el criminal y la víctima pero incluso en ese caso, alguien capaz de hacer algo así es sin duda una bomba de relojería. Porque si algo está claro es que en cualquier caso esa no es la manera más habitual de arreglar una desavenencia.

Other books

Rough (RRR #2) by Kimball Lee
The Real Liddy James by Anne-Marie Casey
Steamscape by D. Dalton
The Call of the Wild by Julie Fison
The Nightworld by Jack Blaine
Folly Beach by Dorothea Benton Frank
Postmark Bayou Chene by Gwen Roland
Deathwatch by Robb White
By My Side by Michele Zurlo