Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online

Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (25 page)

Se contentó con preguntar:

—¿De verdad han sido coches los que han explotados todas las veces?

—Sí, todas las veces.

—¿En diferentes puntos de Washington?

—Sí.

—¿Cuántos coches en total?

—Seis. Más el de Colorado: siete.

Silencio.

Jimbo volvió a preguntar:

—¿Puedo tomar un café?

A continuación hizo algo totalmente extraordinario…

5

… en él: dio puñetazos. Él, que en su vida se había peleado. Aunque medía dos metros y cuatro centímetros, ni siquiera pesaba ochenta kilos, pero tenía unas manos verdaderamente grandes.

Y gruesas.

Con aquellas gruesas manos, golpeó a Brubacker en la cara y lo derribó. En el mismo segundo, tocó al hombre que tenía a la izquierda con la otra mano y lo lanzó de espaldas por el aire. Jimbo se volvió justo a tiempo para ocuparse del tercer hombre, que aún estaba con la máquina del café. La mano derecha de Jimbo se posó en su nuca y apretó un poco.

—Sobre todo no quisiera estrangularlo, discúlpeme —dijo Jimbo, incómodo.

Cogió el arma que el tercero llevaba en una cartuchera y la blandió con una torpeza que era como para dar miedo.

—No quiero herir a ninguno de ustedes. ¿Puedo encerrarlos en alguna parte?

Reconocieron con pesar que había un armario empotrado que se cerraba con llave.

—No es una prueba de astucia precisamente —dijo Brubacker al entrar en el armario.

Jimbo asintió, cerró la puerta con llave y bloqueó el picaporte con el respaldo de una silla, como había visto hacer a Gary Cooper. Fue a echar un vistazo al pasillo, que estaba desierto.

Volvió delante del armario:

—¿Qué es este chisme que tiene su revólver?

—Un silenciador y no es un revólver, sino una pistola.

La voz que llegaba del armario era apagada.

Jimbo vaciló, al mirar el teléfono situado sobre el escritorio. Iba a descolgarlo cuando ruidos de pasos decidieron por él. Recogió su impermeable y salió rápidamente. Caminó —sobre todo no había que correr— a lo largo de un pasillo. Había puertas tras las cuales se oían conversaciones. Su memoria le devolvió exactamente el recorrido seguido a la ida. Se dirigió hacia una escalera, la bajó y volvió a notar el olor a gasolina. Abrió una puerta de hierro y desembocó en un garaje.

Había dos hombres en él, ocupados en lavar un coche. Uno de ellos miró a Jimbo. Éste le sonrió y después se alejó con paso tranquilo, con el impermeable al hombro. Subió la rampa de entrada y descubrió dónde estaba: en la esquina de la Calle D y la Ocho.

Telefonear.

El ritmo de sus pasos se había acelerado, avanzaba en verdad muy rápidamente. Llegó a la calle Nueve, vaciló y después cruzó la calle D protegido por un autobús.

Telefonear. Ponerse en contacto con Ann.

Se volvió: en la entrada del garaje, tres hombres aparecieron en el mismo instante y uno de ellos era el que había estado haciendo el café y al que Jimbo había hecho ademán de estrangular.

Se internó por la Nueve, hacia Pennsylvania, alargando aún más sus inmensas zancadas.

¡Telefonear!

Entró en una tienda de antigüedades, cuya puerta cristalera lacada en negro resistió y después se abrió bruscamente. Al principio, creyó que la tienda estaba desierta. Después descubrió a una niña, sentada en una mecedora victoriana de hierro forjado. Se encontraba en la sala del fondo.

—Normalmente, está cerrado —dijo—. Mamá debe de haber puesto mal el pestillo. Lo hace dos de cada tres veces. No tiene cabeza.

—¿Te parece que puedo telefonear? Es muy urgente.

—Mamá no está. Espere a que vuelva.

—Es que es de verdad muy urgente —dijo Jimbo sonriendo.

—¿Y a dónde quiere usted telefonear?

—A Londres.

Ella exclamó:

—¡Nada menos! ¿Y por qué no a Inglaterra, ya que está?

—De todos modos, Londres está menos lejos —dijo Jimbo.

Avanzó y descubrió el teléfono situado sobre un cofre Chippendale. Cogió cien dólares de su billetero y los colocó en las rodillas de la niña. Descolgó el auricular y marcó el número del hotel particular de South Kensington.

Sonó.

—¿Es de verdad?

Siguió la mirada de la niña y vio la culata del revól… de la pistola que sobresalía de su cinturón. Colgó y volvió a marcar.

—No está cargado. Es de broma —dijo, refiriéndose a la pistola.

—Mentiroso. ¿A que no disparas?

El teléfono sonaba y sonaba. Nadie descolgaba. Las manos de Jimbo temblaban y en su frente aparecieron gotitas de sudor. Sin soltar el auricular, cogió el arma con la mano izquierda, buscó un blanco, apuntó a un metro de él a una lámpara con opalina con pantalla tratada con litofanía. Apretó el gatillo cinco veces.

Hubo cinco chascos.

Pero la lámpara no se movió.

—Casa de la Sra. Morton —dijo una voz al teléfono.

Jimbo cerró los ojos.

—Quisiera hablar con la Sra. Farrar, por favor. De parte del Sr. Seven.

—¿Seven?

—Sí, Seven.

Un largo minuto. Jimbo alargó la pistola a la niña, que la cogió, la apuntó y apretó el gatillo.

—Sí —dijo la voz de Ann.

Silencio.

Jimbo pegó el auricular a sus labios y respiró muy fuerte, muy perceptiblemente.

—¿Diga? —decía Ann.

Jimbo colgó.

Sonrió a la niña:

—Me has tomado el pelo con tu cuento de Londres e Inglaterra, ¿eh?

—Cien dólares —respondió ella.

Fuera, hizo una seña para parar al primer taxi que pasó. Una vez sentado, palpó cuidadosamente su impermeable y quitó los dos minúsculos emisores electrónicos que los hombres de Brubacker habían disimulado en él, con el pretexto de registrarlo.

En Union Square, se apeó y entró en la estación. Consultó la lista de los trenes que iban a salir y colocó con cuidado los dos emisores en unas maletas que iban a embarcar.

Cuarenta minutos después, es decir, hacia las dos de la tarde, otro taxi lo dejó en Georgetown. Almorzó en uno de los restaurantes de la Calle M. Hacia las tres treinta, tras haberse anunciado con una llamada de teléfono, fue admitido en el laboratorio de informática de la Universidad Católica. Explicó a su interlocutor, amigo y antiguo condiscípulo de Cavalcanti, que deseaba simplemente hacer un pequeño experimento, por lo que necesitaba un teclado, un teléfono con teclas y un módem: sólo unos minutos.

Y también prefería estar solo durante ese tiempo.

«Con mucho gusto», respondió el informático, que miraba a Jimbo como una
starlette
de 1960 debía de clavar la mirada en Marylin.

Jimbo tecleó el código secreto: «clase 7864, código Bachus».

Las palabras enviadas por Fozzy aparecieron al instante en la pantalla:

«IROS TODOS A TOMAR POR CULO…»

Jimbo cortó la transmisión. Se llevó las manos a la cara y se masajeó los globos oculares.

Volvió al teclado:

«Fozzy, clave 9889 W17, código Désirade. Apertura de todas las claves».

Apareció:

«Entendido, chaval».

«Fozzy, quítame esa puñetera programación Bacchus».

«No hay programación Bacchus», escribió Fozzy en respuesta.

«Borrado de la operación global. Ejecución»

«Ejecutado», escribió Fozzy. «Ni rastro».

Jimbo arrancó el papel de la impresora, lo contempló mientras ardía y aplastó las cenizas bajo su zapato. Fuera, el informático le preguntó:

—¿Ha salido bien el experimento?

—No —dijo Jimbo—, pero gracias, de todos modos.

Abandonó el laboratorio un poco antes de las cuatro treinta…

—… y en ese momento hemos vuelto a perderlo —explicó Allenby a Melanie—. Nos había costado un trabajo terrible recuperarlo cuando se ha dirigido a la Union Station. Ha habido que tomar precauciones, por si de verdad hubiera montado en un tren. Después, en la Universidad de Georgetown, había no sé qué reunión de religiosos profesores. Con eso ha bastado. Se ha volatilizado. Ahora podría estar en cualquier parte.

6

La casa de campo de Doug Mackenzie se encontraba en Connecticut, cerca de un campo de golf. Estaba relativamente aislada, a unos ochocientos metros de la vivienda más próxima.

En la noche del 26 al 27 de diciembre, a las tres treinta de la mañana, sonó el teléfono.

Sonó largo rato. Como de costumbre, Mackenzie había tomado un somnífero ligero. La llamada llegó cuando se encontraba en la primera fase de su sueño, la más profunda. Necesitó casi cuarenta segundos para acordarse simplemente de que se llamaba Douglas Mackenzie…

… de que la mujer acostada en la cama vecina estaba atizándole patadas para que respondiese de una vez, de que aquella mujer era la suya, la última cronológicamente.

Completamente embotado, alargó el brazo y el auricular se encontró milagrosamente en su mano. El timbre cesó.

—Sí, Melanie —dijo Mackenzie.

Pero la voz que sonaba en el auricular no era —cosa extraordinaria— la de Melanie Killian. La voz dijo:

—Encienda la luz y mire lo que hay al pie de su cama.

—¿Quién está al aparato?

—Encienda la luz y mire lo que hay al pie de su cama.

Encendió la luz y se irguió a medias sobre la cama. Entonces fue cuando sintió el olor. Miró al pie de su cama y descubrió el bidón.

—Vaya a echar un vistazo —dijo la voz—. Tómese el tiempo necesario.

Era un bidón muy corriente, de plástico verde, y con el doble tapón quitado, con un contenido de cinco galones: un poco menos de dieciocho litros. A Mackenzie le pareció incluso que lo reconocía. En su garaje había dos exactamente idénticos. Se inclinó sobre la boca destapada: el bidón estaba lleno y el olor procedía de él.

En la cama gemela, su mujer se había sentado, a su vez, y contemplaba el bidón. Dijo con su acritud habitual, su precisión habitual y su increíble y exasperante aptitud para formular las preguntas necesarias:

—¿A qué viene esta idea estúpida de subir un bidón a nuestra alcoba?

—Es uno de los suyos —dijo la voz por el teléfono a Doug Mackenzie—. Estaba en su garaje.

Una pausa.

—Ahora, Mackenzie, vaya a la ventana a su derecha y mire lo que hay en el jardín.

Mackenzie ya estaba despierto, aunque sus reacciones fueran aún más lentas de lo normal por los efectos del somnífero.

Estaba empezando a sentir miedo.

Mirando a su mujer, se llevó un dedo a los labios, para recomendarle silencio. Señaló el teléfono y después hizo señas: «Abajo, la otra línea». Sus labios formaron en silencio la palabra «policía». Un nuevo gesto: «¡Rápido!»

La voz en el auricular dijo:

—La otra línea está cortada, Mackenzie, y, como comprenderá, llamar a la policía no serviría de nada, cuando haya visto lo que hay en el jardín. No hace falta que deje el auricular, el hilo es bastante largo para que vaya hasta la ventana.

Fue hasta la ventana de la derecha. El cielo estaba cubierto y la noche era obscura, pero de repente aquella obscuridad se aclaró, agujereada por el doble haz de los faros de un coche.

—Mire, Mackenzie.

Tenía quince años y era su propia hija. La habían colocado en el centro del enlosado intermedio entre la terraza de verano y el empedrado de la piscina. Estaba desnuda y con los ojos desorbitados, la habían amordazado y sobre todo, sobre todo, el cuerpo le brillaba con la claridad de los faros, como si la hubieran untado con aceite. Tenía los brazos levantados por encima de la cabeza y las muñecas atadas con una cinta de tela. Estaba colgada de una rama baja de un sicómoro.

—Está rociada de gasolina, Mackenzie. Mire ahora cinco metros más a la derecha.

En uno de los grandes faroles del jardín, habían colocado una antorcha de llama azulada. La voz continuó:

—Podría ocurrir lo siguiente, Mackenzie: primero se apagarán los faros, se hará la oscuridad y ya sólo quedará la antorcha. Verá usted desplazarse la antorcha, sin poder distinguir siquiera quien la lleva. Su hija será rociada con el resto de la gasolina, que arderá y su hija morirá quemada viva.

Silencio. Sintió a su lado la presencia de su mujer, aquella mujer con la que se había casado tres años antes y que no era la madre de su hija.

Preguntó:

—¿Qué quiere de mí?

La voz se lo dijo. Era claramente una voz de hombre, atenuada por un pañuelo.

—¡No voy a hacer nada de todo eso! —exclamó Mackenzie con una energía rabiosa.

—Sí que lo hará: por su hija y porque, en caso de que se niegue, su casa saltará por los aires. Morirán los tres. La bomba es mucho más potente que las de Washington y Colorado. Su muerte no es lo que pretendemos.

La voz le dijo que buscara el sobre: en el cuarto contiguo, que era su despacho. Se dirigió a él: era un sobre grueso con matasellos de Nassau (Bahamas). Tenía escrito su nombre y la dirección de un apartado de correos en Manhattan. Lo abrió. El banquero le escribía, entre otras cosas: «Siguiendo sus instrucciones por escrito, hemos transferido hoy la suma de 10.000.000 de dólares al banco de Panamá, cuenta númer…»

Volvió a la alcoba. Su fortuna personal nunca había superado los cuatrocientos mil dólares, a lo sumo. Con dos pensiones de alimentos…

La voz dijo:

—El casete llegará a Melanie Killian con el correo de mañana por la mañana. Ahora son las tres y treinta y seis, conque dispone usted de más de veinticuatro horas para vaciar su cuenta corriente y, acompañado de su mujer y su hija, tomar un avión para Panamá, México o cualquier otro país que prefiera. Vuelvo a decirle que su muerte no es lo que pretendemos.

—¡Por el amor de Dios! —le dijo su mujer—. ¡Haz lo que te dice!

Y él lo hizo.

Después de haber vuelto una vez más a la ventana, para contemplar el cuerpo desnudo y blanco, que brillaba a la luz de los faros.

—Vuelva a empezar —dijo la voz—. Una vez más: su entonación no es la adecuada. Y, naturalmente, utilice un casete virgen.

Mackenzie sacó del magnetófono el casete que acababa de grabar, lo substituyó por otro, pulsó la tecla de grabación y repitió por quinta vez:

—Melanie, lo siento. Yo no pensaba que habría muertes y que las cosas llegarían tan lejos. Incluso ese pobre Tom, Dios mío…

Hizo la pausa que le habían prescrito y añadió:

—No hay otra solución…

Silencio.

Puso fin a la grabación.

—Esta vez vale —dijo la voz—. Ahora saque el casete afuera, detrás de la casa. Déjelo en el suelo, a la entrada del garaje. Encienda la luz antes de salir y apáguela al volver a entrar.

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