Tiempo de arena

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Authors: Inma Chacón

 

Novela histórica finalista del Premio Planeta 2011 y que contiene elementos de misterio a raíz de la desaparición de dos niños y la inclusión de elementos refrentes a la masonería.

La masonería femenina, la lucha por la igualdad y la tradición frente a la modernidad a finales del siglo xix y principios del xx son algunos de los temas que jalonan este relato apasionante que no dejará indiferente a ningún lector.

En el lecho de muerte, María Francisca, miembro de una noble familia de Toledo, clama desesperadamente por sus hijos. La tensión es enorme: nadie de los presentes conocía que la joven hubiera tenido descendencia. Su madre niega sus palabras, pero sus tías no dejarán de preguntarse qué hay de verdad en ellas.

Inma Chacón

Tiempo de arena

Finalista Premio Planeta 2.011

ePUB v1.0

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22.01.12

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A los que me acompañan

Navegar río arriba fue como viajar en el tiempo hacia el mismo principio del mundo, en el que la vegetación dominaba la tierra y árboles inmensos ocupaban los tronos. Un río vacío, un gran silencio, una selva impenetrable. El aire era cálido, denso, pesado, inmóvil. No había dicha en el brillo del sol.

 

JOSEPH CONRAD,

El corazón de las tinieblas

1

Las últimas palabras de María Francisca fueron para sus hijos. Ninguno de los que rodeaba la cama de la enferma conocía la existencia de aquellos niños, pero, para sorpresa de todos, María Francisca no dejaba de repetir.

—¡Mis hijos! ¡Mis hijos!

Murió como siempre había vivido, bajo la mirada atenta de Mariana, su madre, tratando de evadirse de la presión de su mano y sabiendo que la defraudaba una vez más, como tantas otras a lo largo de su vida, con aquella muerte que dejaba el marquesado de Sotoñal sin heredero legítimo, una cadena que la amordazaba desde que abrió los ojos en Filipinas hacía veintinueve años, cuando el archipiélago aún pertenecía a la Corona de España.

Sobre la puerta de cedro de su habitación, oscura y fría como todos los muebles que la rodeaban, colgaba una sobrepuerta de madera semicircular con el dibujo de un ángel que sujetaba dos pilas de libros, una con cada mano. Los brazos ligeramente arqueados hacia delante, el cuerpo erguido y las alas extendidas a su espalda, como abanicos de seda. Delante de él, una bola de cristal donde se reflejaba el lomo de un libro que se encontraba separado del resto, colocado horizontalmente sobre el suelo. El único que no rozaba las alas del ángel.

María Francisca miró la sobrepuerta y luego a su tía Munda, quien se inclinó hacia su boca después de que ella le indicara con un gesto que quería hablarle.

—¡Tienes que encontrarlos! ¡Diles que yo les quería! ¡Mis hijos! ¡Mis hijos!

Unos segundos después, la joven expulsó el poco aire que le quedaba en los pulmones y dejó la mirada clavada en el ángel del cuadro de madera.

Munda miró a su hermana mayor en busca de una explicación, pero Mariana permanecía impasible, sujetando la mano de su hija como si aún pudiera controlarla. Hacía tres meses que la tuberculosis se había cebado en ella hasta consumirla. La misma enfermedad que se había llevado a su madre y a su padre. Una maldición que parecía haber heredado la familia junto con el título que tanto le había importado siempre a Mariana.

La marquesa le devolvió la mirada a Munda sin cambiar el gesto. Ni una sola lágrima que nublara sus ojos azules, ni un quejido por la muerte de su hija, ni un parpadeo. A Munda no le extrañó aquella actitud, la había visto con demasiada frecuencia. Mariana no lloraba. La última vez que la había visto llorar fue ante el cadáver de su madre, aquel cuerpo reducido y triste que nunca aceptó que el puesto que había ocupado junto a su esposo no estuviera destinado sólo a ella, sino a una cohorte de amantes con la que debía compartirlo casi todo, excepto el título que la había convertido en «la señora marquesa». No lloró cuando murió su hijo, al poco tiempo de nacer en Manila, en brazos de su nodriza tagala, asfixiado por un alfiler de plata que la propia Mariana le había prendido en los volantes de la blusa; estaba grabado con el escudo del marquesado, como todos los objetos que pertenecían a la casa de Sotoñal. Tampoco cuando murió su padre en el barco en que la familia regresó de Manila en 1896, dos años antes de que los filipinos se arrojaran en brazos de los estadounidenses creyendo que los ayudarían a ganar la independencia, sin saber que éstos tratarían de eliminar todo vestigio español o indígena que encontraran a su paso. Ni siquiera se le escapó una lágrima cuando, a las pocas semanas de llegar a Toledo, recibió la noticia de que su marido había muerto en ultramar, junto con la mayoría de los soldados que capitaneaba en contra de los insurrectos.

No. Mariana Camp de la Cruz no lloraba. No sabía y, aunque hubiera sabido, su linaje no se lo habría permitido. La nobleza no puede mostrar sus sentimientos, sería como rebajarse hasta lo más primitivo, equipararse a la vulgaridad de los que no tienen la obligación de defender un apellido, una casta, un privilegio que lleva aparejadas algunas servidumbres. Y controlar el llanto se encontraba entre ellas.

Munda era diferente. Había huido de toda esa hipocresía hacía mucho tiempo. No soportaba las rigideces de un protocolo que no escondía más que desigualdades e injusticia.

Desde que llegaron a Toledo procedentes de Manila, hacía veintiséis años, sólo pensaba en escapar. La asfixiaban los ojos vigilantes de su hermana. Su forma de querer controlar cuanto sucedía a su alrededor, no sólo en la casa familiar, sino también en aquella ciudad en la que la jerarquía eclesiástica compartía la abundancia de las mesas de quienes les negaban el pan y la sal a los que no tenían nada.

Su hermana pequeña, Alejandra, lloraba abrazada a su sobrina y le dirigió a Mariana la pregunta que la propia Munda no dejaba de hacerse.

—¿Qué ha querido decir?

Mariana se adelantó a cualquier conjetura antes de que nadie se atreviera a sugerirla.

—Tenía muchísima fiebre. Estaba delirando.

Pero Munda no la creyó. Nadie que hubiera escuchado la angustia de María Francisca la habría interpretado así.

—No se delira de ese modo ante la muerte. ¿Qué trataba de decir? ¿De qué hijos hablaba?

—¿Qué iba a querer decir? ¡Pobrecita! Había perdido la cabeza.

Lo dijo como si hablase de una desconocida. «¡Pobrecita!» Sin asomo del menor sentimiento. «¿Qué iba a querer decir?» Su hija acababa de morir. Todos los que habían presenciado su muerte habían sentido el mismo estremecimiento. «¡Mis hijos! ¡Mis hijos!» Sólo había perdido la cabeza. «¡Tienes que encontrarlos!» Munda miraba a Mariana sin entenderla. Resultaba incomprensible que no se extrañase de las palabras de María Francisca. «¡Diles que yo les quería!»

¡Pobre Xisca! Siempre supeditada a los deseos de su madre, siempre callada, como si necesitase el permiso materno para atreverse a respirar. Desde niña vivió oculta en un caparazón que acabó por asfixiarla, una costra de silencio que aumentaba en capas superpuestas a medida que ella crecía, cada año una capa más, como los troncos de los árboles. Inmóvil, incapaz de rebelarse contra un destino que la ataba a sus raíces y tiraba de ella hacia el centro de la Tierra. Enterrada en aquel caserón cuyos dormitorios Mariana se había empeñado en mantener idénticos a los que habían dejado en Manila en un intento absurdo de conservar el pasado a través de las cosas, con esa obstinación por acomodarse en el tiempo para negarle su capacidad de avanzar. Los mismos muebles, las mismas lámparas, las mismas cortinas pasadas de moda que su madre había llevado de un extremo al otro del mundo.

Junto al cabecero de la cama de María Francisca, se encontraba su confesor, don Ramón, un sacerdote enjuto, alto y desgarbado, mucho más avejentado de lo que le correspondería por su edad. Probablemente rondara los cincuenta años, los mismos que pronto cumpliría Mariana.

Momentos antes de que muriera, el sacerdote había ungido con los óleos los cinco sentidos de la enferma, mientras todos los presentes entonaban el
Mea culpa
.

—Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión.

Xisca había rezado con ellos en silencio, afirmando con la cabeza y dándose golpes de contrición en el pecho.

—Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

Y a cada golpe de arrepentimiento lo acompañaba una lágrima que todos habían interpretado como de tristeza por la despedida hasta que mencionó por primera vez a sus hijos.

A Munda le pareció que el sacerdote aprovechaba ese momento para dibujarle una cruz en la boca con sus ungüentos. Xisca le miró entonces como si los secretos del confesionario no fueran los únicos que compartiera con él, y volvió a repetir: «¡Mis hijos, mis hijos!» Pero el sacerdote continuó con la unción como si no la hubiera oído.

2

Don Ramón frecuentaba la casa desde hacía veintiséis años, a veces acompañado por el obispo y otras, casi todas, solo. Lo habían trasladado desde Valencia unos meses antes que la familia llegase a Toledo. Su puesto como coadjutor en la catedral le había abierto todas las puertas de la ciudad. No había toledano que no lo conociese ni alma temerosa de Dios que no lo temiese también a él.

Él mismo había oficiado el entierro del marqués, junto con el obispo y el cardenal primado, cuando la familia regresó de Manila en un barco que no llegó a tocar puerto para don Francisco.

La marquesa viuda presidió el funeral en el que todo Toledo rezó por la salvación del marqués de Sotoñal.

Munda destacaba en la comitiva fúnebre entre los gabanes y las capas negras del resto de los asistentes. Ella siempre vestía de blanco.

En aquella época, a don Ramón ya habían empezado a salirle los surcos que le marcaban la cara con aquel aspecto siniestro, castigado por los años que todavía no había vivido. Después del funeral por el marqués, se acercó a Munda con gesto de desaprobación y la conminó con el dedo.

—Los rumores la preceden, Esclaramunda. Me han llegado algunos que no quisiera creer. La espero mañana a primera hora en mi confesionario. Pero, eso sí, por el amor de Dios, haga el favor de vestirse como es debido. No quiero verla en mi catedral si no es de luto riguroso.

Munda no le contestó. Conocía las habladurías que el sacerdote no quería creer, todas relacionadas con su amistad con la señorita Inés, la última amante de su padre, o con su negativa a reconocer el orden establecido. Ella vestía de blanco por convicción. Pero no estaba dispuesta a dar explicaciones a una persona que acababa de irrumpir en su vida y pretendía fiscalizarla así, como si tuviera algún derecho.

Al día siguiente no acudió a la catedral; en su lugar, salió a pasear a caballo y se dedicó a explorar las fincas que bordeaban el cigarral que había pertenecido a su abuelo materno, situado al otro lado del Tajo, en una colina llamada el cerro del Emperador, donde Munda se había instalado con sus hermanas y su sobrina María Francisca.

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