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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes

 

Cienfuegos es uno de los personajes más significativos de la obra de Alberto Vázquez-Figueroa.

Las andanzas del cabrero de la isla de La Gomera embarcado por error en una de las naves en las que Cristóbal Colón se dirigía al Nuevo Mundo se han traducido a distintos idiomas, con tiradas de millones de ejemplares.

Casi a los quince años de publicarse el último título de la popular odisea del astuto gomero, el autor ha decidido que a su protagonista le quedaba una nueva aventura por vivir, sin duda la más arriesgada y sorprendente, que le llevará a visitar unas tierras y conocer unas culturas de las que ignoramos casi todo: la Norteamérica anterior a la llegada de los primeros europeos. Nadie ha narrada con tanta amenidad y precisión la vida y costumbres de unos pueblos que entonces se encontraban en la Edad de la Piedra e incluso desconocían la existencia de la rueda y el caballo cuando Europa se encontraba ya a las puertas del Renacimiento.

Alberto Vázquez-Figueroa

Tierra de Bisontes

Saga Cienfuegos VII

ePUB v1.0

Semitono
18.05.12

Título original:
Tierra de bisontes

Alberto Vázquez-Figueroa, 2006.

Diseño portada: Random House Mondadori

Ilustración de la portada: National Geographic

Editor original: Semitono (v1.0)

ePub base v2.0

La luz de la luna penetraba hasta el fondo de los arrecifes, que se encontraban casi a veinte metros de profundidad.

Allí, en el archipiélago que más tarde sería conocido como los Jardines de la Reina, el agua aparecía siempre tan quieta y transparente que cabría pensar que más que agua era un cristal sobre el que la vieja barca se deslizara como si patinase sobre una fina capa de hielo, tan sólo atravesado, de tanto en tanto, por los alegres saltos de silenciosos delfines.

Las quietas noches de plenilunio de la costa sudoeste de Cuba, en las que la suave brisa proveniente de la isla traía olor a tierra mojada y vieja selva, tenían mucho de embriagador y mágico, por lo que hacía años que el canario Cienfuegos había tomado la costumbre de hacerse a la mar a la caída de la tarde con el fin de dedicar la noche a pescar o a extasiarse con uno de los paisajes más hermosos que hubiera contemplado nunca.

Tal vez la luna rielando sobre el mar lo devolvía a aquel día de su ya muy lejana infancia en que, poco antes de morir, su madre lo condujo por entre los mil vericuetos de los peligrosos senderos que bordeaban los precipicios de la isla de la Gomera en busca de la orilla de un mar que hasta aquel momento el chicuelo tan solo había contemplado desde lo alto de las montañas.

Para alguien nacido y criado en la cima de un impresionante risco, el mar y el cielo eran puntos casi igualmente lejanos, por lo que de niño Cienfuegos siempre mantuvo el disparatado convencimiento de que algún día se introduciría en el cielo de la misma forma en que su madre le había introducido en el mar.

Pasaron en la quieta ensenada tres días y tres noches, sin duda los más hermosos de la infancia de un crío que jamás conoció a su padre y que perdió a su madre dos semanas más tarde, lo cual siempre le hizo sospechar que cuando lo había llevado a ver el mar su madre ya presentía que iba a morir.

Durmieron acurrucados el uno junto al otro sobre la tibia arena negra, escuchando el suave rumor de las olas batiendo contra las rocas del acantilado y aspirando un fresco aroma salado que poco tenía que ver con el acostumbrado hedor de los machos cabríos con los que se veían obligados a lidiar a diario.

Su madre había sido una pastora montaraz, hija y nieta de los antaño famosos Garaones, una de las escasas familias de rebeldes aborígenes guanches que en la Gomera prefirieron huir a las montañas a someterse a los caprichos de los conquistadores españoles, pero que evidentemente había acabado por sucumbir al asedio de algún aguerrido invasor que le dejó como único recuerdo de su incruenta conquista un hermoso retoño de piel clara, ojos verdes y cabellos sorprendentemente rojizos.

Tal vez la palpable e incuestionable evidencia de que al fin había sido vencida por sus eternos enemigos, era lo que había impulsado a «La Garaona» a mantenerse oculta entre barrancos y montañas hasta el fin de sus días.

Si, tal como algunos aseguraban, había sido violada por un capitán con ayuda de dos brutales soldados, o si la plaza fuerte se había rendido voluntariamente ante el irresistible ataque de un verbo fácil y una deslumbrante sonrisa, era algo que nadie supo nunca, pero como resulta evidente que una derrota es casi siempre deshonrosa, la cabrera había optado por mantener el fruto de tal acción lo más lejos posible de la curiosidad ajena.

Otros opinaban que su «conquistador» había sido en realidad un gigantesco marino llegado de nadie sabía dónde, y cuyo barco se había estrellado contra los acantilados del norte durante una noche de tormenta.

Por lo visto se había propinado tal golpe en la cabeza en el momento de naufragar, que a partir de ese instante y hasta el día en que murió, casi cinco años después, la única palabra que aprendió a decir en castellano fue «cagarruta».

Ahora, treinta y tantos años más tarde, nadie podría saber exactamente cuántos, el hijo del capitán o del marino se encontraba a miles de leguas de la negra playa canaria, pero aún el olor a mar conseguía devolverlo a aquellos tres maravillosos días en que su madre lo abrazaba, consciente de que muy pronto dejaría de hacerlo.

Para algunos seres humanos, la infancia dura once años.

Para otros, únicamente tres días.

Los recuerdos son por lo tanto infinitamente menores, pero permanecen en la memoria como grabados a fuego.

El resto de esos once años se había limitado a perseguir cabras por entre peñas y barrancos, ordeñarlas, ayudarlas a parir o degollarlas y despellejarlas cuando ya no servían más que de alimento o vestimenta.

Cienfuegos aborrecía todo cuanto se relacionase con las cabras, empezando por su olor y acabando con el sabor de su carne, y por lo tanto era el único animal que se había negado a llevar a la isla caribeña en que decidió establecerse definitivamente con su extensa familia.

Y es que, a su modo de ver, pocas cosas activaban de una forma más rápida la memoria que un olor, y esa memoria tan solo le traía a la mente años de tristeza, penurias y angustiosa soledad.

De todo ello, la soledad era a lo único a lo que le agradaba regresar a menudo, dado que en la pequeña isla en que se habían establecido era tanta la actividad y tanta la gente que pululaba a todas horas a su alrededor que pocas ocasiones tenía de detenerse a meditar en lo que había sido su más que agitada vida.

Cebó por enésima vez el anzuelo con un grueso gusano y permitió que el sedal —en cuyo extremo había atado una piedra— se deslizara hacia un arrecife en el que se distinguían las manchas de una increíble cantidad de peces de todas las formas, tamaños y colores.

Con harta frecuencia la piedra ni siquiera tenía tiempo de llegar al fondo.

Un tirón le avisaba que una presa había mordido el anzuelo, y se iniciaba entonces una apasionante lucha en la que lo más importante era impedir que, por muy grande y poderoso que fuera el enemigo, éste consiguiera romper la liña, lo que significaba una costosa pérdida.

Se necesitaba mucha paciencia y habilidad puesto que, como bien sabía el gomero, ningún pez valía lo que valía el anzuelo y el aparejo con los que estaba intentando capturarlo.

Incontables horas solían pasar sus dos mujeres y sus hijos trenzando largas sogas de cáñamo, pero por mucha que fuera su habilidad raramente conseguían obtener la resistencia y calidad de los cientos de brazas traídos años atrás desde la lejana Sevilla.

La vida en la isla —que, aunque en un principio no tenía nombre, había acabado llamándose la Escondida, dado que la principal preocupación de sus habitantes se concretaba en mantenerla lejos de la mirada de unos extraños de los que nada bueno cabía esperar— había pasado a convertirse en autosuficiente con el transcurso del tiempo.

No obstante, una vez cada dos años, la nave que lo había llevado hasta allí, y que por lo general permanecía desmantelada y camuflada en una quieta ensenada, zarpaba rumbo a Santo Domingo en busca de todo aquello que los isleños no se sentían capaces de fabricar por sí mismos, aunque Cienfuegos pretendía que tales viajes se fueran espaciando cada vez más en el tiempo.

Y es que les constaba que el Caribe se estaba volviendo un mar harto peligroso.

Supuestamente nadie podía viajar a las Indias Occidentales sin un permiso especial sellado y rubricado en Sevilla, pero portugueses, franceses, holandeses y especialmente los ingleses solían hacer caso omiso de tal mandato buscando la forma de establecerse en unos territorios que, según el controvertido tratado de Tordesillas, pertenecían en exclusiva a la corona española.

La mayoría de tales intrusos no eran en realidad más que piratas en busca de un buen botín y andaban siempre al acecho de una presa fácil en las proximidades de las costas dominicanas.

Y una pequeña nave desarmada que regresaba de adquirir pertrechos en la concurrida Santo Domingo, repleta de espías, constituía sin duda un bocado muy apetecible para un pirata, un corsario o un simple bucanero.

Los habitantes de la Escondida habían aprendido por tanto a valerse cada vez más por sí mismos.

La luna inició su lento descenso en el horizonte, por lo que los arrecifes del fondo comenzaron a difuminarse.

Durante casi media hora, Cienfuegos mantuvo un emocionante tira y afloja con una rebelde dorada que, en buena lógica, se negaba a abandonar el paraíso en que había nacido para pasar al otro lado de la mortal línea que significaba la superficie del agua, y cuando al fin consiguió izarla a bordo y abrirla en canal con el fin de despojarla de los intestinos, que solían pudrirse con gran rapidez, se tomó un merecido descanso tumbándose en el fondo de la barca decidido a fumarse, tranquilo y relajado, uno de los gruesos, frescos y aromáticos cigarros que su hija mayor solía prepararle con infinito mimo.

Al darlo por concluido, cebó de nuevo el anzuelo y se dispuso a reanudar el trabajo que más le gustaba, pero en el momento de extraer de las oscuras aguas a su nueva captura sintió un inesperado pinchazo en la muñeca que le arrancó un grito de dolor y le hizo tambalear peligrosamente, y suerte tuvo de caer en el interior de la embarcación porque de haberse precipitado por la borda habría muerto irremediablemente.

Apenas tardó un par de minutos en perder el sentido.

El gomero jamás logró averiguar qué clase de animal le había inoculado de un solo golpe tan virulenta ponzoña, pero lo cierto es que le paralizó como si hubiera sufrido de improviso el impacto directo de un rayo al tiempo que el brazo se le hinchaba hasta alcanzar el grosor de uno de sus muslos.

La embarcación quedó al pairo.

El agresor, cualquiera que fuese su forma, tamaño o extraña familia a la que pertenecía, regresó a las profundidades arrastrando tras sí el anzuelo y el largo sedal, cuyo extremo permanecía por precaución atado siempre a la proa, de modo que al cabo de un rato la frágil embarcación comenzó a desplazarse muy despacio en dirección a mar abierto.

La bestia no debía de sentirse a salvo en un arrecife poblado de hambrientos depredadores, por lo que evidentemente buscaba la protección de aguas más profundas y por lo tanto menos concurridas.

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