Tierra de Lobos (4 page)

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Authors: Nicholas Evans

—Hemorragia interna pronunciada y más señales de mordedura en la base del cuello. Heridas muy hondas. ¿Las ves, Dan? Voy a medirlas. Orificios de colmillos, separados por cuatro centímetros y medio, casi cinco. Señal de que el animal era grande.

Debía de haber sido el macho reproductor, pensó Luke, el negro y grande.

Luke llevaba meses al corriente de la presencia de los lobos. Los había oído por primera vez en pleno invierno, cuando el campo estaba cubierto de un grueso manto de nieve que Luke recorría con los esquís. Nada le gustaba tanto como alejarse lo más posible de la civilización.

Nada más ver las huellas, se había dado cuenta de que eran demasiado grandes para pertenecer a un coyote. Las había seguido hasta encontrar los restos de un alce recién devorado.

Y un día de abril había visto al negro.

Estaba descansando en la cima de una alta montaña, a la que había subido primero con esquís y después a pie. Era un día despejado, todavía frío pero con atisbos de primavera. Sentado en la roca pelada, con otro valle a sus pies, vio salir al lobo de los árboles. Lo observó recorrer un prado pequeño cubierto de nieve a medio fundir, en cuyo extremo más alto había un pedregal en pendiente. El lobo había desaparecido como por arte de magia, dejando a Luke con la duda de si lo había soñado.

Ahí era donde la madre tenía su cubil. Y, durante las semanas siguientes, Luke vio a los demás. Una vez fundida toda la nieve, empezó a ir a caballo, asegurándose de tener el viento de cara y dejando atado a
Ojo de Luna
cuando todavía quedaba un buen trecho para subir a la cima. Cubría los últimos metros deslizándose de bruces sobre la roca viva con los prismáticos en la mano, aupándose con los codos hasta tener el prado a la vista. Y ahí permanecía durante horas, a veces sin ver nada, otras viéndolos a todos.

No se lo había dicho a nadie.

Una tarde, durante la primera semana de mayo, vio a los lobeznos. Todavía eran oscuras bolas peludas, con dificultades para caminar; los cinco habían salido a trompicones de la guarida, quedando deslumbrados por el sol. La madre, con las tetas caídas, los vigilaba con orgullo, mientras el padre y los dos adultos jóvenes recibían a los pequeños y los tocaban con el hocico, como si quisieran darles la bienvenida al mundo.

Desaparecieron a finales de junio y por un tiempo Luke tuvo miedo de que los hubieran matado. Pero volvió a encontrarlos en otro prado, subiendo por el cañón. Le pareció un lugar más seguro, bordeado de árboles, con una cuesta poco pronunciada que llevaba a un arroyo donde chapoteaban y jugaban los cachorros. Y fue allí donde, una mañana, vio volver de caza a uno de los adultos jóvenes, henchido de orgullo, como si le hubiera tocado la lotería. Todos los lobeznos se le acercaron corriendo por el prado, empujándolo y lamiéndole la cara hasta que el cazador torció su boca en una especie de sonrisa, bostezó y sacó comida por la boca para los pequeños, como se lee en los libros.

Cuando el prado se llenó de flores, Luke vio a los lobeznos perseguir abejas y mariposas y aprender a cazar ratones. Solía encontrarlo tan cómico que tenía que esforzarse por no estallar en carcajadas. A veces, cuando la madre o el padre dormitaban al sol, los lobatos los acechaban, arrastrándose sobre sus barriguitas entre flores y briznas de hierba larga y verde. Luke estaba seguro de que los padres se daban cuenta, y de que se limitaban a seguir el juego, fingiéndose dormidos. Cuando estaban muy cerca de los adultos, los cachorros saltaban sobre ellos, iniciando un frenesí colectivo de persecuciones, volteretas y mordiscos. La familia entera corría por el prado hasta derrumbarse de cansancio, hecha un ovillo lobuno.

Viendo sus juegos, Luke rezaba en silencio, no a Dios, de cuya existencia apenas había advertido indicios, sino al ente o ser de quien dependieran tales cosas, pidiendo que los lobos fueran lo bastante sagaces para quedarse ahí, en lugar seguro, sin aventurarse por el valle.

Sin embargo, había acabado por suceder. Uno de ellos había bajado.

Viendo a su padre acaparar los focos en el porche, Luke había sentido rabia contra el lobo, no por haber matado al perro de su hermana (por el que siempre había sentido gran cariño), sino por haber sido tan estúpido, tan imprudente con las vidas de sus compañeros de manada. ¿Ignoraba acaso la reputación de los lobos en el valle?

El padre de Luke sabía lo mucho que conocía éste las montañas, su afición a recorrerlas solo en lugar de ayudar en el rancho, como era el deber de todo hijo de ranchero. Y esa misma tarde, antes de que llegara la gente, le había preguntado si recordaba haber visto rastros de lobos en las alturas.

Luke había negado con la cabeza, y había cometido la estupidez de querer decir que no. La mentira había hecho que se trabara con las palabras «no» y «nunca», y su tartamudez, más pronunciada todavía que de costumbre, había llevado a su padre a marcharse sin haber oído el final de su respuesta.

Luke la dejó sin pronunciar, junto con los millones de frases que llevaba dentro, truncadas y sin vida.

Al otro lado del patio, la autopsia había llegado a su fin. Una vez apagada la cámara, Dan Prior ayudó a Rimmer a hacer la limpieza. El padre de Luke se acercó con Clyde, y los cuatro empezaron a hablar en voz queda, impidiendo que Luke siguiera oyendo sus palabras.

Luke dio una última caricia al viejo perro y, puesto en pie, salió del establo en dirección al grupo, deteniéndose poco después con la esperanza de pasar desapercibido.

—Bueno, pues está claro que ha sido un lobo —dijo Rimmer.

El padre de Luke rió.

—¿Alguien lo dudaba? Mi hija lo ha visto con sus propios ojos. Creo que sabe distinguir a un lobo de un pájaro carpintero.

—Sí, claro.

Calder se fijó en Luke, que lamentó haber salido del establo.

—Caballeros, éste es mi hijo Luke. Luke, te presento al señor Prior y el señor Rimmer.

Conteniendo el impulso de dar media vuelta y echar a correr, Luke se acercó al grupo y estrechó la mano a los dos hombres. Ambos le dijeron hola, pero Luke se limitó a hacer un gesto con la cabeza, evitando sus miradas por si intentaban hablar con él. Como de costumbre, su padre reanudó la conversación lo antes posible, rescatándolo y al mismo tiempo condenándolo a un nuevo fracaso. Luke conocía el verdadero motivo de que se diera tanta prisa en seguir hablando: no le gustaba que supieran que tenía un hijo tartamudo.

—Bueno, y ¿cómo se explica que no nos dijeran ustedes que hay lobos por la zona?

La respuesta corrió a cargo de Prior.

—Mire, señor Calder, siempre hemos sabido que algunos lobos se mueven por las Rocosas. Ya sabe que en este estado cada vez hay más ejemplares...

El padre de Luke interpuso una risa burlona.

—Algo había oído.

—Y como pueden llegar a cubrir distancias bastante grandes, no siempre es fácil saber dónde están todos en un momento dado, o...

—Creía que tenían que ponerles collares controlados por radio.

—Sí, a algunos sí, pero no todos. Su hija está segura de que el que vio no llevaba collar. Hasta hoy no teníamos noticia de que hubiera lobos en esta zona. Quizá se trate de un lobo ambulante, un ejemplar cuya manada de origen podría hallarse a muchos kilómetros de aquí. Tal vez viva con otros que sí están radiomarcados. Es lo que vamos a tratar de averiguar. Saldremos en cuanto amanezca.

—Eso espero, señor Prior. Y Clyde también, como podrán suponer.

Calder cogió a su yerno por los hombros. A Clyde no pareció sentarle muy bien, pero asintió seriamente con la cabeza.

—¿Qué piensan hacer cuando los encuentren?

—Creo que antes de decidirlo nos harán falta más datos —dijo Prior—. Comprendo su inquietud, se lo aseguro, pero le diré, por si le sirve de consuelo, que en toda Norteamérica no ha habido ningún caso en que un lobo sano en estado salvaje matara a un ser humano.

—¿En serio?

—Sí, señor Calder. Lo más probable es que fuera por el perro. Se trata de una cuestión territorial, como quien dice.

—¡Vaya! ¿De veras? Dígame, señor Prior, ¿de dónde es usted?

—Vivo en Helena.

—No; quiero decir que de dónde viene. Dónde nació y pasó su infancia. Yo diría que en el Este.

—Pues sí, en efecto. Soy de Pittsburgh.

—Pittsburgh. Mmm... Así que creció en la ciudad.

—En efecto.

—¿Es ése, entonces, su territorio?

—Supongo que podría decirse que sí.

—Pues le voy a decir una cosa, señor Prior.

Calder hizo una pausa, y Luke reconoció su mirada, la chispa de desdén y engreimiento que odiaba desde pequeño, por haber precedido siempre a un comentario destructor, una frase tan ingeniosa como mordaz que le daba a uno ganas de alejarse a rastras y esconderse debajo de una piedra.

—Éste es nuestro territorio —prosiguió su padre—. Y también tenemos una «cuestión territorial», como quien dice.

Se produjo un silencio cargado de tensión, que el padre de Luke aprovechó para clavar su mirada en Prior.

—Aquí no queremos lobos, señor Prior.

Capítulo 3

El Cessna 185 rojo y blanco se ladeó en un ángulo pronunciado contra la cúpula de cobalto del cielo matinal, antes de quedar como suspendido en el aire sobre la cresta de las montañas. Al apuntar al sol con el ala derecha y dirigir el morro al este por vigésima vez, Dan miró la sombra de la avioneta, viéndola vacilar y caer como el fantasma de un águila por acantilados de caliza de cientos de metros de altura.

Compartía las estrecheces de la cabina con Bill Rimmer, que tenía el receptor de radio sobre las rodillas y efectuaba una y otra vez un repaso metódico de la lista de frecuencias correspondientes a todos los lobos con collar desde Canadá a Yellowstone. En cada ala había una antena, y Bill cambiaba constantemente de una a otra, atentos tanto él como Dan al golpeteo inconfundible de una señal. Hacía buen tiempo para volar; de no haber sido por la falta de viento, Dan nunca se habría atrevido a bajar tanto.

El relieve no era el más indicado para buscar lobos. Llevaban toda la mañana peinando cumbres y cañones, aguzando la vista tanto como el oído, escudriñando los oscuros intersticios del bosque, oteando crestas, arroyos y prados rozagantes en busca de señales reveladoras: un animal muerto en un claro, una bandada de cuervos, un ciervo corriendo... Vieron muchos ciervos, tanto de cola blanca como negra, y también alces. Una vez, sobrevolando a poca altura un barranco espacioso, asustaron a una osa parda que comía bayas con sus oseznos, a los que envió corriendo a refugiarse en el bosque. Encontraron ganado en varios puntos, paciendo los prados altos que muchos rancheros obtenían en arriendo del Servicio Forestal. Pero ni rastro del lobo o los lobos.

La noche anterior, Rimmer había llevado a Dan hasta su coche, que seguía en Hope; pero antes de separarse habían entrado en El Último Recurso a tomar una cerveza, pensando que se la tenían bien merecida. Era un local oscuro, con las paredes cubiertas de trofeos de caza cuyos ojos ciegos parecieron vigilar a Dan y Bill cuando éstos llevaron sus vasos a una mesa de la esquina. Al otro lado de la sala, dos jornaleros jugaban a billar y metían monedas en la máquina de discos. La música se veía obligada a competir con el televisor de encima de la barra, que emitía un partido de béisbol. Un cliente solitario con manchas de sudor en el sombrero contaba a la camarera cómo le había ido el día. El interés de la camarera era un poco forzado. Aparte de Dan y Rimmer, no había más clientes. Dan seguía furioso por las palabras de Calder.

—Ya te he dicho que era todo un personaje —dijo Rimmer, quitándose la espuma del bigote.

—Ya, pero tanto...

—No pasa nada. Ladra pero no muerde. Es de esos a los que les gusta ponerte a prueba, ver si eres duro.

—O sea que era una prueba.

—Seguro que sí. Y has quedado bastante bien.

—Gracias, Bill. —Dan bebió un largo trago y dejó el vaso en la mesa—. ¿Por qué diablos no habrá esperado un poco antes de llamar a esos malditos reporteros?

—No tardarán en volver.

—¿Por qué lo dices?

—Calder me ha dicho que enterrarán al perro. Un funeral digno de un héroe, con lápida y todo.

—No me lo creo.

—Pues eso ha dicho.

—¿Qué inscripción crees que tendrían que poner?

Reflexionaron. Dan fue el primero que tuvo una idea.

—¿Qué tal algo sencillo, como labrador que solía responder por
prince
?

Se echaron a reír como dos adolescentes, mucho más de lo que merecía el chiste; pero les sentó bien y, entre chistes y cerveza, Dan no tardó en olvidar su mal humor. Pidieron otra ronda y se quedaron hasta el final del partido. El local se fue llenando. Era hora de marcharse.

Cuando se encaminaban hacia la puerta, Dan oyó decir por televisión: «En el valle de Hope, un bebé escapa por los pelos a la visita del lobo feroz. Enseguida se lo contamos. Siga con nosotros.»

Decidieron hacer caso al locutor, pero quedándose en la zona en penumbra próxima a la puerta, por si alguien los veía. Después de los anuncios, el presentador retomó la noticia. Cuando Dan vio la sonrisa de cocodrilo de Calder, se le revolvieron las tripas.

«El lobo es una máquina de matar. Devora cuanto encuentra.»

—Debería ir a las presidenciales —masculló Dan.

De repente se vio una toma de Dan y Rimmer intentando pasar desapercibidos detrás de la gente, como estaban haciendo en aquel instante, mientras la reportera decía que lo sucedido había hecho «pasar apuros» a los funcionarios del gobierno. Un fragmento de la breve entrevista concedida por Dan bastó para demostrar lo dicho sin palabras. La intensidad de los focos hacía que Dan desviara la mirada, con la expresión de quien va a ser procesado por crímenes atroces.

«¿Podría tratarse de uno de los lobos que soltaron ustedes en Yellowstone?», preguntaba a Dan la reportera de rojo, metiéndole el micro en las narices. Lo de «ustedes» había sido un golpe bajo.

«Sinceramente, es demasiado pronto para saberlo. Mientras no hayamos examinado el cadáver, ni siquiera podemos confirmar que haya sido un lobo.»

«¿Quiere decir que usted no lo cree?»

«No digo eso, no. Sólo digo que todavía no podemos confirmarlo.» Dan intentaba desarmar a la reportera con una sonrisa, pero sólo conseguía parecer más sospechoso todavía.

—Salgamos —dijo.

Por la mañana, al despegar de Helena con el sol asomando por las montañas, las cosas tenían mejor aspecto. Dan y Rimmer habían comentado con optimismo las posibilidades de localizar una señal. Quizá el pánico hubiera impedido a Kathy Hicks fijarse en el collar. Y, aunque aquel ejemplar no estuviera marcado, quizá formara parte de una manada en que otros sí lo estuvieran. Eran muchos «quizá». En el fondo, Dan sabía que las posibilidades eran escasas.

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