Tierra de vampiros (13 page)

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Authors: John Marks

Miré hacia atrás, hacia la luz del primer tramo de escaleras, que perdería intensidad muy pronto. Luché contra mis nervios destrozados. Me agarré al pasamanos con la mano derecha, sujeté la tira del bolso en el hombro y metí la cabeza hacia delante, como si entrara en las fauces de un animal gigantesco. Una vez fuera de la zona de luz, la vista se me empezó a acostumbrar. Esperé, dándole tiempo. Hacia abajo había unos cuantos tramos de escaleras y un rellano tras otro. Solamente bajaría un tramo e intentaría abrir la puerta. Si no se abría, respiraría profundamente, bajaría otro tramo y lo intentaría con otra puerta. No podían estar todas cerradas.

No me apresuré. Agarrándome al pasamanos, como un ciego que se mueve por contacto, bajé ese tramo y llegué al siguiente rellano en silencio. Vi la tenue forma de un rectángulo: la puerta del piso. Continuaba oyendo el rumor del viento, pero no percibía más ruido que ése. Me coloqué delante de la puerta y puse una oreja sobre ella para escuchar algún sonido humano. Al otro lado no se movía nada. Di un paso hacia atrás y puse la mano en el tirador, una bola de latón barato.

Me quedé con el tirador en la mano. La puerta empezó a inclinarse hacia delante y las bisagras cayeron al suelo hechas pedazos. La puerta golpeó con un fuerte ruido. Me quedé inmóvil, con el cuerpo ligeramente inclinado, y noté una corriente de aire que olía a moho y que procedía del pasillo que se abría a partir del umbral. El eco del ruido de la puerta había resonado en toda la estructura del edificio hasta que se apagó. Esperé. El pulso me latía en las sienes.

Crucé el umbral y noté algo blando, que cedía, bajo las suelas de los zapatos. Deseé que fuera una alfombra húmeda. Al moverme, el sonido era como si pisara barro. Los tablones del suelo de madera crujían debajo de esa sustancia, pero el ruido no resonaba. La estructura parecía sólida.

Pasé por delante de una puerta cerrada tras otra y me pregunté qué habría dentro. En esos momentos distinguí un sonido, una especie de zumbido mecánico. Me detuve. ¿Eran imaginaciones? No podía calcular la distancia; podrían haber sido cuarenta y cinco metros hacia delante, noventa, incluso más. Volví a avanzar. Una puerta se abrió y casi grité si no hubiera sido porque me llevé una mano a la boca a tiempo. Me oía el corazón, desacompasado, en el pecho. «Me has aterrorizado», quise decirle a la puerta. Volvió a cerrarse con un bandazo; había sido el viento. «Maldito hotel viejo», pensé, y empecé a correr. Las lágrimas me caían por las mejillas. Distinguí el final del pasillo delante de mí.

El
paternoster
emitía el zumbido. A la derecha, las cabinas subían. A la izquierda, bajaban. Me detuve un momento, casi esperando que Torgu emergiera de las profundidades o bajara desde arriba. «Sólo son nervios -me dije-. Estaré en el vestíbulo en cuestión de segundos.» Pero permanecí allí, observando los giros y pensando por qué creía que iba a ser tan fácil. Pasaron más cabinas, hacia arriba y hacia abajo. Seguramente Torgu había tenido en cuenta la posibilidad de que huyera. Seguramente había previsto que yo podría encontrar el
paternoster
. Por otro lado, era un hombre extremadamente raro e impredecible que había picado con un truco obvio la noche anterior.

Quizás estuviera muerto, pensé, con una súbita esperanza. Quizá le había matado. Pero parecía poco probable. Alguien me había llevado arriba, alguien me había preparado el desayuno. Tenía que suponer que estaba vivo. Podía encontrarse en una de sus «salidas de negocios». O quizá no le importara en absoluto que yo escapara del hotel; quizás eso le quitara el peso de tener que matarme por sí mismo. Aun consiguiendo salir del hotel, yo no sabía cómo volver a la civilización. Me perdería en el bosque, sería presa de los lobos o de cualquier otra cosa; los Vourkulaki. Miré hacia atrás, hacia el trecho que había recorrido. La puerta que tenía a mis espaldas se mecía con la brisa, y se oían otros ruidos, unos crujidos y unos susurros. ¿Y qué pasaba con los pisos de abajo? Las cabinas abiertas del
paternoster
descendían, una a una. Si bajaba por allí, los hermanos griegos me verían; verían mis piernas primero. No habría ningún lugar donde esconderse. El tiempo se terminaba.

Salté a la siguiente cabina y noté que la máquina temblaba un poco, como si el
paternoster
hubiera notado el peso adicional. Me apoyé contra la parte trasera de la cabina y me agaché. Me preparé para un ataque. Recorrí uno, dos, tres pisos quemados. Algo vibró en las profundidades, y me di un golpe en la cabeza contra la pared de la cabina. Bajé las manos para no caerme. Me quedé agachada y en silencio durante un largo rato, esforzándome por oír cualquier sonido de alguna actividad humana, pero sin oír nada más que mi propio pulso en las sienes. Mi cabina se había detenido entre dos pisos. A los pies tenía un espacio de treinta centímetros y se entreveía el piso de abajo. Allí todo estaba extremadamente oscuro y no conseguí ver nada. Hacía arriba me pareció más seguro. Me puse de pie y saqué la cabeza por encima de un trozo de alfombra mohosa cubierta de cascotes y basura. Me inundó una sensación de claustrofobia. La cabeza me pasaba justo por la abertura. Volví a agacharme y miré otra vez el espacio oscuro que se abría a mis pies.

Podía tratarse de un fallo mecánico. Cosas como ésa ocurrían en los edificios viejos. Quizá se hubiera fundido un fusible en algún lugar.

Me pareció oír vagamente algo entre un quejido humano y un gemido del viento; pero no era nada. Todavía me encontraba sola. No tenía elección. Tendría que descender a través de la abertura que tenía a los pies y saltar, deslizarme hasta el piso de abajo como una serpiente. Asomé la cabeza. Parecía vacío. La abertura dejaba pasar justo mi cuerpo. Primero saqué los pies, luego los tobillos, las rodillas y la cintura. Arqueé la espalda y me deslicé hacia abajo, con las manos en el techo del piso de abajo. Aterricé en la alfombra con un chasquido húmedo y tuve una ridícula sensación de libertad, un fugaz instante de euforia. ¡Iba a vivir! Miré hacia el pasillo, otro pasadizo ciego de puertas cerradas y moho, y sentí un prolongado escalofrío.

Miré hacia atrás, al
paternoster
. A la derecha, una cabina se encontraba detenida en dirección a los pisos de arriba. A la izquierda, a mis pies, otra cabina se había parado hacia abajo. Era una pena que no pudiera convertirme en ondas de satélite, pensé mirando hacia abajo, a la negra grieta que me podría conducir al piso de abajo; era una pena que no pudiera desplazarme de una parte del planeta a otra apretando un botón. La tecnología de mi trabajo no me resultaba de ninguna ayuda en esos momentos.

No me fiaba de la parte ascendente del
paternoster
. Si la máquina volvía a ponerse en marcha, y eso era posible, me llevaría hacia arriba. Me centré en la parte descendente. La abertura entre la parte superior de la cabina que bajaba y la alfombra era estrecha, del mismo tamaño que la abertura en el piso de arriba, pero metí la cabeza y miré. El cuerpo podría pasar por allí. Metí primero los pies y me deslicé hacia abajo; los pantalones del chándal se me arrugaron en los muslos. El bolso se me quedó atrapado en la abertura y, al tirar de él, su contenido se desparramó. Volví a agacharme y, en un ataque de pánico, empecé a recoger mis cosas, mis notas, una bolsa de cacahuetes, un trozo de pan.

Me dispuse a seguir adelante. Mis pensamientos se detuvieron, y me inundó una sensación de profundo esfuerzo. Continué bajando por el
paternoster
, saltando de cabina en cabina como un niño que baja por las cuerdas de una red del parque. Bajé tres pisos en cinco minutos. Estaba orgullosa de mí misma; debía de estar sucia de tanto arrastrarme, y la idea de estar cubierta por las cenizas y el lodo de un hotel ex comunista me hizo reír y me dio valor. Piso a piso, descendí. Primero los pies, luego el cuerpo. Ya no me preocupaba por mirar cada pasillo. No me importaba.

Todavía oía esos gemidos. Se habían hecho más fuertes y parecían más humanos, como de alguien que sintiera dolor. Pero era el viento, tenía que serlo. Me asomé a otro piso, aparté un montón de cartón alquitranado y de otra materia calcinada, y me dejé caer. Aterricé y me quedé rígida. El terror me atenazó. Los gemidos procedían del piso de abajo, y correspondían a un idioma, rumano o quizás escandinavo. El viento no habla ningún idioma. Recordé lo del noruego. Me arrodillé en el pasillo y bajé la cabeza, sin saber qué hacer. Podía ser un hombre o una mujer; alguien que se habría enredado en algún trato, o en alguna relación, con Torgu, y no era asunto mío. Yo quería vivir. Probablemente ellos morirían.

Pensé en cuál debía ser mi siguiente movimiento. Tenía que ser rápido, tenía que comportarme más como un pez que como una serpiente. Debía esquivar el piso siguiente tanto como fuera posible. Meterme en la rendija, caer al suelo de la cabina del
paternoster
, dejarme caer fuera, no mirar, no entretenerme, dejarme caer a través de la siguiente rendija y continuar hacia abajo. Saqué la cabeza por la abertura.

El hombre estaba desnudo como un bebé, cubierto desde el pecho hasta los genitales por su propia sangre. Alguien había intentado cortarle el cuello. Él me vio, me agarró del brazo y me tiró fuera del
paternoster
. Cayó encima de mí.

Trece

N
o me soltaba. Cayó de cara contra mis rodillas, como si buscara protección allí. Era una visión horrible, su piel estaba pálida, fría y peluda, parecía azul en la oscuridad, con zonas ennegrecidas por los golpes. Sentí un terror fugaz. ¿Y si era una de esas criaturas de las películas? ¿Vería unos dientes afilados y unos ojos rojos y muertos cuando volviera a levantar la cabeza? ¿Mordería? Pero, por supuesto, lo que significaba la presencia de aquel hombre era mucho, mucho peor que eso, y en un momento me di cuenta. Si no escapaba, acabaría como él.

—Suélteme -susurré.

—¡Habla inglés, grracias a dios, oh, grracias a dios, grracias a dios!

Una y otra vez oí esa frase hasta que le hice callar.

—No haga ruido.

Entonces él se sentó y se llevó las manos a la entrepierna. Los ojos aparecían blanquecinos y protuberantes. Tenía el pelo revuelto y le estaba saliendo barba.

—¿Es usted noruego? — le pregunté. Él asintió con la cabeza. Recordé el nombre y la dirección de la maleta de metal-. ¿Es usted Andras de Oslo?

—Sí -dijo casi sin respiración-. De la televisión. ¿Y usted?

—Yo también. Norteamericana.

—Sí, sí -susurró, extático-. Lo he notado en su acento. Grracias a dios que ha venido. Me han arrastrado hasta aquí y han intentado clavarme un cuchillo, pero luché como un jodido tigre siberiano y se retiraron. Cobardes.

Le puse la mano encima de la boca y negué con la cabeza.

—Vourkulaki -dije-. ¿Son reales, entonces?

Una línea de absoluto terror me conectaba con él, como si respiráramos con los mismos pulmones y miráramos con los mismos ojos.

—Oh, sí -dijo-. Muy reales.

—Ayúdeme -le dije-. Yo le ayudaré, y saldremos vivos. ¿De acuerdo?

Él asentía con la cabeza y miraba hacia atrás, hacia el otro extremo del pasillo.

—Entonces acabaremos con estos cabrones para siempre -dijo, otra vez en tono demasiado alto.

Le ayudé a levantarse y observé su cuerpo de arriba a abajo con ojo clínico. Tenía que pensar en la logística. Era un hombre grande, debía de pesar más de noventa kilos. Verdaderamente, no veía de qué forma podría pasar por las estrechas aberturas de las cabinas del
paternoster
. Estaba débil a causa de la pérdida de sangre. Temblaba por algo más que por el frío. Deseé poder ofrecerle algo para que se cubriera, pero no había nada a mano y no teníamos tiempo.

Le mostré cómo manejarse con el
paternoster
, y empezamos el descenso. Yo no soy ninguna santa, así que él iba en segundo lugar, de modo que si se quedaba atrapado en el
paternoster
, como era muy posible dado que pesaba entre treinta y treinta y seis kilos más que yo, no pensaba sufrir las consecuencias.

Yo recordaba cuatro o cinco pisos calcinados, pero mientras recorríamos nuestro camino, conté siete, ocho, nueve, diez. La mayor parte del hotel se había incendiado. Quizás era por eso por lo que Torgu quería ir a América. Su casa había sido destruida, y él quería empezar de nuevo. No podía ser fácil encontrar o construir un hotel nuevo que se adecuara a sus exigencias. Así, al igual que tantos inmigrantes antes que él, iría a Nueva York. Con los millones procedentes del crimen, si es que existían, compraría uno de esos pequeños hoteles que se extendían al sur del distrito de distribuidores cárnicos. Austen Trotta me había dicho una vez: «Recuérdalo, siempre hay una historia inmobiliaria».

Andras soltó un gruñido en la cabina de arriba, como si estuviera defecando. Tardaba demasiado. Yo me movería más deprisa sin él, no cabía duda.

Hacía mucho que se me había parado el reloj y sólo podía adivinar qué hora era. Debía de haber pasado ya la hora de la comida, debían de ser sobre las tres, lo cual me daba unas cuantas buenas horas más de luz: una hora más para llegar abajo, y dos para llegar a la iglesia del pueblo abandonado. Cuando abandonáramos el hotel, arrancaría a correr y Andras tendría que continuar de la mejor forma que pudiera. Una vez en el vestíbulo, mi obligación habría terminado.

Yo me movía cada vez más deprisa, dejándole a él atrás. «Soy como una avanzadilla -me dije a mí misma- explorando el terreno.» A cada momento me detenía e intentaba oír sus gruñidos. Llegué a lo que supuse que debía de ser el sexto piso, y la parte incendiada empezaba a desaparecer. Me detuve y escuché. La respiración de Andras, alta y rápida, como un sonido de fondo de sus gruñidos, se había ido apagando en el profundo silencio del resto del hotel. Esperé. Por despacio que se moviera, casi en ningún momento había quedado fuera de mi vista más que treinta segundos. Me agaché en la cabina, entre lo que parecían ser el sexto y el quinto piso. Él se había detenido por completo. «Tienes que irte», me dije a mí misma. Que cada palo aguante su vela, como diría mi padre.

Tomé una decisión. Él estaba acabado. Metí las piernas por la rendija hacia el quinto piso. Mientras lo hacía, las luces del
paternoster
se encendieron. Esa cosa se puso en marcha con una vibración y empezó a subir. En el último momento, antes de que el techo y la cabina me aplastaran las piernas, me tiré dentro. Sin que hubiera tenido tiempo de pensar nada, el
paternoster
llegó al sexto piso.

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