Tierra de vampiros (45 page)

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Authors: John Marks

LIBRO 15

Una reunión de águilas

Cuarenta y seis

H
a llegado el lunes por la mañana y estoy reuniendo estas últimas notas. No sé por qué, pero estoy segura de que deberán ser completadas por alguien más. Si, en algún momento en el futuro, la historia de
La hora
se cuenta por fin, sólo puedo esperar que mis apuntes ofrezcan alguna comprensión de la verdad. Mi letra resulta, normalmente, ilegible, pero ésta es la menor de mis preocupaciones. Quiero que se me crea, y eso requerirá a un intérprete muy especial que sepa evitar los escollos de lo aparente, lo obvio y lo prosaico. Me digo a mí misma que un intérprete así existe, y que él o ella me rescatarán en algún momento del futuro, pero sé muy bien que eso es irrelevante en mis circunstancias inmediatas. Tengo preocupaciones más importantes.

Voy a dejar estas notas encima de la cama. Cubren todo lo sucedido desde mi primera noche en Rumania hasta el momento presente. Si tengo un momento, en el trabajo, escribiré una rápida adenda. Si no, si no se me presenta la oportunidad, quizá mi supuesto salvador lo hará.

Después de mi conversación con Austen, Julia y Sally, mis opciones estaban claras. Por un lado, podía, simplemente, marcharme. Desde el primer momento en que volví a Nueva York, mi padre quiso que abandonara la ciudad. Él estaría contento de proveerme el traslado a pastos más verdes donde yo podría empezar de nuevo, alejada de este desastre, confiando en que Torgu no fuera otra cosa que un gigantesco y repugnante criminal que no tuviera nada que ver conmigo. De todas maneras, si ésa fuera una opción posible, hace tiempo que la habría tomado. Por desgracia, la verdad de todo este asunto se encuentra en mi sangre, en mi piel, detrás de mi mente consciente. No puedo separarme ni escapar de mí misma a no ser, por supuesto, que me quite la vida, cosa que se me ha pasado por la cabeza más de una vez como la solución lógica, suponiendo que alguna parte de este problema tenga alguna lógica. Me quitaría la vida si no fuera porque sé lo que me esperaría si lo hiciera. Ese acto violento sería el primer paso hacia una eternidad hambrienta de sangre entre millones de otros. La verdad es que si quiero convertirme en la esclava y sirvienta de Torgu, el suicidio es el camino más rápido. Pero antes me convertiría en la dueña de su casa.

Y por eso, solamente me queda una opción plausible. A pesar del deseo de Austen, debo asistir a la reunión. No me importa en absoluto el destino de Bob Rogers; hace años que debería haberse retirado. Antes de que yo desapareciera él casi ni sabía que yo existía. Pero esa reunión tiene muy poca cosa, o no tiene nada, que ver con él. El verdadero objetivo, no premeditado, consiste en facilitar una matanza. He visto los ojos de Torgu. Se había impuesto la tarea de cortarle la garganta a Austen y estuvo a punto de probar esa bebida, pero le fue negada y ahora siente la necesidad febril de alimentarse. En algún lugar de la planta, esperando a que llegue ese momento, aguarda a que el personal se reúna como un rebaño conducido a los establos del matadero. Y más allá de él, a su alrededor, se congrega la masa de bebedores, esperando a ser escuchados.

Él va a venir. Y va a actuar.

Salgo por la puerta.

Julia y Sally entraron en el edificio con las llaves de seguridad. Antes del amanecer, y antes de que llegara Miggison, subieron a la planta veinte y se sintieron aliviadas al darse cuenta de que habían calculado bien el tiempo: Menard había abandonado su puesto para abrir las puertas de las oficinas de todos los pasillos. Pasaron de largo del puesto de seguridad y se dirigieron a la zona de edición. Julia notó el terror en cuanto llegaron al callejón del magreo y se alegró de que Sally llevara su Enfield. Después del incidente durante el visionado de la historia de ese gurú de la salud, ella no había ido a trabajar sin él en ningún momento. Pasaron por delante de la cámara de seguridad donde se guardaban las cintas grabadas recientemente y Julia echó un ansioso vistazo a la puerta. Después del ataque de Remschneider, habían colocado los explosivos en el estante superior de la pared del fondo de la cámara, donde no era probable que alguien las encontrara. No había habido otra alternativa. Julia no había querido arriesgarse a sacar del edificio los C-4: no había querido arriesgarse a que Menard los descubriera. La cámara de seguridad era el lugar menos inseguro, pero tenía grandes desventajas, la peor de las cuales era Claude Miggison. La habitación no se podría abrir hasta que Miggison llegara porque él tenía la única llave. Se dirigieron a la oficina de Julia.

Sally se detuvo un momento en la puerta con una expresión de arrepentimiento en el rostro.

—Detesto haberle hecho eso al Pedigüeño -dijo-. Me consiguió un Emmy, era un buen editor, realmente bueno. Pero me parece que se pasó de la raya.

—¿Tú crees?

Julia puso la mano en el pomo de la puerta. Se miraron la una a la otra y Sally levantó la punta de la bayoneta.

—Dijiste que querías ver mi arma -dijo-. ¿Te gusta?

—Excelente -dijo Julia-. Sólo desearía que hubiéramos llevado al Pedigüeño a la incineradora. Sólo para asegurarnos.

Sally hizo una mueca de repulsión: eso era algo horrible. Las palabras de Julia la llenaron de asco. Ella todavía era una madre y aún tenía corazón para los pobres y los vagabundos. Pero la voz que sentía en su interior se alegraba ante una espléndida matanza.

Julia introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta de su oficina. El cuerpo no estaba, y cerró la puerta de un portazo. ¿Alguien había trasladado el cuerpo? ¿O, de alguna forma, el cuerpo se había ido por sí mismo? ¿Era posible que aún estuviera vivo? Si era así, ¿dónde estaba? Esos pensamientos inundaron el aire de tensión alrededor de las dos mujeres, pero ninguna de las dos dijo ni una palabra. Se miraron la una a la otra, y echaron un vistazo a las dos puertas cerradas que había en la oficina. ¿Dónde estaban los demás editores? Sally tomó la delantera y recorrieron el pasillo en dirección a la cámara de seguridad. Esperaron a que Miggison apareciera. Sally se apoyó en la pared y soltó el arma.

Miggison apareció, refunfuñando como siempre. Sacó las llaves, miró a las mujeres y paseó los ojos alrededor de Sally para asimilar la visión del arma.

—Buenos días, señoras -dijo, en un tono de desenfado malicioso.

La puerta de la cámara de seguridad se abrió y Miggison siguió su camino no sin antes echar otro vistazo al arma y suspirar ante tantos años de experiencia:

—No he visto nada.

Julia encontró la caja y contó las barras de C-4. Estaban tal y como las había dejado, intactas. Todavía faltaba una hora más o menos antes de que la planta empezara a llenarse de gente, antes de que los hijos de Bob Rogers llegaran para oír el parte. Sally montaba guardia en la intersección del callejón del magreo y la zona de edición. Apoyada contra la pared, entre las sombras, observaba los movimientos en todas direcciones. Julia le había comunicado el plan de ataque y ella no tenía ninguna objeción al respecto: había visto y oído lo suficiente. Sujetaba el arma debajo del chal. Julia se agachó ante la entrada al callejón del magreo y se puso a trabajar.

Lo hizo en parte de memoria y en parte siguiendo un manual. Amasó una de las barras de explosivo hasta que quedó delgado como una cuerda. Luego amasó una segunda barra y la unió a la primera, formando una única tira. Pero dos barras no eran suficientes para lo que necesitaba. Amasó una tercera barra y la unió a las demás. Extendió la tira de explosivo alrededor del perímetro de dos de las cajas. Tres barras serían suficientes para provocar un buen jaleo: nadie resultaría herido. Todos se encontrarían en la reunión al otro extremo de las oficinas. Ella se quedaría en una habitación de las oficinas adyacentes y vigilaría. Si aparecía alguien, esperaría a que se fuera. Solamente entonces, cuando la reunión hubiera empezado y cuando no hubiera nadie a la vista, prendería la mecha.

Cuando hubo terminado de extender el lazo de explosivos, se volvió hacia Sally.

—Vete ahora. Llévate el arma. Cuéntalo todo durante la reunión. Si Austen habla, apóyale. Yo estaré bien.

—¿Seguro?

—Vete.

—Ten cuidado.

—Tú también.

Sally se alejó, escondiendo casi por completo el Enfield debajo del chal. Julia se alegró: la soledad la ayudaba a concentrarse. Lo principal era no olvidar nada. En otros tiempos ella había sido extremadamente centrada, pero eso fue antes de tener niños, trabajo y una vida normal. Se recordaba constantemente a sí misma que debía prestar atención: «Aquí están las mechas, aquí las cerillas, aquí está la caja con el resto de explosivos. Aquí tengo el bolso». No había tanto que tener en cuenta. Esperaría a que eso explotara y luego se marcharía a casa. Lo consideraría su discurso de dimisión.

El resto de C-4 se podría entregar al Departamento de Policía de Nueva York para disipar los miedos que pudieran suscitarse acerca de posibles actividades terroristas. Si era necesario, lo haría ella misma y lo confesaría todo. Esa idea la hizo detenerse en seco: no había pensado mucho en ese tema. Si la policía la retenía, aunque fuera por un breve lapso hasta que los hechos se aclararan, la etiquetarían de terrorista. Aparecerían sus antecedentes criminales; podía ir a prisión. Luchó contra el pánico. Sus hijos no lo comprenderían nunca. No podrían reconocer a esa mujer, su propia madre, una terrorista. Su esposo, un antiguo radical, se sentiría horrorizado. «¡Pero si renunciamos a la violencia», le gritaría. A pesar de todo, se sentía impelida a hacerlo. La amenaza que se cernía sobre el programa no le dejaba otra alternativa. Repitió esa fórmula: «La amenaza sobre el programa, la amenaza sobre el programa». Pero era mentira. Deseaba matar a alguien y ese deseo pasaba por encima de cualquier otra cosa. Sally Benchborn también lo tenía. Remschneider había estimulado ese apetito: había llegado el momento de quitarle la vida a alguien. Julia sacó unos guantes de látex y miró por encima del hombro. Se sentía observada, pero no podía localizar de dónde provenía esa sensación. No había ninguna cámara de seguridad por los alrededores. No había nadie. Quizá se trataba de alguno de esos editores convertidos en zombis. Quizá Remschneider se había recuperado de su herida, aunque no parecía probable. Miró el reloj otra vez: la reunión iba a empezar al cabo de dos horas. Unió una mecha a un extremo de la tira de explosivo y la extendió por detrás de las cajas, a lo largo de la pared posterior. No pensaba dejar el material desatendido: sería demasiado arriesgado. Si alguien pasaba por allí y lo veía, ¿qué diría? Mucha gente en la planta entendía de explosivos. Tenía que continuar vigilando un rato, dejar que el día avanzara. «Como un guardián -pensó- en una torre de vigilancia.»

25 de mayo

Como si las cosas no se hubieran puesto bastante difíciles, ¿quién tenía que aparecer a las ocho de la mañana, antes que nadie? Bob Rogers, por supuesto.

Había empezado a tomarme tranquilamente el café y a leer el
Times
cuando él entró precipitadamente por la puerta. No se sentó. Se quedó allí de pie, con las manos en los bolsillos, balanceándose sobre los pies, esperando a que yo levantara la vista del periódico. Yo no quería complacerle. No hizo ningún comentario sobre las muletas ni sobre las vendas: no quería saber nada.

—¿Podemos hablar con franqueza? — preguntó-. ¿De todo?

Yo doblé el periódico. No parecía tan abatido como yo hubiera esperado, dadas las circunstancias. Llevaba una camisa de color azul claro, con el cuello desabrochado, debajo de una ligera chaqueta de verano. Sonreía. Yo le había visto enfurruñado durante semanas y semanas en otras batallas, más exitosas, contra la empresa, así que esperaba verle sumido en la melancolía en las horas previas a su renuncia. Pero, por el contrario, parecía jubiloso.

—¿Cuánto tiempo hace que trabajamos juntos, Austen?

Otras conversaciones habían empezado de esa forma. Habían sido muy largas.

—No necesitamos hacer esto, Bob. Es lo que es.

Él negó con el dedo.

—No. Ese es precisamente el tema. No lo es.

—Dime.

—No soy demasiado viejo para este trabajo, y tampoco lo eres tú. Ésa es una falacia fomentada por gente que quiere adueñarse de nuestro puesto de trabajo. Pero ambos sabemos la verdad. Cuando nos hayamos ido, no volverá a haber otro programa como éste.

Tenía cierta razón y se la concedí.

—No. No lo habrá.

—¿No te entristece verlo desaparecer?

—¿Y de qué serviría que lo estuviera, Bob? Mi tristeza es cosa mía.

—Lo comprendo. Y lo respeto, y te admiro. De toda la gente aquí, tú eres en quien más confío. Tú nunca sacarías ventaja de tus emociones ni jugarías sucio con nuestro legado.

—Nunca lo he hecho.

—No, desde luego que no.

—¿Entonces?

Se acercó a un lado del escritorio -un hábito irritante y de larga tradición-, apoyó una mano morena sobre sí mismo y dijo:

—He tomado una decisión muy importante y quiero asegurarme de que me apoyarás.

Bob era Bob. Nadie podía esperar otra cosa. Si le estaban tirando por la ventana, él tenía todo el derecho de continuar siendo él mismo aunque estuviera cayendo al vacío.

—Eso depende. ¿Cuál es esa decisión?

—Posiblemente podrías adivinarlo, pero no puedo decírtelo porque parecería una conspiración. Te estoy pidiendo que me extiendas un cheque en blanco, Austen.

—No he extendido ninguno en mi vida. No sé ni cómo se hace.

—Tonterías.

Miré el reloj. Dentro de muy poco Robert se encontraría ante su gente y anunciaría la noticia. No había tiempo de sonsacarle qué quería decir. Además, yo necesitaba su ayuda.

Cuando llegara el momento, le necesitaría en mis filas. Intenté sacar a colación un tema difícil.

—¿Se te ha ocurrido pensar que esto, el problema que tenemos, estos problemas técnicos y demás, quizá no tengan nada que ver con la cadena?¿Qué quizás estemos siendo atacados por un flanco completamente distinto?

—¿Cómo cuál?

Esperó. A esa pregunta yo no podía responder, no sin parecer un absoluto tonto a sus ojos.

—No, Austen. No me voy a dejar engañar otra vez. A la cadena le encantaría que yo creyera que son inocentes. A la cadena le gustaría que yo gastara mis energías persiguiendo sombras. Pero soy Bob Rogers, no lo olvides. Quizá no sea el tipo más brillante de este edificio, pero tampoco soy un maldito estúpido. Ya hace un año que esos capullos han estado manteniendo una guerra en este negocio, creyendo que yo pondría el grito en el cielo y me marcharía. Ahora creen que han ganado. Creen que estoy a punto de rendirme. — Le brillaban los ojos-. ¿Qué sucede cuando un cartucho de dinamita explota en el culo de un caballo?

No servía de nada. Él creía más en esa batalla de lo que creía en el programa o en sí mismo. La batalla lo era todo.

—No van a echarme de aquí sin pelear, ¿está claro? Tengo intención de morir batallando. — Bajó la voz-. ¿Morirás conmigo?

—Lo que tú quieras, Bob.

Me puso una mano en la cabeza, se inclinó y me dio un beso en la mejilla, el primero.

—Eso es lo que pienso de ti, Austen Trotta -dijo, y salió precipitadamente por la puerta.

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