Se apartó de la pared y en aquel instante advirtió que el suelo situado a los pies de la pintura era distinto que el del resto de la cueva y ascendía en una pendiente que no parecía una formación natural. Alzó la mirada hacia el techo, pero no vio indicio alguno de desprendimiento. Acto seguido se puso en cuclillas y frotó la tierra de varios puntos entre los dedos. Era igual en todas partes, depositada uniformemente en la cueva por los vientos.
—Puesto que la pintura no señala una tribu concreta, sugiero que busquemos pruebas en otro sitio —propuso—. En este montículo tan curioso, por ejemplo.
Luke arqueó las cejas rubias en una expresión esperanzada.
—¿Cree que hay algo enterrado aquí, doctora Tyler?
—Es posible. Los residuos de humo en las paredes indican que aquí se encendieron hogueras o ardieron antorchas, lo que puede significar que este terraplén corresponde a distintos niveles de habitación a lo largo de los siglos. Quiero examinarlo.
—La plaga de las langostas —suspiró Jared.
—Nada de langostas, señor Black, sólo yo. Trabajaré sola para minimizar los daños en el terraplén.
—La excavación es destrucción, doctora Tyler.
—Lo crea o no, señor Black, algunos arqueólogos no excavamos un lugar simplemente porque existe. Tiene que ser un lugar amenazado o, como en este caso, tiene que darse la necesidad de determinar la identidad tribal de un artista. Puede que hayamos tropezado con un depósito histórico de valor incalculable.
—O con tumbas que no deberíamos tocar.
Erica escrutó el rostro de Jared, recortado en afilados ángulos por el claroscuro de las linternas, y luego se volvió hacia Luke.
—Primero efectuaremos un análisis geoquímico del suelo y mediremos el contenido en fosfatos. Eso nos revelará si este lugar ha estado habitado alguna vez. Entretanto, creo que sería buena idea despejar parte de esta pared. Puede que haya más pictogramas debajo del hollín.
Cuando se volvió para decir otra cosa a Jared Black, comprobó, para su sorpresa, que había retrocedido hasta la entrada de la cueva, una silueta alta y de hombros anchos recortada contra el sol de la mañana, con una mano apoyada en la pared y la otra sosteniendo el casco, que acababa de quitarse: parecía a punto de echar a volar.
El instante poseía una cualidad surrealista, la oscuridad de la cueva oprimida bajo el peso de la montaña, la proximidad de las paredes de piedra arenisca, el silencio que era una suerte de paz…, pero al mismo tiempo, la boca por la que entraba la radiante luz del sol del Pacífico y más allá, los sonidos de los equipos de trabajadores, la policía, los helicópteros de los medios de comunicación. ¿Qué hacía Jared Black? ¿Qué miraba?
Entonces se preguntó por qué mostraba el abogado una actitud tan agresiva desde su llegada. Se había presentado allí con la amplitud de miras de un oso pardo protegiendo a su cría. Si pudiera hacerle entender de algún modo que podían trabajar juntos, que no tenían por qué ser adversarios… Pero por alguna razón inescrutable, parecía resuelto a considerarla su enemiga. Habían transcurrido cuatro años desde el caso Reddman, pero no podía evitar pensar que la adrenalina de aquella batalla y la euforia de la consiguiente victoria aún alimentaban su pasión. Jared Black se preparaba para la guerra, y Erica no sabía por qué. Siguió escrutando la cueva con la linterna hasta que el haz localizó algo en el suelo.
—¿Qué te parece esto, Luke?
Su ayudante bajó la mirada y vio una porción de tierra desplazada que dejaba al descubierto algo blancuzco en el suelo de la cueva.
—Es reciente —observó—. Parece que el terremoto ha removido la tierra.
Erica se arrodilló y apartó cuidadosamente la tierra suelta con una escobilla.
—Dios mío —exclamó Luke con los ojos muy abiertos.
Jared regresó junto a ellos y guardó silencio mientras Erica exponía algo con la escobilla, un objeto que parecía una roca con un orificio. Al cabo de un instante apareció otro orificio y luego… dientes.
Era un cráneo humano.
—Es una tumba —musitó Luke, impresionado.
—¿De quién? —preguntó el escalador con voz nerviosa.
Presa de una repentina oleada de adrenalina y emoción, Erica no respondió. Pero lo sabía. De algún modo, aun antes de excavar, de encontrar prueba alguna, sabía que acababan de encontrar los restos mortales del creador de la pintura.
Marimi
Hace dos mil años
Mientras contemplaba la actuación de los bailarines en el centro del círculo, Marimi supo que aquella noche sería mágica.
Percibía la magia en sus dedos mientras tejía con destreza la base ovalada de la cuna, entrecruzando las tiernas ramas de sauce que sostendrían a su hijo recién nacido. Más tarde cubriría la superficie con piel de gamo y añadiría un toldillo de mimbre para proteger del sol la cabeza del bebé. Sentía la magia en su seno mientras se agitaba en él la nueva vida, su primer hijo, que vería la luz en primavera. Veía la magia en los flexibles miembros de su joven esposo, que danzaba para celebrar la cosecha anual de piñones, un cazador apuesto y viril que la había iniciado en el éxtasis del amor físico entre hombre y mujer. Marimi oía la magia en las risas de los hombres que danzaban, jugaban y contaban historias mientras fumaban sus pipas de arcilla. La oía en la música que los músicos emitían con sus silbatos hechos de huesos de pájaro huecos y flautas talladas de madera de saúco. Había magia en las alegres charlas de las mujeres mientras tejían sus llamativas cestas a la luz de numerosas hogueras, en las exclamaciones de los niños que jugaban con palos y argollas o luchaban en la húmeda tierra del bosque. Y había magia también en los rostros de los jóvenes que se enamoraban, que sonreían tras manos discretas mientras escogían futuro compañero. Una noche de «espíritus», como decía su madre, cuando las almas de los árboles, las piedras y los ríos invocaban a los fantasmas de los antepasados para celebrar la «unidad de todas las cosas». Un momento de profundo gozo, una buena noche, una noche especial, pensó Marimi.
Pero aquella noche, la alegría de la celebración estaba teñida de un temor inesperado.
Al otro lado del gran círculo alrededor del cual las familias contemplaban la danza, un par de duros ojos negros la miraban con fijeza. Era la anciana Opaka, chamán del clan, magnífica en su atuendo de pieles de gamo, abalorios preciosas plumas de águila. Marimi se estremeció al notar sobre sí aquella mirada penetrante y sintió que se le ponía la piel de gallina. Opaka aterrorizaba a todo el mundo, incluidos jefes y cazadores, por su vasto y misterioso dominio de la magia, porque hablaba con los dioses, porque era la única persona del clan que conocía el secreto de comulgar con el sol, la luna y los espíritus de la tierra, y sabía cómo invocarlos.
Las personas normales no podían hablar con los dioses. Si un miembro del clan deseaba pedirles un favor, necesitaba la intercesión de un chamán, era el caso de una mujer yerma que desease un hijo, una virgen poco agraciada que ansiara encontrar marido, un cazador entrado en años cuyas facultades se desvanecieran, una abuela cuyos dedos ya no pudieran tejer cestas, una embarazada que buscara protección contra el mal de ojo, un padre que se preguntara si el arroyo seco que pasaba junto a la choza de su familia volvería a llevar agua alguna vez… Todos acudían tímidos y respetuosos al champán del clan para exponerle su caso. Cada petición traía consigo un pago, razón por la cual los chamanes eran ricos, sus chozas, las más ornamentadas, sus pieles de ganso, las más suaves, y sus collares, los más hojosos. Las familias más pobres no podían ofrecer más que semillas, mientras que las más acomodadas llevaban cuernos de carnero y pieles de alce. Pero todos tenían permiso para recurrir al chamán y obtenían respuesta de los dioses por su boca. En el poblado de Marimi, Opaka era la figura mas poderosa del clan de Marimi. En cierta ocasión, Marimi había visto a la anciana hacer enfermar y morir a un hombre cuando lo señaló. Así de poderosa era.
Pero ¿por qué observaba ahora a Marimi de entre todos los presentes? ¿Por qué clavaba en ella su mirada ardiente como fuego negro?
En un intento de no dejar traslucir su temor, la joven esposa concentró su atención en la cuna y recordó que aquella noche era especial.
Era la época de la reunión anual, momento en que todas las familias del pueblo, que se llamaba Topaa, acudían desde los cuatro confines del mundo, desde los horizontes más lejanos, dejando sus alojamientos de verano para congregarse en las montañas con motivo de la cosecha del piñón. Concurrían unas quinientas familias, cada una de ellas con su propia choza redonda de paja y su hoguera. Tras cosechar las piñas con ayuda de largos palos, asaban los piñones y se los comían, o bien los molían para mezclar su harina con venado y grasa. Los que quedaban los almacenaban para los meses del invierno que se avecinaba. Mientras las mujeres se ocupaban de los piñones, los hombres salían juntos a cazar liebres con redes, matando las que necesitaban para alimentarse durante el invierno.
Era también el momento de concertar matrimonios, tarea nada fácil, pues las reglas que regían quién podía casarse con quién eran complejas; había que examinar y considerar los linajes, invocar a los dioses, interpretar los augurios. Si bien todos los topaa pertenecían a la misma tribu, había miembros de distintos clanes que, a su vez, se dividían en familias primeras y segundas. Cada clan poseía un tótem, como el Puma, el Halcón o la Tortuga. La segunda familia, compuesta de abuelos, tías, tíos y primos, recibía el nombre de su linaje. Pueblo de Río Frío, Pueblo en el Desierto de Sal. La primera familia consistía en padre, madre e hijos, y su nombre se derivaba de la alimentación, la ocupación o los rasgos geográficos locales.
«Comedores de bayas», «moradores de riachuelo» o «cuchillos blancos» porque fabricaban sus herramientas de corte con piedra blanca de la cantera cercana. Marimi pertenecía al clan Halcón de Cola Roja, su segunda familia era el Pueblo de la Llanura Negra, y su primera familia era «cazadora de liebres». El joven que la había elegido como compañera era del clan Tortuga, la segunda familia del Pueblo del Valle Polvoriento y la primera familia de «artífices de pipas». Durante la cosecha anterior había deleitado a Marimi con sus payasadas, haciendo cabriolas y pavoneándose ante su choza, tocando la flauta, imitando con gestos su destreza con la lanza, pero sin hablar con ella, pues eso era tabú. Cuando ella, para indicar su interés, sacó de la choza un cesto de raíces dulces, el joven concertó una entrevista entre su padre y el de ella, y los dos hombres habían acudido a los jefes de sus clanes para sacar adelante la compleja negociación, determinar los regalos y decidir si la novia debía vivir con la familia del novio o viceversa. Si el esposo procedía de una familia de pocas mujeres, la esposa se trasladaba a su casa. Si la esposa pertenecía a una familia de viudas y hermanas solteras, entonces el marido se mudaba. En el caso de Marimi, su padre era el único varón entre ocho mujeres y aceptó de buen grado al esposo de Marimi como hijo.
En la época de la cosecha se recordaba a todos cuáles eran los límites del territorio tribal, y se enseñaba a los niños a memorizar los ríos, los bosques y las cordilleras que separaban la tierra de los topaa de las de las tribus vecinas, es decir, los shoshone al norte y los paiute al sur. Los topaa no comerciaban, se casaban ni guerreaban con sus vecinos, y enseñaban a sus hijos que era tabú cazar, recolectar semillas o recoger agua de la tierra de otra tribu.
En cada cosecha del piñón, las familias erigían chozas en sus parcelas ancestrales, donde sus familias se reunían y cosechaban desde la noche de los tiempos. El lugar sobre el que Marimi había extendido su estera y tejía en aquel momento la cuna de su bebé era el mismo lugar en que su madre, su abuela y todas las abuelas de su familia habían extendido sus esteras para tejer sus cunas. Y algún día, su primera hija se sentaría en el mismo lugar y tejería sus cestas mientras contemplaba las mismas danzas, los mismos juegos. Por todo ello, la cosecha anual del piñón no servía sólo para hacer acopio de provisiones, sino que, al mismo tiempo, la gente escuchaba los relatos sobre sus antepasados, porque el destino de los topaa estaba ligado al pasado, asegurando así que lo que era antes seguía siendo ahora y seguiría siendo en el futuro hasta el fin de los tiempos. La reunión anual mostraba a las personas el lugar que ocupaban en la «Creación». Mostraba al hombre o a la mujer que formaba parte del «Gran Plan», que los topaa y la tierra, los animales y las plantas, el viento y el agua se entrelazaban como las complicadas cestas que tejían las mujeres.
Después de la cosecha del piñón, los clanes se quedaban a pasar el invierno en las montañas, y cuando asomaban en la tierra los primeros brotes verdes, el inmenso campamento se levantaba, y las familias se dispersaban para regresar a sus hogares ancestrales hasta la siguiente cosecha. Marimi y su esposo, su madre, su padre y sus seis hermanas regresarían a su tierra, donde cazaban liebres y donde la familia de Marimi vivía desde siempre. Allí alumbraría su primer hijo, se convertiría en madre y así elevaría su posición en el clan, de modo que al año siguiente, cuando regresaran al bosque de pinos, la gente se dirigiría a ella con nuevo respeto y deferencia.
Marimi intentó concentrarse en ese dichoso futuro mientras el temor provocado por la enigmática mirada de Opaka se adueñaba de ella. ¿Por qué la miraba de aquel modo la chamán?
Los senderos de los chamanes eran insondables, además de tabú, por lo que nadie debía pensar en ellos ni, por supuesto, hablar de ellos, ya que sólo los chamanes poseían el poder para pasar del mundo real al sobrenatural. Cada año, antes de la cosecha, antes de que la primera familia levantara la primera choza, se erigían las chozas divinas de los chamanes. Todos participaban en la tarea, incluso niños y ancianos; todos cortaban las mejores ramas y ramitas, ofrecían las mejores pieles y la mejor leña para que la choza divina acogiera a los dioses y bendijera la cosecha y al pueblo a través de las búsquedas visionarias de los chamanes. El mundo era un lugar incierto y aterrador que no permitía predecir ni contar con cosechas abundantes, de modo que, antes de desprender la primera piña del primer árbol, los chamanes acudían a las chozas divinas y entraban en trance para comunicarse con los poderes sobrenaturales, recibir instrucciones, escuchar profecías y en ocasiones conocer nuevas leyes.