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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (23 page)

Fucsia oyó un chistido detrás de ella, y al volverse vio a un Pirañavelo de aspecto muy limpio que le hacía señas. Apuntaba a la puerta con el pulgar, y asentía con rápidos movimientos de cabeza; luego adelantando los dedos índice y medio y contorneándolos a lo largo del lavabo, indicó, según interpretó Fucsia, que tenía que ir a casa del doctor con Tata Ganga.

—¡Está bien! —chilló Fucsia—, pero yo iré a
tu
habitación. Vete y aguárdame allí.

—¡Entonces de prisa, amor mío! —gimió la voz fina y perpleja desde el corredor—. No lo hagas esperar.

A medida que las pisadas de la señora Ganga se alejaban, Fucsia chilló: —¿Qué quiere darme?

Pero la anciana niñera estaba demasiado lejos para oír.

Pirañavelo se sacudió la ropa lo mejor que pudo. Se había cepillado los cabellos ralos, que parecían una hierba húmeda y aplastada sobre la frente.

—¿Puedo ir yo también? —dijo.

Fucsia volvió rápidamente los ojos.

—¿Por qué? —dijo al fin.

—Tengo mis razones. De cualquier manera, no puede tenerme aquí toda la noche, ¿verdad?

Este argumento pareció convencer a Fucsia, que contestó enseguida: —De acuerdo, tú también puedes venir. —Mas luego añadió lentamente—: Pero ¿qué va a pasar con Tata? ¿Qué dirá mi niñera?

—Déjemela a mí —dijo Pirañavelo—. Yo me ocuparé.

De pronto Fucsia sintió que lo odiaba profundamente por haber dicho eso, pero no respondió.

—Vámonos, pues —le dijo—. No te quedes más en mi cuarto. ¿A qué esperas? —y desatrancando la puerta, salió al corredor; Pirañavelo la siguió como una sombra hasta el dormitorio de la señora Ganga.

EN CASA DE LOS PRUNESCUALO

TATA GANGA se perturbó tanto al ver al estrafalario joven que acompañaba a Fucsia que tuvieron que pasar varios minutos antes de que estuviera en condiciones de atender a cualquier explicación. Los ojos se le movían rápidamente de Fucsia al intruso. Estuvo tanto rato tirándose nerviosamente del labio inferior que Fucsia comprendió que era inútil continuar explicando. Ya no sabía qué hacer, cuando oyó la voz de Pirañavelo: —Señora —dijo dirigiéndose a Tata Ganga—, mi nombre es Pirañavelo, y le ruego que disculpe mi súbita aparición en la puerta del cuarto de usted.

Se inclinó profundamente ante la anciana, mirándola de soslayo a través de las cejas. La señora Ganga dio tres pasos inciertos hacia Fucsia y la agarró del brazo.

—¿Qué está diciendo? ¿Qué está diciendo? ¡Oh, mi pobre corazón! ¿Quién es ése? ¿Qué te ha hecho, mi única?

—Él también viene —dijo Fucsia a modo de respuesta—. Quiere ver al doctor Prune. ¿Y el regalo? ¿Por qué me hace un regalo? Vamos a casa del doctor. Estoy cansada. Date prisa, tengo ganas de acostarme.

En cuanto Fucsia mencionó su cansancio, Tata se puso enseguida en movimiento, y cogiéndola por el antebrazo se encaminó hacia la puerta.

—Enseguida estarás en la cama. Yo misma te acostaré y te arroparé, y te apagaré la lámpara como de costumbre, mi niña traviesa, y podrás dormir hasta que te despierte para servirte el desayuno junto al fuego; o sea que no has de preocuparte, mi niña cansada. No estarás con el doctor más que unos minutos. Sólo unos minutos.

Salieron de la habitación, Tata Ganga echando miradas sospechosas por encima del brazo de Fucsia a los movimientos rápidos del muchacho alto de hombros.

Descendieron varios tramos de escalera hasta llegar a una sala donde unas armaduras colgaban frías de las paredes y unas viejas armas, tan herrumbradas como un seto de hayas en invierno, se amontonaban en los rincones. No era lugar para detenerse, pues del suelo de piedra subía un frío cortante, y unas heladas perlas de humedad parecían gotas de sudor sobre la deslustrada superficie de hierro y acero.

El aire húmedo hizo que Pirañavelo arrugara la nariz, y observó rápidamente la amalgama de trofeos corroídos y panoplias colgadas, brillantes de herrumbre, y el montón de pequeñas armas; y vio una delgada hoja de acero cuya punta parecía estar encajada en una especie de tubo, pero no alcanzaba a distinguirlo claramente en la penumbra. La imagen de un bastón-espada le pasó por la cabeza; le hubiera gustado tener uno. Pero no era éste el momento de revolver entre los montones de chatarra, pues se daba cuenta de que la anciana no le quitaba los ojos de encima; siguió a las dos mujeres, pero se prometió a sí mismo volver a visitar este gélido lugar en la primera oportunidad.

La puerta por la que salieron daba a la escalera que llevaba al centro de la sala insalubre. Se encontraban ahora en el extremo de un pasillo mal iluminado, con las paredes cubiertas de pequeños grabados de colores borrosos. Algunos estaban enmarcados, pero sólo unos pocos conservaban todavía el cristal. Tata y Fucsia, que estaban familiarizadas con el pasillo, no hicieron caso de esta desolada condición ni de los grabados amarillentos que representaban con mucho detalle, pero sin ninguna imaginación, los lugares obviamente más pintorescos de Gormenghast. Pirañavelo frotó la manga por encima de un par de grabados, para quitarles parte del polvo, y los examinó con ojo crítico, pues era típico en él no dejar escapar ninguna clase de información.

Este pasillo acababa bruscamente ante una puerta pesada que Fucsia abrió con esfuerzo, dando paso a una oscuridad menos opresiva. Caía la tarde, y al otro lado de la puerta un grupo de nubes desfilaba rápidamente por un cielo color pizarra en el que se movía una única estrella.

—¡Oh, mi pobre corazón, qué tarde se está haciendo!

—dijo Tata, escudriñando el cielo con ansiedad, y confiando a Fucsia sus pensamientos de modo tan subrepticio que parecía tener miedo de que el firmamento llegara a oírla—. ¡Qué tarde se está haciendo, mi única! Tengo que volver enseguida junto a tu madre. Le tengo que llevar algo de beber a ese pobre corpachón. ¡Oh, no, no debemos quedarnos mucho rato!

Enfrente se extendía un patio enorme y en la esquina opuesta había un edificio de tres plantas, unido al cuerpo del castillo por un arbotante. De día contrastaba singularmente con la omnipresente piedra gris de Gormenghast, ya que había sido construido con la dura arenisca roja de una cantera de la que nadie había vuelto a saber desde entonces.

Fucsia parecía agotada. La jornada había estado sobrecargada de acontecimientos. Ahora, a medida que las últimas luces se rendían en el oeste, seguía despierta y a punto de empezar, no de acabar, una nueva experiencia.

Con Tata Ganga agarrada al brazo, se encaminó hacia la puerta principal. De repente, la anciana se detuvo, y como hacía siempre cuando estaba aturdida, se llevó la mano a la boca y tiró del diminuto labio inferior mirando a Fucsia con ojos lacrimosos. Iba a decir algo, cuando se oyó un ruido de pasos y ella y sus dos acompañantes se volvieron y clavaron los ojos en una figura que se acercaba en la oscuridad, acompañada por un sonido débil, como de algo frágil que se rompe una y otra vez.

—¿Quién es? —dijo Tata Ganga—. ¿Quién es, mi única? ¡Oh, qué oscuro está!

—No es más que Excorio. Vamos, estoy cansada.

Pero alguien les habló desde las tinieblas.

—¿Quién? —gritó la voz dura y torpe. El lenguaje de Excorio era a veces ininteligible, pero nunca prolijo.

—¿Qué quiere, señor Excorio? —chilló Tata, para sorpresa suya y de Fucsia.

—¿Ganga? —inquirió de nuevo la voz seca—. Requerida.

—¿Quién es requerida? —le respondió a gritos Tata; Excorio era siempre demasiado brusco con ella.

—¿Quién está con usted? —rugió Excorio, a sólo unos metros de las mujeres—. Tres hace un momento.

Fucsia, que había aprendido hacía tiempo a interpretar las exclamaciones del criado, volvió enseguida la cabeza y se sintió sorprendida y aliviada al comprobar que Pirañavelo había desaparecido. Y sin embargo, ¿no había también un toque de decepción? Alargó la mano y tiró de la vieja niñera.

—Tres hace un momento —repitió Excorio, que se había acercado.

La señora Ganga también había advertido la desaparición de Pirañavelo.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde está ese horrible muchacho?

Fucsia sacudió la cabeza y se volvió bruscamente hacia Excorio, cuyos miembros parecían alargarse hasta perderse en la noche. La fatiga la irritaba y se desahogó en el austero sirviente.

—¡Márchate! ¡Márchate! —sollozó—. ¿Quién te quiere aquí, estúpido espantapájaros? ¿Quién te ha dicho que vengas a gritar «Quién anda ahí»? Te crees muy importante, pero no eres más que una cosa vieja y flaca. Vuelve con mi padre, donde tienes que estar, y déjanos solas.

Y Fucsia, estallando en un largo y agotado sollozo, se precipitó hacia el demacrado Excorio abrazándolo por la cintura y empapándole el chaleco con lágrimas.

Excorio se mantuvo erguido, con los brazos colgando a los lados, pues no hubiera estado bien que tocara a lady Fucsia, por muy inocente que fuera el motivo. Después de todo, él no era más que un criado, aunque en verdad muy importante.

—Por favor, ahora vete —dijo Fucsia por último, apartándose.

—A usted —dijo el criado después de rascarse la nuca—, el conde quiere verla. —Sacudió la cabeza señalando a la vieja niñera.

—¿A mí? —chilló Tata Ganga, que había estado pasándose la lengua por los dientes.

—A usted —dijo Excorio.

—¡Oh, mi pobre corazón! ¿Cuándo? ¿Cuándo quiere que vaya? ¡Oh, mi pobre cuerpo! ¿Qué querrá?

—La quiere ver mañana —respondió Excorio, dando media vuelta y desapareciendo. Al poco rato, hasta el ruido de sus rodillas dejó de oírse.

No esperaron más; se alejaron rápidamente hacia la puerta de la casa de piedra arenisca, y Fucsia dio un golpe fuerte con la aldaba, mientras se frotaba con la manga la humedad de los ojos.

Mientras esperaban, oyeron el sonido de un violín.

Fucsia golpeó otra vez, y a los pocos segundos la música calló y unos pasos se acercaron y se detuvieron. La puerta se abrió y la figura del doctor apareció a plena luz y los invitó a entrar. Luego cerró la puerta, pero no antes de que un joven delgado consiguiera meterse dentro escurriéndose entre Fucsia y la señora Ganga.

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! —dijo el doctor, sacudiéndose el pelo de la manga de la chaqueta, con una sonrisa deslumbrante—. O sea que mi querida Fucsia se ha traído un amigo, se ha traído un amigo —enarcó las cejas—, ¿o no es así?

Por segunda vez, Tata Ganga y Fucsia se volvieron para averiguar de qué hablaba el doctor, y descubrieron que Pirañavelo estaba justo detrás de ellas.

El joven hizo una reverencia, sin apartar la vista del doctor Prunescualo.

—Al servicio de usted —dijo.

—¡Ja, Ja, Ja! Pero si yo no necesito a
nadie
a mi servicio —dijo el doctor Prunescualo doblando las largas y blancas manos como si fueran pañuelos de seda—. En todo caso, preferiría tener a alguien «en» mi servicio. ¡Oh, sí, sí! Pues si todos los caballeretes que vinieran a mi puerta quisieran mi servicio, pronto me quedaría sin ningún servicio. Ja, ja, ja! Pronto estaría hecho trizas. Ja, ja, ja! Absolutamente hecho trizas.

—Ha venido —dijo Fucsia con voz pausada— porque quiere trabajar y porque es listo. Por eso lo he traído.

—Ciertamente —dijo Prunescualo—. Siempre me han fascinado los que quieren trabajar, ja, ja. Es apasionante observarlos. ¡Ja, ja, ja! Apasionante y misterioso. Entren, queridas señoras, entren. Mi muy estimadísima señora Ganga, cada día que pasa rejuvenece cien años. Por ahí, por ahí. Cuidado con esa silla, mi estimadísima Tata, cuidado, ¡oh! mi querida señora, ha de mirar usted por donde anda, en nombre de la circunspección, vaya con cuidado. Ahora, permítame que abra esta puerta y así podremos ponernos cómodos. Ja, ja, ja! Muy bien, mi querida Fucsia. ¡Que no se caiga! ¡Que no se caiga!

Hablando así, y conduciéndolas delante de él, y paseando al mismo tiempo los ojos magnificados por la extraordinaria indumentaria de Pirañavelo, el doctor llegó por fin a su gabinete y cerró la puerta con un clic. La señora Ganga fue acomodada en un sillón de color vino, en el que parecía particularmente diminuta, y Fucsia en otro similar. A Pirañavelo le señalaron una silla de roble de respaldo alto, y el doctor se dispuso a sacar botellas y copas de un armario empotrado en la pared.

—¿Qué va a ser? ¿Qué va a ser? ¡Fucsia, mi niña querida! ¿Qué te apetece?

—No quiero nada, gracias. Sólo tengo ganas de acostarme, doctor Prune.

—¡Aja! ¡Aja! Un pequeño estimulante, quizás. Algo que te despabile, querida. Algo que te ayude a salvar el bache hasta que, ¡ja, ja, ja!, estés cómodamente abrigada en tu canuta. ¿Qué te parece? ¿Qué te parece?

—No lo sé —dijo Fucsia.

—¡Aja! Pero
yo
sí que lo sé,
yo
sí —dijo el doctor, y relinchó como un caballo. A continuación, arremangándose de modo que las muñecas le quedaron desnudas, se encaminó hacia la puerta dando saltitos como un pájaro melindroso y tiró de un cordón que pendía en la pared. Luego, después de bajarse cuidadosamente las mangas, esperó de puntillas hasta oír un ruido fuera, momento en que abrió la puerta bruscamente revelando a un criado de piel atezada y librea blanca que alzaba la mano como a punto de llamar a la puerta. Antes de que el doctor dijera una palabra, Tata se inclinó hacia adelante en el asiento. Las piernas, que no alcanzaban el suelo, le pendían desmañadas.

—Es el vino de saúco el que más te gusta, ¿verdad? —preguntó la anciana con un nervioso susurro a Fucsia—. Díselo al doctor. Díselo enseguida. Tú no quieres ningún estimulante, ¿verdad?

El doctor ladeó ligeramente la cabeza, sin volverse. Sacudió el índice ante los ojos del criado, y le ordenó con aspereza que preparara unos polvos y trajese una botella de vino de saúco. Cerró la puerta y se acercó a Fucsia, bailando.

—Relájate, querida, relájate —le dijo—. Permite que tus miembros vayan por donde quieran, ja, ja, ja, siempre que no vayan
demasiado
lejos, ¡ja, ja, ja! Siempre que no vayan
demasiado
lejos. Piensa en ellos uno a uno hasta que se te queden tan flojos como una medusa, y podrás ir corriendo al Bosque Retorcido y estar de vuelta casi sin enterarte.

Mostró una dentadura relumbrante y las hebras plateadas de la pelambrera le brillaron a la luz de la lámpara.

—¿Y usted, querida Ganga? ¿Qué va a tomar la tata de Fucsia? ¿Un poco de oporto?

Tata Ganga se pasó la lengua por los labios arrugados y asintió mientras se llevaba los dedos a la boca, sobre la que parecía flotar una sonrisita insensata. Observó todos los movimientos del doctor mientras le llenaba la copa de vino y se la traía.

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