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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (31 page)

—¡Tonterías! —dijo Irma, que estaba sentada en el sofá junto a Pirañavelo. Pensando que como anfitriona había tenido esta noche pocas oportunidades de lucir lo que para ella, y sólo para ella, era su talento más sobresaliente en ese campo, inclinó las gafas oscuras hacia Cora y luego hacia Clarice e intentó hablar a ambas a la vez.

—Los pájaros —dijo con un cierto aire zumbón en la voz y la actitud—, los pájaros
dependen
…, ¿no lo creen así, mis estimadas señorías? Digo que los pájaros
dependen
en gran medida de sus huevos. ¿No están de acuerdo conmigo? He dicho: ¿No están de acuerdo conmigo?

—Ahora mismo nos vamos —dijo Cora, levantándose.

—Sí, ya hemos estado aquí demasiado rato. Demasiado rato. Nos espera un montón de costura. Cosemos de maravilla, las dos.

—Estoy convencido —dijo Pirañavelo—. ¿Me concederán el privilegio de poder apreciar el arte de ustedes en una ocasión futura que crean adecuada?

—También bordamos —dijo Cora, que se había levantado, acercándose a Pirañavelo.

Clarice se puso al lado de su hermana, y las dos se quedaron mirando al joven. —Hacemos mucha labor de aguja, pero nadie se entera. Nadie se interesa por nosotras, ¿comprendes? Sólo tenemos dos criados. Antes…

—Eso es todo —dijo Cora—, antes teníamos centenares, cuando éramos más jóvenes. Nuestro padre nos dio cientos de criados. Éramos personas de gran, gran…

—Alcurnia —apostilló su hermana—. Sí, eso era exactamente lo que éramos. Sepulcravo andaba siempre tan distraído y taciturno…, pero a veces jugaba con nosotras, y hacíamos lo que queríamos. Pero ahora ni siquiera quiere vernos.

—Se cree tan inteligente… —dijo Cora.

—Pero no es más listo que nosotras.

—No es más listo.

—Y Gertrude tampoco —dijeron las dos casi al mismo tiempo.

—Les ha robado los pájaros, ¿no es así? —dijo Pirañavelo, guiñando un ojo a Prunescualo.

—¿Cómo lo sabes? —dijeron ellas, acercándose un paso más a Pirañavelo.

—Todo el mundo lo sabe, señorías. Todo el castillo está enterado —respondió Pirañavelo, esta vez guiñando el ojo a Irma.

Las mellizas se cogieron de la mano y se apretaron una contra otra. Lo que Pirañavelo había dicho había calado en ellas, causándoles una seria impresión. Habían pensado que la afrenta de Gertrude, que se había llevado los pájaros de la Habitación de las Raíces, decorada por ellas mismas con tanto trabajo, era sólo una cuestión privada. ¡Pero todo el mundo lo sabía! ¡Todo el mundo!

Se volvieron para irse, y el doctor abrió los ojos, pues casi se había quedado dormido con el codo sobre la mesa y la cabeza apoyada en la mano. Se incorporó, pero no pudo hacer nada más elegante que curvar un dedo; estaba demasiado cansado. Su hermana se puso de pie junto a él, crujiendo un poco, y fue Pirañavelo quien les abrió la puerta y se ofreció a acompañarlas. Al atravesar el vestíbulo, descolgó su capa de una percha. Se la echó a los hombros con un floreo y se la abotonó al cuello. La capa ceñida le acentuaba la altura de los hombros y el cuerpo delgado.

Las tías parecían aceptar el hecho de que estaba dejando la casa junto con ellas, a pesar de que no habían respondido cuando les pidiera permiso para escoltarlas.

Con movimientos de una rara galantería, Pirañavelo las condujo como ovejas a través del patio.

—Has dicho que todo el mundo lo sabe.

La voz de Cora parecía tan indiferente y al mismo tiempo era tan lastimera que hubiera despertado una respuesta compasiva en cualquiera que tuviera un corazón más tierno que Pirañavelo.

—Eso es lo que has dicho —repitió Clarice—. ¿Y qué podemos hacer? No podemos hacer nada para mostrar lo que podríamos hacer si tuviéramos el poder que no tenemos —continuó lúcidamente—. En otro tiempo teníamos cientos de criados.

—Los tendrán otra vez —dijo Pirañavelo—. Los tendrán otra vez. Nuevos criados. Mejores. Obedientes. Yo me ocuparé de todo. Trabajarán para ustedes, bajo
mi
dirección. El piso de ustedes en el castillo vivirá otra vez. No tendrán rival Dejen que me ocupe de la administración, señorías, y conseguiré que todos bailen al son de la canción de ustedes, sea cual sea.

—Pero, ¿qué dirá Gertrude?

—Sí, ¿qué dirá Gertrude? —preguntaron las dos voces.

—Dejen que me ocupe de todo. Yo defenderé sus derechos. Ustedes son lady Cora y lady Clarice, lady Clarice y lady Cora. No lo olviden. Nadie debe olvidarlo.

—Sí, tiene que ser así —dijo Cora.

—Todo el mundo tiene que saber quiénes somos —dijo Clarice.

—Y no olvidarlo nunca —dijo Cora.

—O utilizaremos nuestro poder —dijo Clarice.

—Mientras tanto, las acompañaré a sus aposentos, queridas señoras. Tienen que confiar en mí. No cuenten a nadie nuestra conversación. ¿Me han comprendido bien las dos?

—Y Gertrude nos devolverá los pájaros.

Pirañavelo las cogió por los codos mientras subían las escaleras.

—Lady Cora —dijo—, intente concentrarse en lo que le estoy diciendo. Si me hacen caso, restauraré la noble posición de ustedes en Gormenghast, de la que lady Gertrude las ha destronado.

—Sí.

—Sí.

Las voces no mostraban vivacidad alguna, pero Pirañavelo comprendió que sólo por lo que decían, y no por
cómo
lo decían, podía llegar a saber si los cerebros de las hermanas reaccionaban de alguna manera.

También sabía cuándo tenía que detenerse. En el difícil arte del engaño y la ambición, como en cualquier otra carrera, ésta es la piedra de toque del maestro. Sabía que en cuanto llegaran a la puerta, ardería en deseos de entrar y ver qué tipo de mobiliario tenían y qué diantres era la Habitación de las Raíces. Pero también sabía perfectamente cuándo era el momento de aflojar las riendas. A pesar de sus cortas luces, las mellizas eran de sangre Groan, y si en algún momento diera un paso en falso, esa sangre podría encenderse y desbaratar todo un mes de estrategias. Por lo tanto Pirañavelo las dejó delante de la puerta e hizo una reverencia que casi llegó al suelo. Enseguida se retiró a lo largo del pasillo de roble y justo antes de doblar a la izquierda, echó una mirada a la puerta donde había dejado a las mellizas. Seguían allí, mirándolo fijamente, inmóviles como un par de figuras de cera.

No las visitaría al día siguiente, pues les iría bien una jornada de inquietud y discusiones ociosas entre ellas. Por la noche, empezarían a ponerse nerviosas y necesitarían consuelo, pero no pensaba llamar a aquella puerta hasta la mañana siguiente. Entretanto, recogería toda la información que pudiera acerca de ellas y sus inclinaciones.

Una vez en el patio, en lugar de cruzarlo hacia la casa del doctor, decidió pasearse por los prados y quizás también por las terrazas hasta el foso, pues el cielo se había vaciado de nubes y brillaba fieramente con cien mil estrellas.

LAS PIÑAS

EL VIENTO HABÍA AMAINADO, pero el aire era amargamente frío y Pirañavelo estaba contento de tener la capa. Se había subido el cuello, que se le sostenía rígidamente por encima de las orejas. Parecía ir a algún sitio preciso, y no estar dando un simple paseo nocturno. Marchaba todo el tiempo con ese paso que lo distinguía y que no era un andar pausado ni una carrera. Parecía que estuviese cumpliendo una misión secreta por toda la eternidad, lo que desde su punto de vista era generalmente cierto.

Desapareció en las profundas sombras de la arcada, y luego, como si fuera un pedazo de esa oscuridad entintada que hubiera cobrado vida, escapando del cuerpo principal, reapareció a la media luz, al otro lado de la arcada.

Durante un buen rato se mantuvo cerca de las paredes del castillo, avanzando siempre hacia el este. La idea inicial de dar un rodeo por el prado y las terrazas en donde la condesa solía pasear antes del desayuno había sido desechada, pues en cuanto empezó a moverse sintió la alegría de andar solo, absolutamente solo bajo la luz de las estrellas. Los Prunescualo se habrían acostado ya sin esperarlo. Tenía su propia llave de la puerta principal, y como otras muchas noches, al volver de su caminata nocturna se serviría una última copa de coñac y quizás también disfrutaría de un poco del tabaco del doctor en la pipa pequeña y roma, antes de retirarse.

O quizás, como en noches anteriores, acudiría a la farmacia y se divertiría preparando pociones con posibilidades letales. En cuanto entraba, iba siempre hacia los estantes de los venenos y los polvos peligrosos.

Había llenado cuatro tubos de ensayo con la más virulenta de esas mezclas, y los había llevado a su habitación.

Había aprendido pronto todo lo que el doctor, cuyo conocimiento era considerable, le había divulgado sobre el tema. En un principio, bajo la dirección del doctor, había destilado a partir de plantas venenosas encontradas en la vecindad un cierto número de pociones inéditas y mortíferas. El doctor consideraba estos experimentos como diversiones académicas.

Podría tomar también, al llegar a casa de los Prunescualo, uno de los numerosos libros del doctor y ponerse a leer, pues lo consumía la pasión de acumular conocimientos de cualquier tipo; aunque sólo como medio para alcanzar un fin determinado. Tenía que saber de todo, pues sólo así podría, cuando en el futuro se presentaran situaciones críticas, contar con un buen mazo de cartas. Se había imaginado en ocasiones una conversación de alguien de quien hubiera podido sacar algún provecho y que giraba hacia la astronomía, metafísica, química o literatura, y en la que él era capaz de dejar caer en la discusión una idea lúcida y exacta, una opinión que hiciera pensar que era el fruto de una vida dedicada al estudio; eso le hubiera sido mucho más útil que una hora de palabrería o tener que esperar a que la conversación tocara un tema conocido.

Se veía a sí mismo gobernando hombres. Tenía, junto a la facultad de tomar decisiones atrevidas y rápidas, una paciencia sin fin. Mientras leía por las noches, después de que el doctor e Irma se retiraban, pulía la larga y estrecha hoja de acero del bastón-espada que había visto una vez, y que una semana más tarde había rescatado de entre el montón de armas antiguas de la gélida armería. Cuando Pirañavelo lo sacó del montón, estaba muy sucio y deslustrado, pero con la habilidad y paciencia con que él se aplicaba a cualquier empresa, lo había convertido en una fina hoja de acero brillante. Tuvo que inspeccionar durante una hora antes de descubrir el bastón hueco, que se enroscaba en la aparentemente inocente empuñadura con un simple giro de la muñeca.

No sabía aún lo que haría al volver a la casa, si se dedicaría al acero del bastón-espada y al libro de heráldica que estaba a punto de acabar, o si iría a la farmacia a mezclar en el mortero aceite rojo y ese polvo verde tan ligero como una pluma con el que estaba experimentando, o si estaría demasiado fatigado para hacer otra cosa que servirse una copa de coñac antes de subir a acostarse; no lo sabía, y en realidad tampoco le interesaba el futuro tan inmediato. Mientras andada con paso vivo, daba vueltas y vueltas no sólo a todos los comentarios que las mellizas habían dejado caer en el transcurso de la velada, sino también al tipo de preguntas que se proponía hacerles dentro de dos noches.

Con la mente funcionando como una máquina eficiente, imaginaba posibles ataques y defensas, aun a sabiendas de que en cualquier trato con las tías, la disparatada condición de sus cerebros hacía extraordinariamente difícil cualquier conjetura o maquinación que él pudiera imaginar. Tenía que vérselas con un material de bajo calibre, pero que sin embargo tenía un elemento que no se daba en naturalezas más sutiles: lo imprevisible.

Había llegado ahora al extremo más oriental del cuerpo central del castillo. A la izquierda podía ver las altas paredes del ala oeste que emergían del pétreo precipicio cubierto de yedra negra y que orientado al sol poniente impedía que la luz del anochecer se filtrara hasta las salas septentrionales de Gormenghast. La Torre de los Pedernales se destacaba apenas como una estrecha sección de sombra, como una regla vertical, larga y negra, puesta de punta, y con un cielo estrellado alrededor.

Al ver la Torre, se le ocurrió que nunca había explorado los edificios que, le habían dicho, se prolongaban por el otro lado. Ahora era demasiado tarde para tal expedición, y estaba pensando en dar simplemente una vuelta por la hierba marchita que ayudaba a caminar en este rincón del castillo, cuando vio una tenue luz que se acercaba. Mirando alrededor, descubrió a unos pocos metros las siluetas negras de unos matorrales achaparrados. Se agazapó detrás de uno de ellos y observó la luz, que según pudo ver ahora, provenía de una linterna que se iba aproximando y que probablemente pasaría muy cerca de donde él estaba. Mirando por encima del hombro para ver en qué dirección iba la linterna, se dio cuenta de que su escondite estaba justamente entre la luz y la Torre de los Pedernales. ¿Qué diablos iba a hacer, quienquiera que fuera, en la Torre de los Pedernales en una noche tan fría? Pirañavelo estaba intrigado. Se arrebujó en la capa, de modo que sólo los ojos le quedaron expuestos al aire de la noche. Luego, inmóvil como un gato al acecho, escuchó los pasos que se acercaban.

El cuerpo de quien sostenía la linterna no había salido aún de la oscuridad, pero Pirañavelo, escuchando atentamente, alcanzó a oír no sólo las largas pisadas, sino también el crujido regular de una rama seca. —Excorio—, se dijo a sí mismo. Mas, ¿qué era ese otro ruido? Entre los sonidos regulares de los pasos y el crac de las articulaciones de las rodillas había un tercer sonido, menos preciso, más rápido.

Reconoció entonces el andar precipitado de unos pequeños pies y casi al mismo tiempo vio emerger de la noche las inequívocas siluetas de Excorio y de Tata Ganga.

Los crujientes pasos de Excorio no tardaron en llegar hasta Pirañavelo, que inmóvil como el matorral tras el que estaba agazapado, vio pasar rápidamente por encima de él la alta y desgalichada figura del criado de lord Sepulcravo, y en ese mismo instante se oyó un grito. Pirañavelo sintió que un escalofrío le bajaba por la espalda, pues si de algo tenía miedo era de lo sobrenatural. El grito podía provenir de un pájaro, tal vez de una gaviota, pero su proximidad parecía descartar tal conjetura. No había pájaros aquella noche, ni tampoco se oían a esa hora; con cierto alivio oyó a Tata Ganga susurrar nerviosamente en la oscuridad:

—Ea, ea, ya nos falta poco…, mi pequeño conde…, enseguida llegaremos. ¡Oh, mi pobre corazón! ¿Por qué tiene que ser de noche?

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