Read Todo bajo el cielo Online

Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (48 page)

A la luz de la antorcha de Lao Jiang, el oro de sus ondulados adornos todavía brillaba. Después descubrimos que también llevaban dibujos hechos con plata, pero la plata se había oscurecido y no destacaba tanto. Parecían bolsos expuestos en un escaparate y sus dos lados inferiores, terminados en graciosos picos, aún los hacía estar más a la moda. Las asas colgaban de unos ganchos dispuestos a distancias regulares en las seis gruesas barras que cruzaban de lado a lado el descomunal bastidor cubierto de verdín. Delante de este hermoso
Bian Zhong
, que también se llamaba así el carillón completo, sobre una pequeña mesa de té, había dos mazos del mismo metal, ambos de un metro de largo como poco, y que, sin duda, servían para golpear con ellos las campanas aplastadas.

—¿Tenemos que interpretar alguna música en concreto? —pregunté por incordiar.

El maestro Rojo, con su habitual capacidad de análisis y concentración, ya se estaba acercando al
Bian Zhong
para examinarlo con cuidado y, como necesitaba luz, le hizo un gesto a Lao Jiang para que fuera tras él, pero el anticuario había descubierto vasijas de grasa de ballena en las paredes y se disponía a prenderlas para apagar la antorcha. En realidad, ya me estaba acostumbrando al olor que desprendían esas lámparas y cada vez me molestaba menos. Acabaría por no advertirlo aunque, por descontado, tampoco lo echaría de menos cuando saliéramos al puro, limpio y abundante aire fresco del exterior. En aquel momento recuerdo que sentí un poco de hambre. No tenía ni idea de la hora que era, puede que media tarde, pero no habíamos comido nada en todo el día y los efectos del metano ya hacía un buen rato que habían desaparecido.

En cuanto la habitación se iluminó con la luz de las lámparas, el maestro Rojo se concentró en las campanas. También Lao Jiang y yo nos acercamos al armazón para curiosear aunque, al menos yo, no podría servir de mucha ayuda. Eran unas campanas realmente bonitas, con pequeños botones en relieve en su parte superior y dibujos de nubes en movimiento —hechos de oro— en la inferior. Tanto el borde de arriba como el extremo picudo de abajo lucían un ribete de plata con un adorno similar a una greca pero hecha con las volutas y sinuosidades propias del diseño chino.

—Aquí están los Cinco Elementos —anunció el maestro Rojo poniendo un dedo ganchudo sobre el centro de la campana que tenía frente a la nariz. Me acerqué a mirar y vi que su índice señalaba, dentro de un óvalo situado entre los botones y las nubes, un ideograma chino parecido a un hombrecito con los brazos abiertos—. Este es el carácter Fuego y aquí —y puso el mismo dedo sobre la campana de al lado—, Metal. En esta otra pueden ver el elemento Tierra, la Madera aquí y, aquí, el Agua.

Eché un vistazo general al
Bian Zhong
y dije:

—Maestro Jade Rojo, no quisiera desanimarle pero cada una de las campanas tiene alguno de esos cinco ideogramas.

El carácter Agua era muy parecido al del Fuego salvo por el hecho de que el hombrecito tenía tres brazos, dos de ellos derechos. La Tierra parecía una letra T invertida, la Madera era una cruz con tres patas y el ideograma Metal hubiera pasado, sin confusión, por el dibujo de una casita monísima con un tejadillo a dos aguas. Definitivamente, el carácter que más me gustaba era éste, el del Metal.

—Me temo que va a ser muy complicado resolver este enigma —dijo pesaroso el maestro, mirando de reojo los largos mazos que descansaban sobre la mesita de té—. En primer lugar, hay que averiguar lo que tenemos que hacer: ¿descubrir una serie musical escrita con los ideogramas de los Cinco Elementos?

—¿Por qué no empezamos golpeando esas cinco campanas del centro a ver qué pasa? Luego, probamos con todas las que lleven el mismo carácter y seguimos buscando combinaciones hasta que alguna funcione.

Ambos hombres me miraron como si me hubiera vuelto loca.

—¿Sabe el ruido que hacen estos
Bian Zhon
g, Elvira? —se enfadó Lao Jiang.

—¿Y qué tendrá que ver el ruido que hagan? —objeté—. ¿No están aquí esos mazos para eso? ¿Cómo quiere que bajemos al quinto subterráneo si no resolvemos esta partitura musical?

—Debemos pensar —opinó el maestro Rojo, recogiéndose la túnica y sentándose en el suelo en postura de meditación.

—¿Puedo intentarlo, al menos? —insistí desafiante, cogiendo los mazos.

—Haga lo que quiera —me respondió Lao Jiang tapándose los oídos con las manos y acercándose a las campanas para seguir examinándolas.

Era lo que estaba deseando escuchar. Sin pensarlo dos veces me lancé a la apasionante experiencia interpretativa de golpear (con cuidado, eso sí) sesenta y seis antiguas campanas aplastadas en todas las series y formas que se me iban ocurriendo. Tenían un sonido hermoso, como apagado, como si después de tañerlas pusieras una mano encima para ahogar la vibración y, con todo, de alguna manera, siguieran palpitando. Era, sin duda, un sonido muy chino, muy diferente a lo que estaba acostumbrada a oír e indiscutiblemente bello de no ser por mi terrible interpretación que no atinaba a dar, ni por casualidad, con la escala de ocho notas occidentales. No se parecía en absoluto al sonido de las campanas eclesiásticas aunque quizá su antigüedad y su capa de cardenillo modificaban en algo la resonancia original. De pronto, alguien me puso una mano en el hombro.

—¿Sí? —pregunté sorprendida, volviéndome y viendo a Lao Jiang.

—Por favor, se lo suplico, ¿podría parar?

—¿Les molesta el sonido?

El maestro Rojo, que seguía sentado en el suelo, dejó escapar una espontánea y por completo insólita carcajada.

—Es insoportable, Elvira. Por favor, déjelo.

Hay cosas que no cambian en esta vida. Cuando era muy pequeña, antes de empezar a estudiar el odioso solfeo, me gustaba aporrear el piano de casa hasta que me arrancaban del asiento entre rabietas y me castigaban. Ahora, más de treinta años después, y en China, se volvía a producir la misma situación. Era mi aciago destino.

Dejé los mazos sobre la mesilla y me dispuse a pasar un rato de aburrimiento hasta que al maestro Rojo se le ocurriera alguna brillante idea que nos permitiera averiguar qué debíamos hacer con aquellas hermosas campanas. Por no malhumorarme saqué una bola de arroz de mi bolsa y empecé a mordisquearla. Estaba seca. Un té caliente me hubiera venido bien, pero con el arroz, al menos, se me calmaba el estómago. Para entretenerme mientras comía, me dio por contar campanas. Con el ideograma Metal, el de la casita, sólo había cinco
Bian Zhong
, con el de Tierra, nueve, con el de Fuego, trece, con el de Madera, diecisiete y con el de Agua, veintidós. Si Biao hubiera estado allí, seguramente ya habría encontrado alguna relación numérica entre esas cifras. De todos modos, no era difícil: la serie se cumplía casi a la perfección sumando cuatro al número anterior, es decir, si había cinco casitas, cinco más cuatro, nueve campanas con el ideograma Tierra. Si a las nueve Tierras le sumábamos cuatro, teníamos los trece Fuegos. Trece Fuegos más cuatro, diecisiete Maderas. La cosa no terminaba de encajar con el Agua, porque, según la serie, debería haber veintiuna campanas con el carácter Agua, pero había veintidós. Sobraba una, y de Agua precisamente, el elemento regente del reinado de Shi Huang Ti, además de que había más campanas de Agua que de ningún otro elemento. El Agua era lo más abundante en aquel
Bian Zhong
. Y, después, en orden decreciente, la Madera, el Fuego, la Tierra y el Metal. ¿Qué había dicho el maestro de Wudang sobre los Cinco Elementos? Recordaba vagamente algo sobre que eran distintas manifestaciones de la energía qi, que todos estaban relacionados entre sí y con otras cosas como el calor y el frío, los colores, las formas... Vaya, ¿por qué había tenido que dejarles a los niños mi libreta con las anotaciones? Hice un esfuerzo de memoria visual, intentando recordar no lo que había dicho el maestro de Wudang sino lo que yo había dibujado, ¿Qué apunte había tomado usando unos animales? Ah, sí, ya me acordaba: había pintado los cuatro puntos cardinales con una tortuga negra al norte representando el elemento Agua, un cuervo rojo al sur que era el Fuego, un dragón verde al este para la Madera, un tigre blanco al oeste simbolizando al Metal y una serpiente amarilla en el centro que era el elemento Tierra.

Bueno, pero todo eso no me servía de nada. Continuaba sobrándome Agua en aquel carillón gigantesco que debía de pesar varias toneladas. Me alejé para tomar asiento en el suelo junto al maestro Rojo. Lao Jiang me siguió.

—¿Y bien, maestro? —le preguntó.

—Podría tratarse de algún tipo de composición musical basada en cualquiera de los dos ciclos de los Elementos, el creativo y el destructivo.

Lao Jiang asintió con la cabeza. Yo no recordaba haber escuchado nada sobre esos dos ciclos aunque a lo peor sí y lo había olvidado.

—¿Qué ciclos son esos, maestro Jade Rojo?

—Los Cinco Elementos están estrechamente relacionados entre sí,
madame
—me explicó—. Sus vínculos pueden ser creativos o destructivos. Si son creativos, el Metal se nutre de la Tierra, la Tierra se nutre del Fuego, el Fuego se nutre de la Madera, la Madera se nutre del Agua y el Agua se nutre del Metal, cerrando el ciclo. Si, por el contrario, sus vínculos son destructivos, el Metal se destruye por el Fuego, el Fuego se destruye por el Agua, el Agua se destruye por la Tierra, la Tierra se destruye por la Madera y la Madera se destruye por el Metal.

Algún
Bian Zhong
resonó dentro de mi cabeza al oír aquella retahíla de elementos nutriéndose y destruyéndose mutuamente.

—¿Podría repetirme el primer ciclo, por favor, el creativo? —le pedí al maestro Rojo.

Me miró extrañado pero hizo un gesto afirmativo.

—El Metal se nutre de la Tierra, la Tierra se nutre del Fuego, el Fuego se nutre de la Madera, la Madera se nutre del Agua y el Agua se mitre del Metal.

—¿Empieza por el Metal debido a alguna razón o podría hacerlo por cualquiera de los otros Elementos?

—Bueno, así los aprendí y así suelen venir en los libros más antiguos pero, si usted lo desea, puedo decirle el ciclo empezando por el Elemento que me pida.

—No, no es necesario, gracias. ¿Podría repetirlo completo otra vez?

—¿Otra vez? —se alarmó Lao Jiang.

—Por supuesto,
madame
—consintió amablemente el maestro—. El Metal se nutre de la Tierra...

Cinco campanas con el ideograma Metal; cinco más cuatro, nueve campanas con el ideograma Tierra.

—... la Tierra se nutre del Fuego...

Nueve campanas con el ideograma Tierra; nueve más cuatro, trece campanas con el ideograma Fuego,

—... el Fuego se nutre de la Madera…

Trece campanas con el ideograma Fuego; trece más cuatro, diecisiete campanas con el ideograma Madera.

—... la Madera se nutre del Agua...

Diecisiete campanas con el ideograma Madera; aquí me fallaban las cuentas porque diecisiete más cuatro eran veintiuno y tenía veintidós campanas con el ideograma Agua.

—... y el Agua se nutre del Metal, cerrándose así el círculo para volver a empezar. ¿Por qué le interesa tanto el ciclo creativo de los Cinco Elementos?

Les conté lo del número creciente de campanas según el ciclo creativo y lo de esa campana de Agua que me sobraba aunque no sabía por qué.

El maestro se quedó muy pensativo.

—El ciclo creativo... —repitió, al fin, en susurros.

—Sí, el ciclo creativo —le confirmé—. ¿Qué pasa con él?

—La nutrición,
madame
, el sustento que vigoriza y robustece, un elemento alimentando al siguiente para que sea más fuerte y poderoso y pueda, a su vez, alimentar al siguiente y ése a otro y así hasta volver al punto de origen. Hay algo en lo que usted no se ha fijado. Supongamos que esa campana del Elemento Agua que le sobra, en realidad no le sobrase sino que fuera el principio, el origen de esa cadena de elementos reforzándose unos a otros. Empezaríamos, pues, por una campana del elemento Agua a la que sumaríamos cuatro para seguir con ese incremento que usted ha descubierto y, ¿qué tendríamos? Cinco campanas del Elemento Metal, las que usted situaba en primer lugar, y de este modo, incluso, encajarían perfectamente las veintiuna
Bian Zhong
que antes tanto le estorbaban cuando eran veintidós. Así pues, ¿qué tenemos? Un diseño de nutrición entre los Cinco Elementos que empieza y termina con el Agua, fundamento y emblema del Primer Emperador.

—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con las campanas? —preguntó desconcertado Lao Jiang.

—Aún no lo sé, Da Teh —repuso el maestro poniéndose ágilmente de pie y caminando hacia el
Bian Zhong
—, pero no es rara casualidad numérica. Probablemente hayamos dado con la partitura musical aunque no sepamos interpretarla.

El anticuario y yo le seguimos hasta colocarnos a su lado, frente al gran bastidor de bronce, pero no vi nada que no hubiera visto antes y tampoco se me ocurrió cómo llevar aquel ciclo creativo hasta las sesenta y seis campanas con adornos de oro y plata que colgaban, tranquilas, de sus elegantes asas.

—¿Empezamos golpeando la campana de Agua más grande? —aventuré.

—Probemos —admitió esta vez Lao Jiang, adelantándose para coger los mazos antes que yo. Con paso decidido se dirigió a la derecha del mueble, donde estaban las
Bian Zhong
más grandes, buscó el ideograma del Elemento Agua y golpeó. El sonido, grave y hueco, reverberó ahogadamente durante un buen rato, pero no ocurrió nada.

—¿Debería golpear ahora las cinco campanas del Elemento Metal? —preguntó Lao Jiang.

—Adelante —dijo el maestro—. Hágalo por tamaño, de mayor a menor. Si no funciona, lo haremos al revés.

Pero tampoco sucedió nada. Ni tampoco cuando, después, tañó las nueve campañas de Tierra, las trece de Fuego, las diecisiete de Madera y las veintiuna de Agua. Un rato antes, Lao Jiang se había quejado del ruido que hacía yo golpeando las campanas pero ahora se le veía muy a gusto divirtiéndose con los mazos. Ver para creer. Cuando tocaba él, el sonido no le molestaba. La repetición de la serie al revés tampoco produjo resultados así que terminamos regresando al suelo, absolutamente desanimados y con los oídos medio sordos.

—¿Qué se nos está escapando? —pregunté desolada—. ¿Por qué no damos con la dichosa partitura?

—Porque no es una partitura,
tai-tai
, es una combinación de pesos —dijo una voz tímida a nuestra espalda.

Other books

Far From Home by Megan Nugen Isbell
A Taste of Utopia by L. Duarte
The Runaway by Grace Thompson
Fearless by Christine Rains
The Altar Girl by Orest Stelmach