Todo se derrumba

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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Título original:
Things fall apart

Chinua Achebe, 1958

Traducción: Fernando Santos

Editor original: Eduardo85 (v1.0)

ePub base v2.0

 

Okonkwo es un gran guerrero, cuya fama se extiende por toda el África Occidental, pero cuando mata accidentalmente a un prohombre de su clan es obligado a expiar su culpa con el sacrificio de su hijastro y el exilio. Cuando por fin puede regresar a su aldea, la encuentra repleta de misioneros y gobernadores británicos; su mundo se desintegra, y él no puede más que precipitarse hacia la tragedia. Publicada por vez primera en 1958, Todo se desmorona se asocia con las narraciones orales, pero también con la tragedia griega y las grandes novelas del XIX.

Chinua Achebe

Todo se derrumba

ePUB v1.0

Eduardo85
24.05.12

Girando y girando en órbita creciente

El halcón ya no oye al halconero;

Todo se derrumba; el centro ya no aguanta;

El mundo resume en la mera anarquía.

W. B. YEATS: «El Segundo Advenimiento»

PARTE I
Capítulo I

O
KONKWO
era muy conocido en las nueve aldeas e incluso más allá. Su fama se basaba en unos éxitos personales considerables. Cuando era un muchacho de dieciocho años había dado honra a su pueblo al vencer a Amalinze El Gato. Amalinze era el gran luchador invicto desde hacía siete años, desde Umuofia hasta Mbaino. Lo llamaban El Gato porque nunca daba con las espaldas en tierra. Ese era el hombre al que derribó Okonkwo en una pelea que los ancianos convenían había sido la más dura desde que el fundador de su pueblo combatió siete días y siete noches con un genio de la espesura.

Los tambores batían, las flautas cantaban y los espectadores contenían el aliento. Amalinze era un luchador muy astuto, pero Okonkwo era más escurridizo que el pez en el agua. En los brazos de ambos resaltaban cada nervio y cada músculo, igual que en las espaldas y los muslos, y casi se podía oír cómo todo se tensaba hasta casi romperse. Al final, Okonkwo derribó al Gato.

Aquello había sido hacía muchos años, veinte años o más, y en todo aquel tiempo la fama de Okonkwo había crecido como un fuego de sabana durante el
harmattan
. Era alto y muy fornido, y con sus cejas tupidas y su nariz anchísima tenía un aspecto muy grave. Respiraba muy hondo, y se decía que cuando dormía sus mujeres y sus hijos, en las casas de al lado, podían oír su respiración. Al andar apenas si tocaba el suelo con los talones y parecía andar sobre muelles, como si estuviera a punto de lanzarse sobre alguien. Y es verdad que muchas veces se lanzaba sobre la gente. Era algo tartamudo, y cuando se enfadaba y no podía decir las cosas tan rápido como quería, empleaba los puños. No soportaba a los fracasados. No soportaba a su padre.

Unoka, pues así se llamaba su padre, había muerto hacía diez años. Toda su vida había sido mal proveedor y perezoso, y era totalmente incapaz de pensar en el mañana. Si tenía algún dinero, cosa nada frecuente, inmediatamente se compraba calabazas de vino de palma, llamaba a los vecinos y se divertía. Siempre decía que cuando le veía la boca a un muerto comprendía lo tonto que era no comer lo que se podía en vida. Unoka, naturalmente, tenía deudas, y le debía algo de dinero a cada uno de los vecinos, desde unos cuantos cauríes hasta cantidades considerables.

Era alto, pero muy delgado y andaba algo encorvado. Tenía siempre un gesto sombrío y apesadumbrado, salvo cuando estaba bebiendo o tocando la flauta. Tocaba muy bien la flauta, y cuando mejor lo pasaba era durante las dos o tres lunas siguientes a la cosecha, cuando los músicos de la aldea bajaban los instrumentos que tenían colgados encima de la chimenea. Unoka tocaba con ellos, con la cara radiante de felicidad y de paz. A veces otra aldea pedía a la banda de Unoka y a sus bailarines
egwugwu
que fueran a pasar unos días con ellos y les enseñaran sus melodías. Se iban a pasar con esos anfitriones hasta tres o cuatro mercados, y hacían música y fiestas. A Unoka le encantaban la buena comida y la buena compañía, y le encantaba la estación del año en que cesaban las lluvias y el sol salía todas las mañanas con una belleza deslumbrante. Y tampoco hacía calor, porque del norte llegaba el viento frío y seco del
harmattan
. Algunos años el
harmattan
era muy fuerte y el aire se llenaba de una espesa niebla. Entonces los ancianos y los niños se sentaban en torno a las hogueras para calentarse. A Unoka le encantaba todo, y le encantaban los primeros milanos que volvían con la estación seca y los niños que les cantaban canciones de bienvenida. Recordaba su propia infancia, cómo muchas veces se echaba a andar a ver si veía un milano planeando calmadamente en el cielo azul. En cuanto veía uno se ponía a cantar con toda su alma para darle la bienvenida de su larguísimo viaje, y le preguntaba si a su regreso había traído unas varas de paño.

De aquello hacía años, cuando era joven. El Unoka adulto era un fracasado. Era pobre, y su mujer y sus hijos apenas si tenían para comer. La gente se reía de él porque era perezoso, y juraba que nunca le volvería a prestar dinero porque nunca lo devolvía. Pero Unoka era uno de esos hombres que siempre conseguían más préstamos, e iba acumulando las deudas.

Un día un vecino llamado Okoye fue a verlo. Unoka estaba reclinado en un lecho de tierra en su choza, tocando la flauta. Inmediatamente se levantó y le dio la mano a Okoye, quien entonces desenrolló la piel de cabra que llevaba el brazo y se sentó. Unoka fue a la habitación de dentro y volvió en seguida con un disco pequeño de madera que contenía una nuez de cola, unos granos de cubeba y un pedazo de tiza blanca.

— Tengo cola —anunció al sentarse, y le pasó el disco a su huésped.

— Gracias. Quien trae nuez de cola trae la vida. Pero creo que deberías partirla tú —replicó Okoye devolviéndole el disco.

— No, es para ti, creo —y así siguieron discutiendo un rato hasta que Unoka aceptó el honor de partir la nuez de cola. Entre tanto, Okoye tomó el pedazo de tiza, dibujó unas líneas en el suelo y después se pintó el dedo gordo del pie.

Mientras Unoka rompía la nuez de cola rezó a sus antepasados para pedirles larga vida y salud y protección contra sus enemigos. Después de comérsela hablaron de muchas cosas: de cómo las lluvias largas estaban inundando las plantaciones de ñame, de la próxima fiesta de los antepasados y de la guerra inminente con la aldea de Mbaino. Unoka nunca estaba contento cuando se aproximaba una guerra. De hecho, era un cobarde y no podía soportar la vista de la sangre. De manera que cambió de tema y empezó a hablar de música, con el rostro radiante. Podía oír mentalmente los ritmos emocionantes e intrincados del Ekwe y del udu y del
ogene
, y podía oír cómo su propia flauta iba entrando y saliendo en ellos y los adornaba con una melodía llena de color y quejumbrosa. El efecto final era alegre y airoso, pero si se fijaba uno en la flauta a medida que iba subiendo y bajando, y después se quebraba en períodos cortos, se advertía que allí había penas y pesares.

También Okoye era músico. Tocaba el
ogene
. Pero no era un fracasado como Unoka. Tenía un granero grande lleno de ñames y tenía tres esposas. Y ahora iba a tomar el título de Idemili, el tercero en importancia de la región. Era una ceremonia muy cara y estaba acopiando todos sus recursos. De hecho, ése era el motivo por el que había ido a ver a Unoka. Carraspeó y empezó:

— Gracias por la nuez de cola. No sé si te has enterado del título que me propongo tomar en breve.

Aunque había hablado claramente hasta entonces, Okoye dijo la siguiente media docena de frases en proverbios. Entre los ibos se tiene en mucha consideración el arte de la conversación, y los proverbios son el aceite de palma con el que se aderezan las palabras. Okoye era un gran conversador y habló largo rato, girando en torno al tema, y por fin dio de lleno en él. En resumen, quería pedirle a Unoka que le devolviera los doscientos cauríes que le había pedido prestados hacía más de dos años. En cuanto Unoka comprendió a lo que iba su amigo, rompió en carcajadas. Se rió mucho y en voz muy alta, y la voz le resonaba clara como el
ogene
y se le saltaron las lágrimas. Su visitante, sorprendido, se quedó mudo. Al final Unoka logró dar una respuesta, entre nuevas carcajadas.

— Mira esa pared —dijo señalando a la pared de enfrente de la cabaña, que estaba frotada de tierra roja para que brillase.— Mira esas rayas de tiza —y Okoye vio varias series de rayas perpendiculares cortas dibujadas con tiza. Había cinco series, y la más pequeña tenía diez líneas. Unoka tenía sentido de lo dramático e hizo una pausa, durante la cual tomó un pellizco de rape y aspiró ruidosamente, y después continuó:

— Cada serie representa una deuda con alguien, y cada raya representa cien cauríes. Mira, a ése le debo mil cauríes. Pero no ha venido a despertarme por la mañana para reclamarlos. Te pagaré, pero no hoy. Nuestros ancianos dicen que el sol calentará a quienes están de pie antes que a quienes se arrodillan ante ellos. Primero pagaré mis mayores deudas —y tomó otro pellizco de rapé, como si eso equivaliera a pagar primero sus mayores deudas. Okoye volvió a enrollar su piel de cabra y se fue.

Cuando murió Unoka no había tomado ningún título y tenía muchas deudas. ¿Es de extrañar, pues, que su hijo Okonkwo se avergonzara de él? Por suerte, entre esta gente a cada hombre se lo juzgaba conforme a su propio valor y no al valor de su padre. Era evidente que Okonkwo estaba destinado a grandes cosas. Todavía era joven, pero ya se había hecho famoso como el mejor luchador de las nueve aldeas. Era un agricultor rico y tenía dos graneros llenos de ñames y acababa de casarse con su tercera mujer. Y, por añadidura, había tomado dos títulos y había mostrado un valor increíble en dos guerras intertribales. De forma que, aunque Okonkwo todavía era joven, ya era uno de los hombres más importantes de su época. Su pueblo respetaba la edad, pero reverenciaba el éxito. Como decían los ancianos, si un niño se lavaba las manos podía comer con los reyes. Evidentemente, Okonkwo se había lavado las manos, de forma que comía con los reyes y con los ancianos. Y así fue como le correspondió cuidar del muchacho condenado que sacrificaron sus vecinos al pueblo de Umuofia para evitar la guerra y el derramamiento de sangre. El malhadado muchacho se llamaba Ikemefuna.

Capítulo II

O
KONKWO
acababa de apagar la lámpara de aceite de palma y de estirarse en la cama de bambú cuando oyó el
ogene
del pregonero que penetraba el aire de la noche.
Gome
,
gome
,
gome
,
gome
, tronaba el metal hueco. Después el pregonero dijo su mensaje y, al final, volvió a golpear su instrumento. Y el mensaje era éste. Se pedía a todos los hombres de Umuofia que mañana por la mañana se reunieran en la plaza del mercado. Okonkwo se preguntó qué pasaría, pues desde luego estaba seguro de que algo andaba mal. Había percibido un claro tono de tragedia en la voz del pregonero, e incluso ahora lo seguía oyendo mientras se iba apagando lentamente en la distancia.

La noche era muy tranquila. Siempre eran tranquilas, salvo cuando había luna. La oscuridad significaba un vago terror para aquella gente, incluso para los más valientes. A los niños se les advertía que no silbaran de noche, por miedo a los malos espíritus. Los animales peligrosos se hacían todavía más siniestros e impredecibles en la oscuridad. De noche nunca se mencionaba a la serpiente por su nombre, porque lo oiría. Se hablaba de una cuerda. De manera que aquella noche concreta, a medida que la voz del pregonero se iba quedando gradualmente absorbida por la distancia, volvió a reinar en el mundo el silencio, un silencio vibrante intensificado por el chirrido universal de un millón de millones de insectos de la selva.

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