Tormenta de sangre (31 page)

Read Tormenta de sangre Online

Authors: Mike Lee Dan Abnett

El guardia levantó la anilla con ambas manos, inspiró profundamente y alzó la puerta de la trampilla con lentitud y cuidado. Una rojiza luz de antorchas salió por el hueco y transformó a los tres druchii en figuras infernales bañadas de tonos rojos y anaranjados. Desde abajo ascendió, a modo de humo, un hedor a podredumbre y grasa fundida.

Malus vio el tramo superior de una escalera curva, y un ancho descansillo iluminado por antorchas colocadas en tederos a lo largo de las paredes. En su mayor parte, el descansillo se hallaba sumido en sombras, pero vio claramente una puerta de madera situada casi directamente debajo. Sin pronunciar palabra, Malus le dio la ballesta a Hauclir y bajó las piernas hacia la escalerilla que conducía hasta el suelo.

Descender al interior de la torre era como sumergirse en un baño de vapor. El aire estaba cargado y húmedo, y parecía estremecerse con vida propia. Se adhería como aceite a la piel desnuda de Malus, se le metía por todos los orificios y rendijas, y le causaba un agudo escozor. Avanzó sigilosamente hacia la puerta y desenvainó una de las espadas. Desde las plantas inferiores ascendía por el pozo de la escalera un estruendo confuso. Malus imaginó un salón alargado lleno de skinriders que se preparaban para zarpar. A esas alturas, estarían mirando con curiosidad al mensajero que corría entre ellos.

El noble miró hacia la escalerilla: Hauclir, el último en descender, ya se encontraba a medio camino del suelo, y el resto de los corsarios estaban alrededor de la escalera y lo miraban en espera de órdenes. Malus les dijo a dos ballesteros que cubrieran la escalera, y les hizo un gesto a los demás para que lo acompañaran. A continuación, se volvió y posó una mano sobre la anilla de hierro de la puerta. Con precaución, abrió apenas la puerta y miró a través de la estrecha rendija para inspeccionar la habitación del otro lado. La estancia estaba apenas iluminada por la luz de dos braseros casi apagados que proyectaban un suave resplandor sobre lo que parecía una mesa. Encima había una figura que se debatía débilmente, al parecer atada con cuerdas. En la sala predominaba un fuerte olor a sangre derramada, además del ya familiar hedor a podredumbre.

Malus abrió la puerta de par en par y se precipitó al interior de la habitación, con la espada a punto y observando los rincones en penumbra, por si en ellos aguardaba algún enemigo. Pero, salvo el desdichado que yacía sobre la mesa, no había nadie. Durante un momento, el noble miró a su alrededor con una mezcla de alivio y consternación.

La sala era como un rústico santuario del Dios de Manos Ensangrentadas. La mesa de madera que había en el centro estaba desgastada y manchada por capas y más capas de sangre seca, y el suelo de madera estaba pegajoso de charcos de sangre vieja. La temblorosa figura que se encontraba sobre la mesa, con los brazos y las piernas abiertos, estaba desnuda y había sido —«bastante toscamente», observó Malus de pasada— desollada de cintura para arriba. Gusanos, moscas y avispas rojas caminaban sobre la carne brillante. Dientes amarillos destellaban desde las encías torturadas y la musculatura descubierta de la mandíbula; la boca se movía, pero de la destrozada garganta del hombre no salía más que un torturado susurro.

Ante los nichos que había en tres de las paredes, habían colgado cortinas de piel. En la pared opuesta a la puerta se alzaba una estatua de tamaño real de lo que parecía ser un skinrider de anchos hombros con la capucha adornada por dos enormes cuernos curvados hacia abajo; tenía la mano derecha extendida hacia la mesa de desollamiento como si exigiera la parte de carne que le era debida. Los skinriders habían cubierto la estructura de la estatua con voluminosos ropones de piel, lo que le confería una inquietante apariencia de vida. Los pliegues se movían ligeramente a causa de la corriente de aire que originaba la puerta abierta.

Hauclir se encontraba de pie en la entrada y estudiaba la sala con una mueca de asco.

—¿Qué sitio es éste?

Malus se encogió de hombros. En el aire había una corriente subterránea de tensión que aumentaba y disminuía como los lentos latidos de un corazón invisible. «Más brujería», sospechó.

—Tal vez una especie de santuario —replicó al mismo tiempo que señalaba la estatua con la espada—. Sea lo que sea, es importante para los skinriders. Registrad los nichos.

Los corsarios se pusieron a trabajar con los cuchillos para rajar las cortinas y examinar los objetos que había detrás. Hallaron polvorientos libros de pergamino, cráneos enjoyados y armas doradas, potes de líquidos arcanos y cajas selladas, con curiosas runas grabadas, y atadas con alambre de plata.

—Parece una sala de tesoros —comentó Hauclir, que miraba un juego de dos espadas enjoyadas con sonrisa avariciosa.

—Recuerda lo que dijo Urial —le advirtió Malus—. Toca sólo lo imprescindible, a menos que quieras acabar viendo cómo la piel se te cae del cuerpo. —El noble estudió con atención los botines amontonados—. Ni una sola bolsa de monedas, lo que significa que el grueso de los botines está en otra parte, así que aquí sólo guardan las cosas más valiosas. —Frunció el ceño y empujó uno de los libros de pergamino con la punta de la espada—. De ser así, las cartas de navegación también tienen que estar aquí.

Se asomó a las umbrías profundidades de cada nicho. En la habitación había algo que no era del todo normal, pero no lograba determinar de qué se trataba. Giró trazando un círculo completo para estudiar las paredes, hasta volver a la estatua cornuda que se alzaba por encima de los corsarios, al otro lado de la estancia. Los ropones se movieron silenciosamente, y entonces Malus comprendió qué faltaba.

—En esta planta había una ventana —dijo a la vez que avanzaba hasta la estatua.

Extendió el brazo derecho y apartó los ropones con la espada. Detrás, no estaba el cuerpo de la estatua, sino que había una estrecha puerta de madera.

Sonrió como un lobo, cogió la anilla de hierro de la puerta y empujó. Al abrirse, dejó a la vista una segunda habitación iluminada sólo por la pálida luz lunar que entraba por la ventana situada al otro lado. Desde donde estaba, Malus vio recipientes cilindricos de madera llenos de rollos de pergamino, y el corazón se le aceleró. Entonces, procedente de las profundas sombras de uno de los rincones opuestos, le llegó un suave tintineo de cadenas.

—Una antorcha —pidió Malus al mismo tiempo que tendía una mano—. ¡De prisa!

Poco después, Hauclir estaba junto a él, tras haber cogido una de las antorchas de los tederos situados junto a la escalera. Malus arrancó el ropón que pendía de la pared, y que hizo volar una nube de moscas iridiscentes al caer al suelo. Con la antorcha en alto, entró lentamente en la sala.

Era, en efecto, el almacén de las cartas de navegación del campamento, con los recipientes de madera dispuestos alrededor de una mesa de madera, similar a la que había a bordo del
Saqueador
. Se oyó un brusco tintineo de cadenas cuando la luz de la antorcha inundó la estancia. Malus se orientó por el sonido y avanzó con la espada preparada.

La roja luz hizo que las sombras retrocedieran y, finalmente, cuando alcanzó el rincón, dejó a la vista una acurrucada figura consumida, sujeta con grilletes por las muñecas y los tobillos, cuyo cuerpo desnudo aparecía cubierto de mugre y llagas supurantes. El humano alzó unos brazos flacos como para protegerse de la brillante luz, y de repente se quedó inmóvil. Por encima del chisporroteo de la antorcha, Malus oyó que olfateaba furtivamente.

El humano se puso rígido. Su cara, parcialmente oculta por una melena de grasiento pelo negro, se volvió hacia el noble. Malus vio que al esclavo le habían sacado los ojos, cuyas cuencas eran entonces agujeros quemados y en carne viva al haber sido cauterizadas las heridas con metal caliente. Olfateó el aire como un sabueso y se puso a temblar. La desdentada boca se abrió de par en par cuando la desdichada criatura señaló a Malus con un dedo engarfiado y lanzó un horrendo alarido paralizante.

Por la garganta del humano no manó un mero sonido, sino una fuerza mágica que atravesó a los druchii como un viento gélido. El grito paralizó a los corsarios, que, conmocionados y doloridos, se cubrieron los oídos con las manos. Y el sonido continuó y continuó, mucho más de lo que habrían resistido los pulmones de un mortal.

Con los dientes desnudos, Malus le rugió al esclavo, y al sentir que la parálisis cedía ante el ardor de la cólera, corrió hacia el otro lado de la sala con la espada en alto. La curva hoja descendió como un rayo y la cabeza de la criatura rebotó en el suelo.

El repentino silencio resultó ensordecedor. Malus se tambaleó mientras intentaba despejar la mente, pero el trueno cada vez más potente de decenas de pies que subían pesadamente por la escalera de la torre centró con rapidez sus pensamientos. Se volvió hacia sus hombres.

—Coged los braseros de la sala de desollamiento, junto con cualquier otra cosa que pueda arder, y vaciadlos escaleras abajo... ¡Arrojad las antorchas, los ropones, todo! Con suerte, esta torre arderá como un pábilo de vela.

Hauclir pasó a la acción; Ies espetó órdenes a los hombres con el tono autoritario de un oficial consumado, y ellos corrieron a obedecer. Satisfecho de que sus órdenes estaban siendo cumplidas, Malus se volvió hacia los recipientes de madera, cogió los rollos de cartas más grandes y gruesos que pudo encontrar, y los ató con un bramante que sacó del cinturón. Luego, arrojó los rollos por la ventana con toda la rapidez posible.

Desde la escalera situada a su espalda llegaron alaridos, acompañados por el tañido de cuerdas de ballesta. Los corsarios arrojaron los braseros, que cayeron con estruendo, y siguió un alboroto general puntuado por el choque del acero. Malus cogió el cuerpo del esclavo por una muñeca y lo arrastró hacia el centro de la estancia, hasta que las cadenas quedaron tensas. Calculó que medían unos dos metros y medio cada una, y se puso a cortar las manos y los pies. Una vez que estuvieron libres las cadenas, tiró de las sujeciones que las unían a las paredes, pero por mucho que tironeó no logró que se soltaran. Se volvió hacia la puerta.

—¡Traedme una hacha!

Uno de los corsarios corrió hacia el interior de la sala; tenía un corte sangrante en la frente.

—La escalera está ardiendo, mi señor —jadeó—, pero los skinriders continúan cargando a través de las llamas. No sé durante cuánto tiempo podremos contenerlos.

El noble señaló la pared.

—Suelta tres de esas cadenas, sólo tres, y no tendremos que contenerlos por más tiempo.

—Como desees, mi señor —dijo el druchii, y se puso a la tarea.

Unos pocos hachazos más tarde, le tendía tres cadenas con la mano libre. Malus las cogió y corrió hasta la puerta.

—¡Retiraos a la sala de desollamiento! —les gritó a los hombres que defendían la escalera—. ¡Y barrad la puerta!

Mientras los corsarios se apartaban del descansillo en llamas, Malus se puso a trabajar en las cadenas. Enhebró una cadena a través del grillete cerrado de otra, y tiró de ella hasta que los dos grilletes se unieron. Luego, recogió una de las sujeciones en forma de U que había en el suelo, y la pasó primero por el grillete cerrado de la cadena que aún estaba unida a la pared, y después a través del último eslabón de una de las cadenas sueltas. Malus tendió una mano para que el corsario le entregara el hacha, y usó la parte posterior de la hoja, en forma de martillo, para cerrar la blanda sujeción de hierro. Tras comprobar rápidamente su obra, arrojó la larga cadena resultante por la ventana.

—No llegará hasta el suelo —dijo mientras devolvía el hacha—, pero se acercará bastante. ¡Ahora, adelante!

El corsario asintió y, sin pronunciar palabra, salió por la ventana. Malus se asomó y observó cómo el hombre descendía por la cadena y se dejaba caer ágilmente desde la corta distancia que lo separaba del suelo. Satisfecho, corrió a la sala de desollamiento. Los corsarios habían arrastrado hasta el otro lado de la estancia la pesada mesa con la víctima atada sobre ella para apoyarla contra la puerta, y entonces contemplaban la humeante puerta con creciente temor.

—Salid todos por la ventana —ordenó Malus—. ¡Cuando lleguéis al suelo, recoged tantas cartas de navegación como podáis, y luego corred hacia la empalizada!

Los corsarios obedecieron de inmediato. Hauclir retrocedió para situarse junto al noble.

—Está sucediendo algo —dijo mientras observaba la puerta con desconfianza—. Han dejado de gritar, pero me parece que oigo una salmodia por encima del ruido del fuego.

Tz'arkan despertó.

—Huelo a brujería —susurró el demonio—. Brujería potente. Has hecho enfadar mucho a alguien, Darkblade.

—Sal por la ventana —gruñó Malus—. ¡De prisa!

—Tú primero, mi señor —insistió Hauclir, y entonces la puerta estalló en una bola de llamas verdosas.

Astillas encendidas zumbaron letalmente al volar hacia el otro extremo de la sala y dejar detrás estelas de fuego. La pesada mesa de desollamiento pasó volando por encima de Malus y Hauclir, se hizo pedazos contra la cabeza y los hombros de la estatua cornuda, y roció a los druchii con sus restos. En la entrada había una figura envuelta en luz de fuego. Malus captó una fugaz visión de una forma desnuda y carente de piel que tenía incisiones a modo de complejas runas mágicas en las gruesas capas de músculos del pecho, y poseía ojos que eran como globos de abrasador fuego verde. Todo lo demás se convirtió en un borrón cuando dio media vuelta y corrió hacia la ventana abierta tan rápidamente como le permitieron los pies.

Malus saltó sobre la mesa de la sala de cartas náuticas y se aferró a la cadena con la mano libre. Detrás se oyó el sonido del acero al herir la carne, seguido de un torrente de palabras que sisearon malévolamente en el aire. Se produjo un destello de luz verdosa, y un poderoso estallido golpeó a Malus en el pecho y lo lanzó por la ventana. Cayó casi cuatro metros antes de que su cuerpo chocara contra la pared de la torre, cosa que enlenteció parcialmente el descenso. Aún medio ciego de dolor, logró rodear la cadena con las piernas y controlar la velocidad del resto de la caída. Cuando sus pies tocaron el suelo, se sorprendió tanto que se le doblaron las rodillas y se desplomó de costado. Un segundo más tarde, Hauclir impactó también contra el suelo, a su lado, con la ropa ardiendo sin llama y el pelo consumido.

Unas manos tiraron de él para intentar ponerlo de pie. Malus se levantó trabajosamente y alzó los ojos. Una luz verde hervía al otro lado de la estrecha ventana, y la parte superior de la torre estaba aureolada por coléricas llamas. Miró a su guardia.

Other books

Bucked by Cat Johnson
Love Is Lovelier by Jean Brashear
The Cardturner by Louis Sachar
After Earth: A Perfect Beast by Peter David Michael Jan Friedman Robert Greenberger
Lyn Cote by The Baby Bequest
Lost In Dreamland by Dragon, Cheryl
Rivals by David Wellington
The Guardian by Angus Wells