Read Tormenta de sangre Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—¡¿Qué puedo hacer para detenerlos?! —gritó mientras forcejeaba.
—Pero Malus, amado hijo mío —susurró el demonio—, no tienes más que pedirme ayuda.
Los fantasmas le hicieron perder pie y cayó bajo un mar de manos que intentaban aferrado y mandíbulas que trataban de morderlo.
Una criatura parecida a un pulpo se deslizó sobre su pecho y le envolvió la cara con los tentáculos. Los ojos verde jade brillaban con malévola inteligencia.
—¡Ayúdame, maldito seas! —gritó Malus. Los tentáculos se le metieron por la boca y reptaron sobre su lengua—. ¡Ayúdame!
—Así lo haré.
Una nueva ola de frío lo inundó como un torrente; no se trataba del gélido toque de los fantasmas, sino de una inundación de hielo negro que manó desde su pecho para propagarse por el resto del cuerpo. Un vapor oscuro ascendió de la pálida piel del noble, y a lo largo de la espada, se formó escarcha. Los fantasmas recularon, todos menos la criatura parecida a un pulpo, que no pudo soltarse con la rapidez suficiente; se le puso negra la piel, los ojos se volvieron de color azul pálido, y dejó escapar un sibilante alarido antes de que Malus la golpeara con una mano y la hiciera pedazos.
El esqueleto de pelo blanco retrocedió ante él, con los brazos alzados para protegerse. Malus se puso de pie con un rugido y le atravesó el pecho con la espada. El cuerpo se ennegreció al instante, y se hizo añicos al chocar contra el suelo. El noble alcanzó al príncipe elfo en plena huida; rió como un demente y le asestó un tajo en la parte posterior del cuello.
Todos los fantasmas se batían en retirada; se apartaban de él como las ondas de un estanque. Mató a un oso que tenía un solo ojo, al clavarle una profunda estocada en un flanco, y luego les cortó la cabeza a dos marineros humanos que pedían misericordia con débiles gritos lastimeros.
Más allá de los marineros, corría un corsario druchii. Ebrio de matanza, Malus saltó tras él con la humeante espada en alto. El corsario miró al perseguidor por encima del hombro, con ojos desorbitados por el terror. Malus reconoció de inmediato las cicatrices del cuerpo, pero el apergaminado rostro era una cruel parodia del semblante feroz de Tanithra.
La visión hizo que Malus se detuviera en seco al recordar la razón por la que había acudido a aquel lugar maldito. Durante un momento más, la observó dar traspiés por el terreno fracturado, y luego sacudió la cabeza y reemprendió el viaje hacia la torre, más decidido que nunca a encontrar el ídolo.
No había ni altas murallas ni imponentes puertas que protegieran la torre de Eradorius; el único portal de la base de la lisa torre casi parecía darle la bienvenida a Malus. Sólo las invisibles corrientes de poder que sentía en la piel desmentían la ilusión de seguridad. Cuanto más se aproximaba a la torre, más percibía la presencia del poder de disformidad que estaba contenido en su interior.
—Mira bien dónde pisas, Malus —le advirtió Tz'arkan. A tan escasa distancia de la torre, la presencia del demonio parecía latir dentro de él, aumentando y disminuyendo con los latidos de su corazón—. La tarea más difícil aún está por llegar.
El noble frunció el ceño.
—
El tomo de Ak'zhaal
dice que Eradorius está muerto.
—Tal vez, pero aún perdura su laberinto —replicó el demonio—. Eradorius construyó un laberinto tan sutil que él mismo quedó atrapado dentro. Piensa en eso y sé prudente, Darkblade.
—Ahórrame tus débiles intentos de sabiduría —se burló Malus mientras cubría los últimos metros que lo separaban de la torre y atravesaba la entrada—. Un laberinto no es más que un ejercicio mental. Eradorius estaba loco, pero yo... —Guardó silencio, al sentir que un manto de pavor se posaba sobre él.
—¿Sí, Malus?
—Nada —le espetó el noble—. Me cansan tus pullas, demonio. Veamos qué secretos guarda este laberinto.
Al otro lado de la entrada había un corto pasillo que llevaba hasta un espacio que al principio Malus tomó por algún tipo de galería abierta. El interior de la torre estaba inundado de una difusa luz verde, que parecía proceder de todas direcciones a un tiempo. Con la espada a punto, el noble entró.
El techo se perdía en una luminosa niebla esmeralda. Vio tres puertas de madera oscura, una a la izquierda, una a la derecha y otra justo enfrente. Las anillas de las puertas eran de plata pulimentada que destellaba en la luz. Malus las contempló de una en una. Mientras lo hacía, no podía librarse de la sensación de que lo estaban observando, pero no sabía desde dónde.
—Las puertas son idénticas —dijo al fin—. No tienen marcas distintivas ni se ven huellas en el polvo. Nada que señale la senda correcta.
—Todas las sendas conducen al centro del laberinto —susurró el demonio—. Como tú has dicho, no es una prueba para los pies, sino para la mente. ¿Estás seguro de que quieres seguirlo hasta el final? Este laberinto tiene conciencia, Darkblade. Te estudia mientras tú lo estudias a él. Y te destruirá si se lo permites.
El noble rió fríamente.
—¿Si se lo permito yo? ¿Qué clase de retorcida trampa es ésa?
—Pues de la peor de las clases —replicó el demonio, pero Malus ya no lo escuchaba.
Por impulso, el noble atravesó la estancia con tres rápidas zancadas y abrió la puerta situada frente a la entrada por la que había llegado.
Al otro lado, no había más que negrura absoluta, un vacío tan profundo que tiró de él y lo atrajo hacia su voraz abrazo. Malus sintió un viento frío en la cara mientras se precipitaba hacia las tinieblas.
Un peso blando se pegó contra su costado. Unos brazos le rodearon el pecho que ascendía y descendía al ritmo de la respiración. Malus se sobresaltó y se sentó bruscamente en medio de un enredo de sedosas sábanas.
El aire era fresco y olía a incienso. La cama era baja y ancha, de factura acorde con los gustos de los druchii, y estaba rodeada de capas de cortinas destinadas a retener el calor corporal. A través de las cortinas, Malus vio un arco de luz pálida situado frente a los pies de la cama. Todo lo demás estaba sumido en sombras; la mujer que tenía junto a él gimió suavemente en sueños, y rodó con languidez hasta quedar de espaldas. La débil luz iluminó un hombro desnudo y parte de una mejilla de alabastro. Tenía labios asombrosamente rojos, como si se los hubiera pintado con sangre fresca.
Malus sintió vértigo ante la visión, salió a trompicones de la cama y cayó sobre el oscuro suelo de pizarra. El gélido contacto de las baldosas hizo que el mundo recobrara la nitidez: se encontraba en un dormitorio ricamente amueblado de alguna parte de Naggaroth. ¿De qué otro modo podían explicarse el mobiliario, las baldosas de pizarra gris o la peculiar calidad de la luz que brillaba a través de las cortinas del otro lado de la habitación?
El noble captó un leve movimiento en uno de los umbríos rincones de la estancia. Miró precipitadamente a su alrededor en busca de una arma, y vio su espada tendida sobre un costoso diván situado cerca de la cama. La espada susurró fríamente al salir de la vaina mientras él se lanzaba hacia el lugar donde había visto el movimiento. Por un fugaz instante, creyó ver la forma de una figura encapuchada, poco más que una sombra entre los oscuros pliegues de las cortinas, aunque cuando llegó al rincón estaba vacío. Malus empujó los pesados pliegues con la punta de la espada, pero en sus profundidades no se ocultaba nadie.
Se volvió hacia el lecho que dominaba la amplia estancia, incapaz de librarse de una extraña sensación de mal presagio. Sin pensarlo, avanzó hasta una mesa cercana y cogió una copa de vino de una bandeja de plata. Había dejado el vino allí justo antes de irse a la cama; lo recordaba con claridad, como si lo hubiese hecho apenas momentos antes, pero el acto en sí de tocarlo parecía, de algún modo, raro.
—Vuelve a la cama, bribón —dijo la mujer con una voz que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda—. Tengo frío.
No podía pensar en nada que deseara más que volver junto a ella y respirar el perfume de su cremosa piel, pero incluso en eso subyacía una corriente de mal presagio que no podía explicar.
—Creí..., creí ver algo.
Para su sorpresa, ella se rió de la idea.
—¿Te asustas de las sombras?, ¿aquí, en la torre del vaulkhar? Ni siquiera el drachau está ahora tan bien protegido como tú.
Malus se quedó petrificado, con la copa a medio camino de los labios.
—¿Qué has dicho?
Oyó que ella se volvía de lado y la seda ondulaba sobre su piel desnuda.
—Ni siquiera el drachau está tan bien protegido como tú. Estoy segura de que te das cuenta de eso. Ya nadie más se atrevería a hacer un movimiento contra ti. ¿No es ése el objetivo por el que has estado luchando durante todos estos años?
Malus dejó la copa sobre la bandeja con cuidado, temeroso de que pudiera caer de sus dedos entumecidos. Como en sueños, avanzó hasta la ventana de delante de la cama y apartó las cortinas.
Una acuosa luz gris penetró en la estancia. Al otro lado de la estrecha ventana, vio la torre central de la fortaleza del drachau, en forma de espada. Era sólo unos pocos pisos más alta que la torre donde entonces se encontraba el noble; un grupo de torres más pequeñas que se alzaban como espeso bosquecilio negro en la base conformaban el conjunto de la fortaleza del vaulkhar.
Se encontraba en la torre de Lurhan, no en la suya. ¿Era ése el dormitorio del vaulkhar? Se le heló el corazón. Eso estaba mal; terrible, letalmente mal.
—No debería estar aquí —le dijo Malus a la mujer que yacía en el lecho.
La luz de la ventana abierta se reflejaba en las cortinas que pendían alrededor de la cama, y las volvía opacas. Oyó que el cuerpo de ella rozaba las sábanas, e imaginó que estaba sentándose y rodeándose las rodillas con un brazo.
—Anoche no te quejabas —replicó ella con una sensual risa entre dientes—. ¿Qué diferencia hay de un día al siguiente? Esta noche, el drachau te pondrá el
hadrilkar
en torno al cuello, y entonces esto será todo tuyo de verdad.
Ella volvió a moverse, y esa vez Malus vio que la silueta de su cuerpo adquiría forma al aproximarse a las cortinas.
—Dudo de que, un día después, alguien vaya a oponerse a que tomes posesión de las propiedades de Lurhan —dijo ella.
Las cortinas se abrieron y la vio, delineada en pálida luz solar. Tendió una esbelta mano hacia él.
Malus sintió que se le secaba la boca. El terror y el anhelo lo aferraron con igual fuerza. El deseo corría como fuego por sus nervios.
—Mis hermanos me matarán por esto —fue lo único que logró decir.
Los ojos violeta de ella lo miraron con expresión interrogativa.
—¿Tus hermanos? No se atreverían —replicó con una carcajada—. Tú fuiste el que Lurhan escogió por encima de todos los demás. —Sonrió, y los rojos labios hicieron un leve mohín—. Y para el vencedor son los despojos.
A Malus le dolían las manos. Desvió los ojos y vio que aferraba las gruesas cortinas con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. El terror lo inundó en oleadas, aun cuando una parte de él reaccionaba con insaciable lujuria a las palabras de ella. Dio un paso, luego otro, y echó a correr por la estancia, con una mano tendida hacia la brillante anilla de plata de la puerta de negros paneles que había a la izquierda de la cama. Mientras abría la puerta de par en par, ella lo llamó e hizo que sintiera una punzada de deseo al lanzarse a la oscuridad del otro lado.
Percibió olor a sangre y hedor a cuerpos destripados.
El aire de la sala estaba cargado, y era cálido debido a la presencia de muchos cuerpos vivos y no vivos. En lo alto de una pared de la sala hexagonal brillaba luz bruja dentro de un recipiente roto por un proyectil arrojado durante la furiosa batalla, y las enloquecidas llamas proyectaban sombras monstruosas que cabriolaban sobre los lisos muros.
Uthlan Tyr yacía de espaldas, con los ciegos ojos fijos en el techo mientras la sangre que le quedaba manaba a borbotones por la terrible herida que tenía en el pecho. En una mano medio abierta aún retenía la empuñadura de la espada. Malus posó los ojos sobre el drachau y sintió el ardiente entusiasmo del triunfo mezclado con miedo. Los sirvientes y guardias del drachau yacían por toda la estancia; los guardias de Malus los habían pillado completamente desprevenidos, y los habían hecho pedazos en una explosión de violencia planificada con cuidado. Tyr y sus hombres no habían tenido la más mínima posibilidad.
Un sonido atravesaba los gruesos muros de la sala: las voces apagadas de un millar de nobles, que aumentaban y disminuían como la marea. En el centro de la estancia había una elaborada armadura sobre un soporte de roble ensangrentado. Silar Sangre de Espinas y Arleth Vann aguardaban junto a ella, con la cara salpicada de sangre y los ojos encendidos por la embriagadora batalla.
Malus vestía ropones sencillos y un kheitan sin adornos. No tenía
hadrilkar
alguno en torno al cuello, ni sentía el familiar peso de un par de espadas en la cadera. La luz verdosa danzaba sobre el agudo filo de la espada que descansaba en la mano cada vez más rígida del drachau. Sin pensárselo, fue a cogerla, pero una voz atravesó el aire cargado y lo detuvo.
—No toques la espada del drachau —dijo la voz. Era grave y serena, sorprendentemente tranquila en una sala que olía a campo de batalla—. No le quites nada ni permitas que su sangre te manche la ropa, o la armadura antigua te consumirá.
Malus se volvió hacia la voz. A su lado había una figura encapuchada, cuyo cuerpo quedaba oculto bajo pesados ropones negros. Del hombre radiaba una aura de poder gélido que desconcertó al noble. Comenzó a preguntarle al hombre quién era, pero una sensación de mal presagio que le resultaba demasiado familiar hizo que se detuviera. La figura se volvió a mirarlo, y la fría voz lo bañó al salir de la negrura del interior de la capucha.
—Tu triunfo aún no es completo, vaulkhar. Los nobles de Hag Graef aguardan. Ponte la armadura y acepta su lealtad, y entonces nadie podrá disputarte el gobierno.
El noble se volvió hacia la ornamentada armadura. Sobre un soporte cercano descansaba el
draich
encantado que llevaba el drachau durante el ritual del Hanil Khar. De repente, supo dónde estaba. ¿Cuántas veces había soñado con ese momento? ¿Cuántas veces había languidecido en su torre y había planeado cómo se apoderaría de la ciudad, a su debido tiempo?