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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (56 page)

De hecho, si consideramos cuán adecuadamente se fundamentan de un modo recíproco la evidencia natural y la moral, y que sólo existe entre ellas una cadena de argumentos, no debemos experimentar ningún escrúpulo para conceder que son de la misma naturaleza y se derivan de los mismos principios. Un prisionero que no posee ni dinero ni influjo descubre la imposibilidad de su huida tanto por la ión del carcelero como por los muros y rejas que le rodean, y en sus intentos de huida escoge más bien el romper la piedra y el hierro de aquéllos que el torcer la inflexible voluntad de aquél. El mismo prisionero, al ser conducido al cadalso prevé su muerte como cierta por la constancia y fidelidad de sus guardianes y por la operación del hacha o de la rueda. Su espíritu sigue una cierta serie de ideas: los soldados que rehúsan consentir su huida, la acción del ejecutor, la separación de la cabeza del cuerpo, hemorragia, movimientos convulsivos y muerte. Aquí se halla una cadena de causas naturales y voluntarias; pero el espíritu no halla diferencia entre ellas al pasar de un eslabón a otro ni está menos cierto del suceso futuro que si todo ello se hallase enlazado con las presentes impresiones de la memoria y sentidos por una serie de causas enlazadas por lo que acostumbramos a llamar necesidad física. La misma unión experimentada tiene el mismo efecto sobre el espíritu, ya sean los objetos enlazados motivos, voliciones y acciones o figuras y movimientos. Podemos cambiar los nombres de las cosas; pero su naturaleza y su acción sobre el entendimiento jamás cambian.

Yo me atrevo a afirmar que nadie intentará refutar estos razonamientos más que alterando mis definiciones y asignando un diferente sentido a los términos de causa y electo, necesidad, libertad y azar. Según mis definiciones, la necesidad es un elemento esencial de la causalidad, y, por consiguiente, la libertad, suprimiendo la necesidad, suprime las causas y es lo mismo que el azar. Como el azar se considera comúnmente que implica una contradicción, y en último término es contrario a la experiencia, existen los mismos argumentos contra la libertad y el libre albedrío. Si alguno altera las definiciones no puede pretender discutir con él mientras no conozca el sentido que asigna a estos términos.

Sección II - Continuación del mismo asunto.

Creo que se pueden indicar las tres siguientes razones del predominio de la doctrina de la libertad, aunque absurda en un sentido e ininteligible en el otro: Primero: después de haber realizado una acción, aunque confesemos haber sido influidos por particulares consideraciones y motivos, es difícil que nos persuadamos de que nos hallamos gobernados por la necesidad y que haya sido en absoluto imposible para nosotros haber obrado de otro modo, pareciendo implicar la idea de la necesidad algo de fuerza, violencia e imposición, de la que no somos conscientes.

Pocos son capaces de distinguir entre libertad de espontaneidad, como se la llama en las escuelas, y libertad de indiferencia, a saber: entre lo que se opone a la violencia y lo que designa una negación de la necesidad y las causas. La primera es el sentido más corriente de la palabra, y como ésta es la única especie de libertad que nos interesa conservar, nuestro pensamiento se ha dirigido principalmente a ella y la hemos confundido casi universalmente con la otra.

Segundo: existe una falsa sensación o experiencia aun de la libertad de indiferencia, que se considera como un argumento para su existencia real. La necesidad de una acción, ya sea de la materia, ya del espíritu, no es, hablando propiamente, una cualidad del agente, sino de un ser pensante o inteligente que puede representarse la acción, y consiste en la determinación de su pensamiento a inferir la existencia de aquélla de la de otro objeto precedente, lo mismo que la libertad o el azar no es más que la falta de esta determinación y un cierto desligamiento que sentimos al pasar o no pasar de la idea del uno a la del otro. Ahora bien: podemos observar que, aunque al reflexionar sobre las acciones humanas rara vez experimentamos este desligamiento o indiferencia, sucede muy comúnmente que al realizar nosotros mismos las acciones somos sensibles de algo semejante a ello, y como todos los objetos relacionados o semejantes son fácilmente tomados los unos por los otros, este hecho ha sido empleado como una prueba demostrativa, o aun intuitiva, de la libertad humana.

Experimentamos que nuestras acciones se hallan sometidas a la voluntad en muchas ocasiones, e imaginamos que experimentamos que la voluntad no se halla sometida a nada, porque cuando, por una negación de ello, somos llevados a someterlo a prueba experimentamos que aquélla se mueve fácilmente en toda dirección y produce una imagen de sí misma aun en el sentido en que no actúa. Esta imagen o movimiento débil, nos decimos a nosotros mismos, pudo ser realizada en la cosa misma, porque si esto se negase hallaríamos en un segundo ensayo que puede hacerse. Sin embargo, todos estos esfuerzos son vanos, y por muy caprichosas e irregulares que sean las acciones que podamos realizar, como el deseo de mostrar nuestra libertad es el único motivo de nuestras acciones, no podemos libertarnos nunca de los lazos de la necesidad. Nosotros podemos imaginar que experimentamos la libertad en nosotros mismos; pero un espectador puede comúnmente inferir nuestras acciones de nuestros motivos y carácter, y aun cuando él no pueda hacerlo, concluye en general que le sería posible si conociese perfectamente las circunstancias de nuestra situación y temperamento y los más secretos principios de nuestra constitución y ición. Ahora bien: ésta es la verdadera esencia de la necesidad según la precedente doctrina.

Una tercera razón de por qué la doctrina de la libertad ha sido generalmente mejor recibida en el mundo que su contraria procede de la religión, que innecesariamente se ha sentido muy interesada en esta cuestión. No hay método de razonar más común ni más censurable que intentar refutar en las discusiones filosóficas una ótesis bajo pretexto de sus peligrosas consecuencias para la religión y la moral.

Cuando una opinión nos lleva a absurdos es ciertamente falsa; pero no es cierto que una opinión sea falsa por sus consecuencias peligrosas. Tales tópicos deben ser, por consiguiente, omitidos como no sirviendo para descubrir la verdad, sino solamente para hacer odiosa la persona de un antagonista. Esto lo observo en general, sin pretender sacar alguna ventaja de ello. Me someto francamente a un examen de este género y me atrevo a afirmar que la doctrina de la necesidad, según mi explicación, es no sólo inocente, sino aun ventajosa para la religión y a la moralidad.

Defino la necesidad de dos modos, de acuerdo con las dos definiciones de causa, de la cual constituye un elemento esencial. La refiero o a la unión y conjunción constante de objetos análogos o a la inferencia en el espíritu del uno al otro. Ahora bien: la necesidad en estos dos sentidos se ha concedido universal, aunque tácitamente, en las escuelas, en el púlpito y en la vida corriente, como perteneciente a la voluntad del hombre, y nadie ha pretendido negar que podemos realizar inferencias referentes a las acciones humanas y que estas inferencias se fundan en una unión experimentada de acciones análogas con análogos motivos y circunstancias. En lo único en que puede disentir alguien de mí es en que quizá rehúsa llamar a esto necesidad -pero si el sentido se entiende espero que la palabra no dañará- o en que sostiene que existe algo más en las actividades de la materia. Ahora bien; que sea así o no, no tiene importancia para la religión, aunque pueda tenerla para la filosofía natural. Yo puedo engañarme afirmando que no tenemos otra idea de la conexión en las acciones de los cuerpos, y ulteriormente me instruiré gustoso acerca de este asunto; pero estoy seguro de que no atribuyo nada a las acciones del espíritu más que lo que les puede ser naturalmente concedido. Que nadie, pues, saque de mis palabras una construcción capciosa diciendo simplemente que yo afirmo la necesidad de las acciones humanas y las coloco en el mismo plano que la materia inerte. No adscribo a la voluntad la necesidad ininteligible que se supone existe en la materia, sino que adscribo a la materia la cualidad inteligible, llámese o no necesidad, que la más rigurosa ortodoxia debe conceder que pertenece a la voluntad. No cambio nada, por consiguiente, en los sistemas admitidos con respecto a la voluntad, sino tan sólo con respecto a los objetos materiales.

Es más: iré más lejos y afirmaré que este género de necesidad es tan esencial a la religión y a la moralidad, que sin él se seguiría una absoluta ruina de ambas, y que todo otro supuesto sería destructor de las leyes divinas y humanas. Es cierto de hecho que como todas las leyes humanas se basan en las recompensas y castigos, se supone como principio fundamental que estos motivos tienen una influencia sobre el espíritu y que ambos producen las acciones buenas y evitan las malas. Podemos dar a esta influencia el nombre que nos agrade; pero como se halla habitualmente enlazada con la acción, el sentido común requiere que sea estimada como una causa y considerada como un caso de esta necesidad que yo he querido establecer.

Este razonamiento es igualmente sólido cuando se aplica a las leyes divinas, en tanto que la divinidad se considera como un legislador y se supone que inflige castigos y concede recompensas con el designio de producir la obediencia. Pero mantengo también que aun cuando no actúa con su capacidad de juez, sino que se la considera como la vengadora de los crímenes, tan sólo por la repugnancia y deformidad de éstos, no sólo es imposible sin la conexión necesaria de causa y efecto de las acciones humanas que pueda ser infligido un castigo con justicia y equidad moral, sino que no puede caber en ninguna inteligencia de un ser racional que sea infligido. El objeto constante y universal del odio o la cólera es una persona o criatura dotada de pensamiento y conciencia, y cuando una acción criminal o injuriosa excita esta pasión, lo hace tan sólo por su relación con la persona o conexión con ella. Sin embargo, según la doctrina de la libertad o del azar, esta conexión se reduce a nada y los hombres no son más responsables de las acciones que han emprendido y premeditado que de las más fortuitas y accidentales. Las acciones son, por su propia naturaleza, temporales y perecederas, y cuando no proceden de alguna causa que radique en el carácter y disposición de la persona que las ha realizado no se relacionan con ella y no pueden redundar ni en su honor, bien, infamia o mal. La acción misma puede ser censurable, puede ser contraria a todas las leyes de la moralidad y la religión, pero la persona no es responsable de ella; y puesto que no procede de nada en ella durable o constante y no deja tras sí nada de esta naturaleza, es imposible que aquélla, por este motivo, se convierta en el objeto del castigo o la venganza. Según la hipótesis de la libertad, por consiguiente, es tan pura y honrada después de haber cometido el más horrible de los crímenes como en el momento de su nacimiento, y su carácter en nada se halla interesado en sus acciones, pues no son derivadas de él y la maldad de las unas no puede ser usada como prueba de la depravación del otro. Tan sólo sobre los principios de la necesidad adquiere una persona mérito o demérito por sus acciones, aunque la opinión común se incline a lo contrario.

Tan inconsecuentes son los hombres consigo mismos que aunque frecuentemente afirman que la necesidad destruye totalmente el mérito y demérito, tanto con respecto al género humano como a los poderes superiores, sin embargo, continúa razonando sobre estos principios de la necesidad en todos sus juicios referentes a este asunto. Los hombres no son censurados por las malas acciones que realizan sin saberlo y casualmente, sean las que sean sus consecuencias. ¿Por qué? Porque las causas de estas acciones son solamente momentáneas y terminan en ellas mismas.

Los hombres son menos censurados por las malas acciones que realizan apresurada e impremeditadamente que por las que cometen a sabiendas y con premeditación.

¿Por qué razón? Porque un estado de ánimo apresurado, aunque es causa constante en el espíritu, actúa sólo por intervalos y no daña al carácter total. Además, el arrepentimiento purifica de todo crimen, especialmente si va acompañado de una reforma evidente de la vida y maneras. ¿Cómo ha de explicarse esto sino afirmando que las acciones hacen de una persona un criminal tan sólo en cuanto son pruebas de pasiones de principios criminales en el espíritu, y que por una alteración de estos principios, si cesan de ser pruebas de ello, la persona cesa de ser criminal? Sin embargo, según la doctrina de la libertad o el azar no son aquéllas jamás pruebas, y, por consecuencia, la persona no será nunca criminal.

Aquí me dirijo a mi adversario y le deseo que liberte su propio sistema de estas odiosas consecuencias antes de atribuírselas al sistema de otro, o si prefiere que esta cuestión se decida por argumentos serenos entre los filósofos y no por declamaciones ante el pueblo, que dirija su atención a lo que yo he expuesto para probar que la libertad y el azar son sinónimos y lo relativo a la evidencia natural y moral y la regularidad de las acciones humanas. Después de revisar estos razonamientos no puedo dudar de una completa victoria, y, por consiguiente, habiendo probado que todas las acciones de la voluntad tienen sus causas particulares, paso a explicar qué son estas causas y cómo actúan.

Sección III - De los motivos que influyen la voluntad.

Nada es más usual en la filosofía, y aun en la vida común, que hablar de la lucha entre la pasión y la razón y darle preferencia a la razón y afirmar que los hombres son sólo virtuosos mientras se conforman a sus dictados. Toda criatura racional, se dice, se halla obligada a regular sus acciones por la razón, y si algún otro motivo concurre a la dirección de su conducta debe oponerle aquélla hasta que se halle en absoluto sometido a ella o al menos traído a conformidad con este principio superior. Sobre este modo de pensar parece fundarse la mayor parte de la filosofía moral antigua y moderna, y no hay más ancho campo, lo mismo para los argumentos metafísicos que para las declamaciones populares, como la supuesta preeminencia de la razón sobre la pasión. La eternidad, inmutabilidad y origen divino de la primera han sido desplegados para mayor ventaja; se ha insistido con fuerza sobre la ceguera, inconstancia y falsedad de la última. Para mostrar la falacia de toda esta filosofía intentaré primero probar que la razón por sí sola jamás puede ser motivo de una acción de la voluntad, y segundo, que jamás puede oponerse a la pasión en la dirección de la voluntad.

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