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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (21 page)

—Esta —dijo— es la última vez que quiero oír hablar de ninguno de ustedes. Si se olvidan de que existo, me olvidaré de que existen.

Le clavó la mirada a García Medina para comprobar que había quedado bien claro. Sólo cuando se cercioró de ello, le permitió guardarse el disco en el bolsillo de la americana.

Acto seguido, Monroy les dio la espalda y echó a caminar en dirección a la salida de la Alameda que daba a la esquina de la calle Muro. No supo qué hacían, pero les supuso respirando aliviados, felicitándose por el «final feliz» que para ellos había tenido la situación.

Al llegar a casa (después de visitar a Matías, que se encontraba ya mucho mejor y pasándoselo pipa con una película en la que Samuel L. Jackson ponía en jaque a toda la policía de la ciudad) fue a la nevera y sacó una cerveza.

Luego entró en el despacho e inició el ordenador. Sabía que no podía hacer nada más. Sobre lo de Loreto, no había nada que hacer. No había cadáver. Todos aquellos años en el cuerpo le habían servido a Silva para algo. Denunciar a Silva y a su gente por el asesinato de Paco Ruiz también le hubiera relacionado a él con el asunto. Y no quería líos en ese sentido. Por otro lado, dar publicidad a la filmación, le hubiera roto la vida a Paula. Eso en el caso de que se le hubiese podido dar publicidad. A nadie se le escapaba que García Medina tenía la suficiente influencia para bloquear cualquier tipo de emisión del mismo.

En cualquier caso, sabía que ahora ya sería imposible volver a tener relación alguna con Paula. Ahora sí que Ana Mari y el hombrecillo se esforzarían como nunca en echarle mierda encima a su imagen ante su hija. No les interesaba otra cosa. El miedo a que ella se enterase de cuáles eran sus vicios privados, de lo que eran capaces de hacer, bloquearía para siempre ese camino a Monroy.

Quizá precisamente por eso ahora, más que nunca, Monroy pensó en Paula. En Paula y en Loreto. En cómo la imagen de una le recordaba a la imagen de la otra. Y, mientras pensaba en ello, de forma mecánica, casi inconscientemente, seleccionó el archivo de vídeo que llevaba por nombre «cineduro0016» y pulsó la tecla de suprimir.

* * *

A Gloria no le contó nada acerca de cómo halló la muerte Loreto. Tampoco le comunicó que tuviera la más mínima sospecha sobre quién había asesinado a Ruiz. Y, mucho menos, se atrevió a contarle lo de Roque. Esto último, sobre todo, porque sentía una vergüenza infinita. Se limitó a contarle que había olvidado el disco compacto en la guantera, que ya lo había devuelto y que, por tanto, podían olvidarse definitivamente del asunto. Todo esto se lo dijo aquella misma tarde, mientras ella le ayudaba a elegir un sofá en lo de Saulo. Gloria se mostró conforme, más que nada porque, aunque no se lo dijese a él, opinaba que los secretos que él guardara, a él, única y exclusivamente, pertenecían. Por lo tanto, dijo que menos mal, que todo estaba mejor así y añadió a renglón seguido que el sofá de color rojo le parecía mucho más bonito que el gris perla y que, además, le parecía un color más limpio.

* * *

Silva llegó a casa sobre las diez de la noche. Dejó su ranchera en el garaje, salió del mismo y cruzó el patio hasta la entrada. Sacó las llaves, abrió la puerta y volvió a cerrar.

La casa le saludó con el silencio y, como primera medida, puso la tele, para oír algún rumor. Luego fue a su dormitorio, se quitó la cartuchera con su arma, un revólver Astra del 22 lr., y el reloj. Se sacó la cartera del bolsillo y la dejó, junto al reloj, sobre el tocador. Después guardó el arma dentro del primer cajón y se fue a la cocina.

Se preparó un bocadillo y cogió una cerveza del frigorífico. A mediodía había comprado seis latas. A tres por día. Dos días más tarde, tenía que reunirse con su familia en Maspalomas para pasar el fin de semana. Mientras tanto, soportaba gustoso el tener que prepararse la cena a cambio de poder consumirla bebiendo cerveza de verdad, y no aquella contradicción en los términos que la cerveza sin alcohol suponía.

Salió de la cocina con el bocadillo, con un plato para las migas, y la lata de cerveza. Se dirigió en dirección al cuarto de la tele, cuyo sonido le esperaba. Cenaría viendo la teleserie que acababa de empezar. Después, ya vería lo que daban.

Pasó ante el pequeño despacho en el que tenía el escritorio con el ordenador y continuó camino, pero, cuando ya casi llegaba al salón, se dio cuenta de que, al pasar, había visto iluminada la pantalla del ordenador. Sin dejar de avanzar, se preguntó si podía equivocarse. Intentó recordar cuándo lo había utilizado por última vez. Al llegar al salón, decidió comprobarlo. Dejó allí el plato con el bocadillo y, cerveza en mano, volvió sobre sus pasos.

El escritorio estaba situado dando el perfil a la puerta, junto a la ventana. Nada más había en el exiguo cuarto, salvo aquella mesa, la silla giratoria y una estantería en la que se almacenaban revistas, disquetes y algunos manuales de informática. Efectivamente, la pantalla se hallaba iluminada y se escuchaba el casi imperceptible sonido del disco duro procesando. Se acercó al escritorio y tomó asiento.

La pantalla mostraba un documento de texto, que llevaba como encabezamiento «A quien pueda interesar». Dejó colgar su mandíbula un momento, tan sorprendido que no escuchó los pasos de Monroy hasta que ya casi estuvo a su lado.

—Lee, Silva —dijo Monroy—. Lee con tranquilidad. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Silva le miró y sintió un escalofrío. Monroy estaba allí, en medio de la habitación, con unos guantes de látex, apuntándole con su propio revólver, el Astra que acababa de guardar en el cajón.

—¿Qué es lo que crees que vas a hacer?

—Lee.

Silva, desorientado, leyó.

A quien pueda interesar.

Dejo este mundo por motivos que sólo a mí me conciernen. Lo único que debe aclarar esta nota es que muero por propia mano y que, por tanto, no debe acusarse a nadie, directa o indirectamente de mi muerte.

Pido perdón a mi mujer y a mi hija por el daño que voy a causarles.

José Manuel Silva Capillas.

Incrédulo, Silva miró a Monroy.

—¿Qué es esto?

—¿Qué va a ser? Tu nota de suicidio.

Evidentemente, Silva no creía que lo que estaba ocurriendo fuera en serio. Tomó otro trago de cerveza y soltó una carcajada.

—Es para mearse, Monroy. Qué cosas tienes, tío, la verdad. ¿Cómo has logrado meterte aquí sin que me diera cuenta? —Monroy le miró sin pronunciar palabra—. Hubieras sido el chorizo ideal… Joder, qué ironía! ¡En mi propia casa! Aunque, ya se sabe, en casa del herrero, cuchara de palo…

Monroy permaneció en su mutismo. En cambio, en su rostro había comenzado a dibujarse una sonrisa. Silva empezó a inquietarse.

—Bueno, ya está bien. ¿Qué querías demostrar? ¿Que puedes ser un tipo peligroso? Vale. Ya lo demostraste. Deja la pistola en su sitio y cierra la puerta al salir. Nadie te va a molestar, Monroy. Tienes mi palabra. Lo que te dije sobre tu amiga… Bah, ya sabes cómo es esto… Cosas del trabajo. Pero nadie va a ir a por ti… Yo ya he echado tierra sobre el asunto. Y tú deberías hacer lo mismo.

Monroy le dejaba hablar. Sabía que aquella verborrea era la forma en que Silva combatía el miedo que iba creciendo en él. Continuaría hablando en ese tono durante un rato. Después, comenzaría a cambiar de registro, al ver que estaba acorralado. Apelaría a su amistad, nombraría a Maribel, a Raquel, a las niñas. Incluso a Lucas, si era necesario. Acabaría gimiendo y suplicando, a la espera de que Monroy se confiara lo suficiente para bajar la guardia. Y, entonces, sólo entonces, intentaría algo. Pero Monroy decidió no darle esa oportunidad.

—Puedes añadir lo que quieras a la nota —le apostrofó de pronto, justo cuando aquél comenzaba a preguntarse en voz alta cuántos años hacía que se conocían.

La mirada que Silva le dirigió a la pantalla del ordenador fue, en principio, de verdadero pánico, pero acabó por apagarse en un gesto de resignación.

—¿Por qué hay que llegar a esto, Eladio?

Monroy dio un paso hacia él.

—Eso pregúntaselo a Roque —le contestó aquél, apuntándole a la cara y amartillando el revólver.

Silva inició un último acto, un gesto a la desesperada: cogió la lata de cerveza, con la evidente intención de lanzársela a Monroy y desorientarlo. No le dio tiempo. Si lo hubiera previsto, quizá hubiese podido. Pero la improvisación no permitió que lograra girarse un cuarto de vuelta, alzara el brazo y le arrojara la lata antes de que el cañón de su propio revólver produjese un fogonazo al hacerse efectivo un disparo cuyo sonido ni siquiera llegó a oír.

Monroy se quedó mirando el cadáver de Silva, que había caído hacia atrás arrastrando consigo a la silla. Esta había quedado tirada a su lado. Silva ya sólo era reconocible por su ropa. El tiro, efectuado desde muy cerca, le había chamuscado la piel alrededor del orificio abierto en medio de su rostro. Y aquellas quemaduras comenzaban ahora a mancharse con la sangre negra y abundante que fue formando un charco alrededor del sitio en el que se juntaba su nuca con el suelo. Monroy colocó el revólver en la mano izquierda de Silva (todo el mundo sabía que era zurdo), y salió de la habitación.

Fue al salón, apagó la tele y se metió el bocadillo en el bolsillo (los suicidas no suelen prepararse chivitos con lechuga y tomate) para tirarlo en el camino a casa.

Luego fue hacia la ventana por la que había entrado. Antes de salir, se preguntó si se le olvidaba algo. Se contestó que no y salió al fin. Luego saltó nuevamente la tapia, llegó hasta su coche, aparcado en la parte trasera, y arrancó. No encendería los faros hasta que no hubiese salido de la urbanización. Se le hacía difícil conducir, porque a la ausencia de luz se sumaban algunas lágrimas que brotaban ahora de sus ojos y que contribuían a dificultar su visibilidad.

* * *

Al entierro de Silva acudió la mitad del Cuerpo, todo Seguridad Ceys en peso y algunos sectores más. Allí estaban, por ejemplo, García Medina y Ana María, «profundamente consternados». En la comitiva que entró en el cementerio de San Lázaro, Monroy, que se había retrasado en llegar, coincidió en algún momento junto a Ulises. Éste, con la cara tumefacta y los puntos de la ceja aún sin curar del todo, le dirigió una mirada desde detrás de sus gafas de sol. Monroy, procurando que nadie se diera cuenta, le mantuvo la mirada y el otro no pudo sostenerla más que unos momentos. Después meneó la cabeza, miró al suelo y ralentizó el paso para no seguir andando a su lado.

Cuando hubo terminado el sepelio se acercó a saludar a Maribel y a su hija.

Maribel, con la incomprensión y el dolor marcados en el semblante, se derrumbó al verle. Le abrazó con fuerza y dejó que el dolor se desatase. Monroy respondió al abrazo. Se dijo, en esos instantes, que él era el responsable de ese mismo sufrimiento. No se arrepentía en absoluto de lo que había hecho, pero sabía que su culpa, por Maribel, le seguiría hasta el infierno. Y el hecho de que Maribel le hubiese elegido a él, entre todos los demás circunstantes, para aliviar su pena, aumentaba el peso de esa culpa hasta hacerlo insoportable.

Había hecho justicia, pero hacer justicia había resultado injusto para ella, que no se merecía aquello.

Cuando salió del cementerio e iba hacia su coche, pasó junto a García Medina y Ana María, que se disponían a entrar en el Saab. Ella fingió que buscaba algo por el suelo. García Medina, en cambio, le miró abiertamente. Inició ese gesto que suelen esbozar los que no saben qué decir en los funerales, el gesto del consabido No somos nadie. Monroy decidió no darle la oportunidad de que se comunicara con él como si fuera otro ser humano y desvió la mirada.

Acababa de alcanzar su auto cuando Déniz, como siempre sudoroso y como siempre encorbatado, pasó a unos metros de él y le saludó con la mano antes de perderse entre los demás asistentes rumbo a su propio vehículo.

* * *

Dos semanas más tarde, Déniz le telefoneó para decirle que seguían in albis con el asunto de Paco Ruiz.

—¿Y a mí qué me cuentas? —le respondió Monroy.

—No, hombre… No me interpretes mal… Te llamo para pedirte tu colaboración, por si recuerdas algo, algún detalle que nos pueda ayudar.

—Si supiera algo, ya te lo hubiera dicho.

—Ya… Supongo que sí. Bueno, de todas formas, si te acuerdas de algo, dame un telefonazo ¿vale?

—Serás el primero en saberlo —repuso Monroy antes de colgar y llamar gilipollas al señor comisario.

* * *

Pasó unas cuantas noches durmiendo poco y mal. Gloria, que de vez en cuando dormía a su lado, le escuchaba gemir entre sueños y despertarse con la frente empapada por el frío sudor de la angustia. Una de esas madrugadas, su duermevela le trajo la idea absurda y brutal de que estaba varias veces muerto. Se levantó, diciendo a Gloria que se tranquilizara y volviera a dormirse, que él iba a hacerse una tila.

En la cocina, prendió un cigarrillo y dejó que su mente conectara aquella idea perteneciente al sueño con consideraciones del territorio de la vigilia. Porque, en efecto, estaba vivo. Vivo y coleando. Pero también era cierto que la muerte le había visitado en varias ocasiones en los últimos tiempos. Cualquiera de aquellos funerales a los que había asistido recientemente, hubiera podido perfectamente ser el suyo. Que estuviera ahora ahí, fumando aquel cigarrillo, apoyando su mano sobre el poyo para asomar la cabeza por la ventana que existía más allá, era sólo cuestión de suerte. El azar, y no su destreza, su astucia o su fuerza le había librado de no ser Silva o Roque o incluso Paco Ruiz y llevar ya unas cuantas semanas pudriéndose en un nicho.

Sin embargo, había otra persona mezclada en todo aquel asunto que también había muerto y que ni siquiera había tenido ese privilegio. Era un ser tan anónimo en la muerte como probablemente lo había sido en vida. Había carecido hasta de un último homenaje. Y, pensando en su suerte, a Monroy se le ocurrió que él era el único que podía solucionar eso. Entonces recordó con qué había estado teniendo pesadillas, qué era lo que realmente le atormentaba. No se trataba de la muerte de Roque o de la de Silva, una causada indirecta, otra directamente por él. Lo que le atormentaba era otra cosa, también brutal, pero, si cabía, más terrible e injusta.

* * *

La calima se había disipado. Y las temperaturas comenzaban ya a suavizarse, aunque sólo un poco. Monroy se acercó al borde del precipicio y observó el cielo azul salpicado de tímidas nubes blancas. Estaba siendo el verano más largo y caluroso desde hacía años. Cuando el invierno llegara estaría, seguramente, a su altura. Pero nada permitía adivinarlo allí, en ese momento, sobre el sendero invulnerable que se abría ante él y golpeaba con fuerza el acantilado.

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