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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (30 page)

En la tumba que es mi memoria la veo ahora enterrada a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no la podría distinguir de la propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas a las armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lago sin fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un monomaníaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte, penetré hasta el altar mismo y no encontré... nada. Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos flameantes, me quedé inmóvil durante seis siglos sin respirar, mientras los acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo y el último símbolo,
pero no pude interpretar las expresiones de su rostro.
Sólo pude ver sus ojos brillando, enormes, luminosos, como senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos en los efluvios eléctricos de su visión incandescente.

¿Cómo había llegado a dilatarse así, más allá del alcance de la conciencia? ¿En virtud de qué monstruosa ley se había esparcido por la faz del mundo, revelando todo y, sin embargo, ocultándose a sí misma? Estaba escondida en la faz del sol, como la luna en eclipse; era un espejo que había perdido el mercurio, el espejo que refleja tanto la imagen como el horror. Al mirar la parte posterior de sus ojos, la carne pulposa y translúcida, vi la estructura cerebral de todas las formaciones, de todas las relaciones, de toda la evanescencia. Vi el cerebro dentro del cerebro, la máquina eterna girando eternamente, la palabra Esperanza dando vueltas en un asador, asándose, chorreando grasa, girando sin cesar en la cavidad del tercer ojo. Oí sus sueños musitados en lenguas desaparecidas, los gritos ahogados que reverberaban en grietas diminutas, los jadeos, los gemidos, los suspiros de placer, el silbido de látigos al flagelar. Le oí gritar mi nombre que todavía no había pronunciado, le oí maldecir y chillar de rabia. Oí todo amplificado mil veces, como un homúnculo aprisionado en el vientre de un órgano. Percibí la respiración apagada del mundo, como si estuviera fija en la propia encrucijada del mundo.

Así caminamos, dormimos y comimos juntos, los gemelos siameses a quienes Dios había juntado y a quienes sólo la muerte podría separar.

Caminábamos con los pies para arriba y las manos cogidas, en el cuello de la Botella. Ella se vestía casi exclusivamente de negro, salvo algunos parches purpúreos de vez en cuando. No llevaba ropa interior, sólo un vestido de terciopelo negro saturado d« perfume diabólico. Nos acostábamos al amanecer y nos levantábamos justo cuando estaba oscureciendo. Vivíamos en agujeros negros con las cortinas echadas, comíamos en platos negros, leíamos libros negros. Por el agujero negro de nuestra vida nos asomábamos al agujero negro del mundo. El sol estaba oscurecido permanentemente, como para ayudarnos en nuestra continua lucha intestina. Nuestro sol era Marte, nuestra luna Saturno, vivíamos permanentemente en el cenit del averno. La tierra había dejado de girar y a través del agujero en el cielo colgaba por encima de nosotros la negra estrella que nunca destellaba. De vez en cuando nos daban ataques de risa, una risa loca, de batracio, que hacía temblar a nuestros vecinos. De vez en cuando cantábamos, delirantes, desafinando, en puro trémolo. Estábamos encerrados durante la larga y oscura noche del alma, período de tiempo inconmensurable que empezaba y acababa al modo de un eclipse. Girábamos en torno a nuestros yos, como satélites fantasmas. Estábamos ebrios con nuestra propia imagen, que veíamos cuando nos mirábamos a los ojos. Entonces, ¿cómo mirábamos a los demás? Como el animal mira a la planta, como las estrellas miran al animal. O como Dios miraría al hombre, si el demonio le hubiera dado alas. Y, a pesar de todo, en la fija y estrecha intimidad de una noche sin fin, ella estaba radiante, alborozada; brotaba de ella un júbilo ultranegro como un flujo continuo de esperma del Toro de Mitra. Tenía dos cañones, era un toro hembra con una antorcha de acetileno en la matriz. Cuando estaba en celo, se concentraba en el gran cosmocrátor, los ojos se le quedaban en blanco, los labios llenos de saliva. En el ciego agujero del sexo, valsaba como un ratón amaestrando, con las mandíbulas desencajadas como si fueran las de serpiente, con la piel erizada de plumas armadas de púas. Tenía la lascivia insaciable de un unicornio, el prurito que provocó la decadencia de los egipcios. En su furia, tragaba hasta el agujero del cielo por el que resplandecía la estrella sin brillo.

Vivíamos pegados al techo, y el tufo caliente y repugnante de la vida diaria ascendía y nos sofocaba. Vivíamos con el calor del mármol, y el ardor ascendente de la carne humana caldeaba los anillos como de serpiente en que estábamos encerrados. Vivíamos cautivados por las profundidades más hondas, con la piel ahumada hasta alcanzar el color de un habano gris por las emanaciones de la pasión mundana. Como dos cabezas llevadas en las picas de nuestros verdugos, girábamos lenta y fijamente sobre las cabezas y hombros de abajo. ¿ Qué era la vida en la tierra sólida para nosotros que estábamos decapitados y unidos para siempre por los genitales? Éramos las serpientes gemelas del Paraíso, lúcidas en celo y frías como el propio caos. La vida era un joder perpetuo y negro en torno a un poste fijo de insomnio. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Mercurio, en conjunción con Venus, en conjunción con Saturno, en conjunción con Plutón, en conjunción con Urano, en conjunción con el mercurio, el láudano, el radio, el bismuto. La gran conjunción se producía todos los sábados por la noche, Leo fornicando con el Dragón en la casa de los hermanos. El gran
malheur
era un rayo de sol que se filtraba por las cortinas. La maldición era Júpiter, que podía fulgurar con mirada benévola.

La razón por la que es difícil contarlo es porque recuerdo demasiado. Recuerdo todo, pero como un muñeco sentado en las rodillas de un ventrílocuo. Me parece que durante el largo e ininterrumpido solsticio conyugal estuve sentado en su regazo (incluso cuando ella estaba de pie) y recité el parlamento que ella me había enseñado. Me parece que debió de ordenar al fontanero jefe de Dios que mantuviera brillando la negra estrella a través del agujero en el techo, debió de mandarle que derramase una noche perpetua y, con ella, todos los tormentos reptantes que van y vienen silenciosamente en la oscuridad, de modo que la mente se convierte en un punzón que gira y horada frenéticamente la negra nada. ¿Imaginé simplemente que ella hablaba sin cesar, o es que me había convertido en un muñeco tan maravillosamente amaestrado, que interpretaba el pensamiento antes de que llegara a los labios? Los labios estaban entreabiertos, suavizados con una espesa pasta de sangre oscura: los veía abrirse y cerrarse con suma fascinación, tanto si silbaban con odio viperino como si arrullaban como una tórtola. Siempre estaban en primer plano, como en los anuncios de las películas, por lo que ya conocía cada grieta, cada poro, y, cuando empezaba la salivación histérica, veía espumear la saliva como si estuviera sentado en una mecedora bajo las cataratas del Niágara. Aprendí lo que debía hacer exactamente como si fuera parte de su organismo; era mejor que un muñeco de ventrílocuo porque podía actuar sin que tirasen de mí violentamente por medio de hilos. De vez en cuando improvisaba, lo que a veces le agradaba enormemente; desde luego, hacía como que no notaba las interrupciones, pero yo siempre sabía cuándo le gustaba por la forma como se pavoneaba. Tenía el don de la transformación; era casi tan rápida y sutil como el propio diablo. Después de la de pantera y la de jaguar, la transformación que mejor se le daba era la de ave: la de garza salvaje, la de ibis, la de flamenco, la de cisne en celo. Tenía una forma de bajar en picado de repente, como si hubiera avistado un cadáver maduro, lanzándose derecha a las entrañas, arrojándose inmediatamente sobre los bocados preferidos —el corazón, el hígado, o los ovarios— y remontando el vuelo de nuevo en un abrir y cerrar de ojos. Si alguien la descubría, se quedaba quieta como una piedra en la base de un árbol, con los ojos no del todo cerrados pero inmóviles con esa mirada fija del basilisco. Si la aguijoneaban un poco, se convertía en una rosa, una rosa intensamente negra con los pétalos más sedosos y de una fragancia irresistible. Era asombroso lo maravillosamente que aprendí a recitar el parlamento adecuado; por rápida que fuese la metamorfosis, yo siempre estaba allí, en su regazo, regazo de ave, regazo de bestia, regazo de serpiente, regazo de rosa, qué más daba: regazo de regazos, labio de labios, punta a punta, pluma a pluma, la yema en el huevo, la perla en la ostra, garras de cáncer, tintura de esperma y cantárida. La vida era escorpión en conjunción con Marte, en conjunción con Venus, Saturno, Urano, etc.; el amor era conjuntivitis de las mandíbulas, agarra esto, agarra aquello, agarra, agarra, las garras mandibulares de la rueda mandala del deseo. Al llegar la hora de comer, le oía descascarar los huevos, y dentro del huevo
pío-pío,
feliz presagio de la próxima comida. Yo comía como un monomaníaco: la prolongada voracidad alumbrada por el sueño del hombre que rompe tres veces el ayuno. Y mientras comía, ella ronroneaba, el jadeo rítmico y depredador del súcubo al devorar a sus hijuelos. ¡Qué dichosa noche de amor! Saliva, esperma, sucubación, esfinteritis, todo en uno: la orgía conyugal en el Agujero Negro de Calcuta.

Afuera, donde pendía la estrella negra, un silencio panislámico, como el mundo de la caverna donde hasta el viento se serena. Afuera, en caso de que me atreviera a cavilar sobre ello, la quietud espectral de la locura, el mundo de los hombres, adormecidos, exhaustos por siglos de matanza incesante. Afuera, una membrana sangrienta circundante dentro de la cual se producía toda la actividad, mundo heroico de los lunáticos y maníacos que habían apagado la luz del cielo con sangre. ¡Qué apacible nuestra vida de paloma y buitre en la oscuridad! Carne en que enterrar los dientes o el pene, carne abundante y olorosa sin señal de cuchillo ni de tijeras, sin cicatrices de metralla explotada, sin quemaduras de mostaza, sin pulmones quemados. Exceptuando el alucinante agujero en el techo, una vida en el útero casi perfecta. Pero allí estaba el agujero —como una fisura en la vejiga— y no había guata que pudiera taparlo permanentemente, no había orina que pudiese pasar con una sonrisa. Mear larga y libremente, sí, pero, ¿cómo olvidar la grieta en el campanario, el silencio no natural, la inminencia, el terror, la fatalidad del «otro» mundo? Comer hasta hartarse, sí, y mañana otro hartazgo, y mañana y mañana y mañana... pero
al final,
¿qué?
¿Al final? ¿Qué
era
al final?
Un cambio de ventrílocuo; un cambio de regazo, un desplazamiento del eje, otra grieta en la bóveda...
¿qué? ¿qué?Os
lo voy a decir: sentado en su regazo, petrificado por los rayos fijos y dentados de la estrella negra, corneado, refrenado, amarrado y trepanado por la telepática agudeza de nuestra agitación recíproca, no pensaba en nada en absoluto, en nada que estuviese fuera de la celda que habitábamos, ni siquiera en una miga de pan sobre un mantel. Pensaba puramente dentro de las paredes de nuestra vida de amebas, pensamiento puro como el que Immanuel Kant el Cauteloso nos dio y que sólo el muñeco de un ventrílocuo podría reproducir. Reflexionaba detenidamente sobre todas las teorías de la ciencia, todas las teorías del arte, sobre todas las pizcas de verdad que puede haber en cualquier sistema disparatado de salvación. Calculaba todo exactamente con decimales gnósticos y todo, como primas que distribuye un borracho al final de una carrera de seis días. Pero todo estaba calculado para otra vida que alguien viviría algún día...
quizás.
Estábamos en pleno cuello de la botella,
ella y
yo, como se suele decir, pero el cuello se había roto y la botella no era sino una ficción.

Recuerdo que la segunda vez que la vi, me dijo que en ningún momento había esperado volver a verme, y la próxima vez que la vi dijo que pensaba que yo era un morfinómano, y la vez siguiente me llamó dios, y después intentó suicidarse y luego lo intenté yo y después volvió a intentarlo ella, y nada dio resultado, salvo el de unirnos más, tanto, de hecho, que nos compenetramos, intercambiamos personalidades, nombre, identidad, religión, padre, madre, hermano. Hasta su cuerpo experimentó un cambio radical, no una sino varias veces. Al principio era grande y aterciopelada, como el jaguar, con esa fuerza suave y engañosa de la especie felina, la forma de agazaparse, de saltar, de abalanzarse de repente; después se quedó en los huesos, se volvió frágil, delicada casi como una neguilla, y después de cada cambio pasaba por las modulaciones más sutiles: de piel, músculo, color, postura, olor, andares, ademanes, etcétera. Cambiaba como un camaleón. Nadie podía decir qué aspecto tenía realmente porque con cada cual era una persona enteramente diferente. Al cabo de un tiempo ni siquiera ella sabía qué aspecto tenía. Había comenzado ese proceso de metamorfosis antes de que yo la conociera, como descubrí más adelante. Como tantas mujeres que se creen feas, se había propuesto volverse bella, deslumbrantemente bella. Para conseguirlo, lo primero que hizo fue renunciar a su nombre, después a su familia, a sus amigos, a todo lo que pudiera atarla al pasado. Con todo su ingenio y todas sus facultades, se dedicó al cultivo de su belleza, de su encanto, que ya poseía en alto grado pero que le habían hecho creer que no existían. Vivía constantemente ante el espejo, estudiando todos los movimientos, todos los gestos, todas las muecas, hasta la más mínima. Cambió por completo de forma de hablar, de dicción, de entonación, de acento, de fraseología. Se conducía con tanta habilidad, que era imposible sacar a relucir siquiera el tema de sus orígenes. Estaba constantemente en guardia, incluso mientras dormía. Y, como un buen general, descubrió con bastante rapidez que la mejor defensa es el ataque. Nunca dejaba una posición sin ocupar; sus avanzadas, sus exploradores, sus centinelas estaban situados por todas partes. Su mente era un reflector giratorio que nunca se apagaba.

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