Read Trópico de Capricornio Online
Authors: Henry Miller
Con frecuencia ocurría, como en Rusia, que llegaba un hombre en busca de camorra. Se había despertado así, como azotado por un monzón. Nueve de cada diez veces se trataba de un buen tipo, un tipo a quien todo el mundo apreciaba. Pero cuando se encolerizaba, nada podía detenerlo. Era como un caballo enloquecido y lo mejor que se podía hacer por él era dejarlo en el sitio de un tiro. Siempre ocurre lo mismo con las personas pacíficas. Un día les da la locura homicida. En América ocurre constantemente. Lo que necesitan es un desahogo para su energía, para su sed de sangre. Europa sangra regularmente mediante la guerra. América es pacifista y caníbal. Por fuera parece un hermoso panal de miel, con todos los abejones arrastrándose unos sobre otros y trabajando frenéticamente; por dentro, es un matadero, en que cada hombre acaba con su vecino y le chupa el tuétano de los huesos. Superficialmente, parece un mundo masculino y audaz; en realidad, es una casa de putas dirigida por mujeres, en que los nativos del país hacen de chulos y los malditos extranjeros venden su carne. Nadie sabe lo que es quedarse sentado de culo y contento. Eso sólo ocurre en las películas en que todo está falsificado, hasta las llamas del infierno. El continente entero está profundamente dormido y en ese sueño se produce una gran pesadilla.
Nadie podría haber dormido más profundamente que yo en medio de aquella pesadilla. La guerra, cuando llegó, sólo produjo un débil retumbo en mis oídos. Como mis compatriotas, era pacifista y caníbal. Los millones de hombres que resultaron liquidados en la carnicería se desvanecieron en una nube, de modo muy parecido a los aztecas y a los incas y a los indios pieles rojas y a los búfalos. La gente fingía sentirse profundamente conmovida, pero no lo estaba. Simplemente estaban revolviéndose espasmódicamente en su sueño. Nadie perdió el apetito, nadie se levantó a tocar la alarma contra incendios. El día que me di cuenta por primera vez de que había habido una guerra fue unos seis meses más o menos después del armisticio. Fue en un tranvía de la línea que cruza la ciudad por la calle 14. Uno de nuestros héroes, un muchacho de Texas con una ristra de medallas en el pecho, vio por casualidad a un oficial que pasaba por la acera y se puso furioso. Él mismo era sargento y probablemente tenía razones poderosas para sentirse irritado. El caso es que la vista del oficial lo puso tan furioso, que se levantó de su asiento y empezó a despotricar a gritos contra el gobierno, el ejército, los civiles, los pasajeros del tranvía, contra todo el mundo y contra todo. Dijo que, si hubiese otra guerra, no lo podrían arrastrar a ella ni con un tiro de veinte mulas. Dijo que, antes de ir él, tendría que ver muertos a todos y cada uno de los hijos de puta; dijo que le importaban tres cojones las medallas con que lo habían condecorado y, para demostrar que hablaba en serio, se las arrancó y las tiró por la ventanilla; dijo que, si volvía a verse alguna vez en una trinchera con un oficial, le dispararía por la espalda como a un perro sarnoso, y que eso iba también por el general Pershing o cualquier otro general. Dijo muchas más cosas, con algunas blasfemias que había aprendido al otro lado del charco, y nadie abrió el pico para contradecirle. Y, cuando acabó, tuve la impresión por primera vez de que había habido una guerra y de que el hombre a quien oía había estado en ella y de que, a pesar de su valentía, la guerra lo había convertido en un cobarde, y de que si llegara a matar otra vez, sería con toda lucidez y a sangre fría, y nadie tendría agallas para enviarlo a la silla eléctrica, porque había cumplido con su deber para con sus semejantes, que consistía en negar sus instintos sagrados, así que todo era justo y correcto, porque un crimen lava otro en nombre de Dios, patria y humanidad, la paz sea con todos vosotros. Y la segunda vez que experimenté la realidad de la guerra fue cuando el ex sargento Griswold, uno de nuestros repartidores nocturnos, perdió los estribos e hizo añicos la oficina de una de las estaciones de ferrocarril. Me lo enviaron para que lo despidiera, pero no tuve valor para echarlo. Había realizado una destrucción tan bella, que más que nada sentí deseos de abrazarlo y estrecharlo; lo único que deseaba con toda el alma era que subiese al piso vigésimo quinto o dondequiera que tuviesen sus despachos el presidente y los vicepresidentes y acabara con toda la maldita pandilla. Pero en nombre de la disciplina, y para representar hasta el final aquella farsa asquerosa, tenía que hacer algo para castigarlo o me castigarían a mí, si no; y, como no se me ocurría un castigo más leve, le quité el trabajo a comisión y lo dejé con el salario fijo. Se lo tomó bastante a mal, por no comprender exactamente cuál era mi posición, si a favor o en contra de él, así que pronto recibí una carta suya en la que me decía que me iba a hacer una visita dentro de un día o dos y que más me valía que me anduviera con cuidado porque me iba a arrancar el pellejo. Decía que se presentaría después de las horas de trabajo y que, si tenía miedo, más me valía tener por allí algunos guardaespaldas para protegerme. Yo sabía que hablaba en serio y me entró bastante tembleque, cuando dejé la carta sobre la mesa. Sin embargo, lo esperé solo, pues consideré que sería todavía más cobarde pedir protección. Fue una experiencia extraña. En cuanto me puso la vista encima, debió de advertir que, si yo era un hijo de puta y un hipócrita mentiroso y asqueroso, como me llamaba en su carta, era porque él era lo que era, es decir, no mucho mejor. Debió de comprender inmediatamente que los dos estábamos en el mismo barco y que el maldito barco estaba haciendo agua por todas partes. Vi que algo así le pasaba por la cabeza al avanzar hacia mí, por fuera todavía furioso, todavía echando espuma por la boca, pero por dentro completamente apagado, blando y fofo. Por mi parte, el miedo que sentía se había esfumado en el momento en que lo vi entrar. El simple hecho de estar allí tranquilo y solo, de ser menos fuerte, menos
capaz
de defenderme, me daba ventaja. Y no es que yo quisiera tener ventaja sobre él. Pero la situación había tomado ese cariz y, naturalmente, lo aproveché. En el momento en que se sentó, se ablandó como masilla.
Ya no era un hombre, sino sólo un niño grande. Debe de haber habido millones como él, niños grandes con ametralladoras que podían aniquilar regimientos enteros sin pestañear; pero de regreso en las trincheras del trabajo, sin un arma, sin un enemigo claro y visible, estaban tan desamparados como hormigas. La comida y el alquiler — eso era lo único por lo que luchar—, pero no había forma, forma clara y visible, de luchar por ello. Era como ver un ejército fuerte y bien equipado, capaz de vencer lo que se pusiera por delante y que, sin embargo, recibiese cada día la orden de retirarse, de retirarse y retirarse y retirarse porque eso era lo más indicado estratégicamente, aun cuando significara perder terreno, perder cañones, perder munición, perder víveres, perder sueño, perder valor, y perder la propia vida, por último. Dondequiera que hubiese hombres luchando por la comida y el alquiler, se producía esa retirada, en la niebla, en la oscuridad, sin otra razón que la de que era lo más indicado estratégicamente. Luchar era fácil, pero luchar por la comida y el alquiler era como luchar con un ejército de fantasmas. Lo único que podías hacer era retirarte, y mientras te retirabas veías morir a tus propios hermanos, uno tras otro, silenciosa, misteriosamente, en la niebla, en la oscuridad, y no había nada que hacer. Estaba tan confuso, tan perplejo, tan irremediablemente aturdido y vencido, que apoyó la cabeza en los brazos y lloró sobre mi escritorio. Y mientras está sollozando así, suena el teléfono de repente y es el despacho del vicepresidente —nunca el vicepresidente en persona, siempre
su despacho-
y quieren ver despedido inmediatamente a ese tal Griswold, y yo digo: «¡Sí, señor!», y cuelgo. No le digo nada de eso a Griswold, pero lo acompaño a su casa y ceno con él y con su esposa y sus chicos. Y cuando le dejo, me digo que, si tengo que despedir a ese tipo, alguien va a pagarlo... y, en cualquier caso, quiero saber primero de dónde procede la orden y por qué. Y por la mañana, acalorado y malhumorado, me dirijo directamente al despacho del vicepresidente y digo que quiero hablar con el vicepresidente en persona y le pregunto: «¿Ha sido usted quien ha dado la orden? ¿Y por qué?» Y, antes de que tenga ocasión de negarlo, o de explicar sus razones, le tiro un directo donde no le gusta y no puede encajarlo —«y si no le gusta, señor Twilldilliger, puede usted quedarse con el puesto, mi puesto y el de él, y metérselo en el culo»— y acto seguido me marcho y le dejo con la palabra en la boca. Vuelvo al matadero y me pongo a trabajar como de costumbre. Desde luego, espero que antes de acabar el día me despidan. Pero nada de eso. No, para mi asombro, recibo una llamada del director general para decirme que tenga calma, que me tranquilice un poco, sí, serénese, no se precipite, vamos a examinar el asunto,
etc.
Supongo que todavía estarán examinándolo porque Griswold siguió trabajando como siempre: de hecho, lo ascendieron incluso a la categoría de oficinista, lo que fue una faena también, porque de oficinista ganaba menos que de repartidor, pero su orgullo quedó a salvo e indudablemente aquello le bajó un poco los humos. Pero eso es lo que le ocurre a un tipo, cuando sólo es un héroe en sueños. A no ser que la pesadilla sea lo suficientemente fuerte como para despertarte, sigues retrocediendo, y o bien acabas ante un tribunal o de vicepresidente. En cualquier caso es lo mismo, un lío de la hostia, una farsa, un fiasco del principio al fin. Lo sé porque lo viví, y desperté. Y, cuando desperté, me marché. Me marché por la misma puerta por la que había entrado... sin siquiera decir: «¡Con permiso, señor!»
Las cosas suceden instantáneamente, pero primero hay que pasar por un largo proceso. Lo que percibes, cuando ocurre algo, es la explosión, y un segundo antes la chispa. Pero todo sucede de acuerdo con una ley... y con el consentimiento pleno y la colaboración del cosmos entero. Antes de que pudiera alzarme y explotar, había que preparar la bomba adecuadamente, había que cebarla apropiadamente. Después de poner las cosas en orden para los cabrones de arriba, tuvieron que hacerme tragar el orgullo, tuvieron que enviarme a patadas de un lado para otro como un balón, tuvieron que pisotearme, aplastarme, humillarme, encadenarme, maniatarme, reducirme a la impotencia como a un calzonazos. Nunca en mi vida he deseado tener amigos, pero en aquel período particular parecían brotar a mi alrededor como hongos. Nunca tenía un momento de tranquilidad. Si iba a casa por la noche con la esperanza de descansar, había alguien esperándome. A veces era una pandilla la que me esperaba y parecía darles igual que llegara o no. Cada grupo de amigos que hacía despreciaba al otro. Stanley, por ejemplo, despreciaba a todos. También Ulric se mostraba bastante desdeñoso hacia los otros. Acababa de regresar de Europa después de una ausencia de varios años. No nos habíamos visto mucho desde la infancia hasta un día en que, por pura casualidad, nos encontramos en la calle. Aquél fue un día importante porque me abrió un mundo nuevo, un mundo con el que había soñado a menudo pero que nunca había tenido esperanzas de ver. Recuerdo vivamente que estábamos parados en la esquina de la Sexta Avenida con la Calle 49 hacia el atardecer. Lo recuerdo porque parecía completamente absurdo estar escuchando a un hombre hablar del Monte Etna y el Vesubio y Capri y Pompeya y Marruecos y París en la esquina de la Sexta Avenida y la Calle 49, Manhattan. Recuerdo la forma como miraba a su alrededor mientras hablaba, como alguien que no había comprendido del todo dónde se había metido, pero que intuía vagamente que había cometido un error horrible al regresar. Sus ojos parecían decir todo el tiempo: «Esto no tiene valor, ni el más mínimo valor.» Sin embargo, no decía eso, sino simplemente esto: «¡Estoy seguro de que te gustaría! ¡Estoy seguro de que es el lugar para ti!» Cuando se separó de mí, me sentía aturdido. El tiempo que pasó hasta que volví a verlo me pareció una eternidad. Quería volver a oírlo todo, hasta los más pequeños detalles. Nada de lo que había oído o leído sobre Europa parecía igualar a aquella entusiasta descripción de labios de mi amigo. Me parecía tanto más milagroso cuanto que los dos procedíamos del mismo ambiente. Él lo había conseguido porque tenía amigos ricos... y porque sabía ahorrar su dinero. Yo nunca había conocido a nadie que fuera rico, que hubiese viajado, que tuviera dinero en el banco. Todos mis amigos eran como yo, vivían al día, y nunca pensaban en el futuro. O'Mara, sí, había viajado un poco, casi por todo el mundo... Pero de vagabundo, o bien en el ejército, lo que era incluso peor que ser un vagabundo. Mi amigo Ulric fue el primer conocido mío del que podía decir de verdad que había viajado. Y sabía hablar de sus experiencias.
A consecuencia de aquel encuentro fortuito en la calle, nos vimos con frecuencia durante un período de varios meses. Solía venir a buscarme por la noche después de cenar y nos íbamos a pasear por el parque cercano. ¡Qué sed tenía yo! Cualquier detalle, por pequeño que fuese, sobre el otro mundo me fascinaba. Aún hoy, muchos años después, aún hoy que conozco París como la palma de la mano, su descripción de París sigue ante mis ojos, todavía vívida, todavía real. A veces, después de que haya llovido, al recorrer la ciudad a toda velocidad en un taxi, tengo vislumbres fugaces de aquel París que describía; simples instantáneas efímeras, como al pasar por las Tullerías, quizás, o un vislumbre de Montmartre, o del Sacre Coeur, a través de la rue Lafitte, con los últimos colores del atardecer.
¡Un simple muchacho de Brooklin!
Esa era la expresión que usaba a veces, cuando sentía vergüenza de su incapacidad para expresarse con mayor propiedad. Y yo también era un simple muchacho de Brooklin, es decir, uno de los últimos y más insignificantes de los hombres. Pero, en mis vagabundeos, codeándome con el mundo, raras veces encuentro a alguien que sea capaz de describir con tanto amor y fidelidad lo que ha visto y sentido. A aquellas noches en Prospect Park con mi antiguo amigo Ulric debo, más que a nada, estar hoy aquí. Todavía no he visto la mayoría de los lugares que me describió; algunos quizá no los vea nunca. Pero viven dentro de mí, cálidos y vívidos, tal como los creó en nuestros paseos por el parque.
Entretejidos con su charla sobre el otro mundo iban el cuerpo entero y la textura de la obra de Lawrence. Con frecuencia, mucho después de que se hubiera vaciado el parque, seguíamos sentados en un banco discutiendo la naturaleza de las ideas de Lawrence. Al rememorar ahora aquellas discusiones, veo claramente hasta qué punto estaba confuso, hasta qué punto ignoraba lastimosamente el auténtico significado de las palabras de Lawrence. Si las hubiera entendido realmente, mi vida nunca habría podido tomar el rumbo que siguió. La mayoría de nosotros vivimos la mayor parte de nuestras vidas sumergidos. Desde luego, en mi caso, puedo decir que hasta que no abandoné América no subí a la superficie. Quizás América no tuviera nada que ver con ello, pero el caso es que no abrí los ojos de par en par hasta que no pisé París. Y tal vez fuera así sólo porque había renunciado a América, había renunciado a mi pasado.